Educar en una sociedad plural – INDICE

Una sociedad que alcanzara grandes avances, que fuera protagonista de un gran desarrollo económico, científico, cultural, social… pero que fracasara en la educación de la siguiente generación… sería sin duda una sociedad fracasada, entre otras cosas porque todos aquellos logros se perderían.

Una sociedad inteligente debe dedicar a la educación sus mejores energías, su mejor talento, sus mejores recursos y su mayor ilusión.

La educación necesita un mensaje y un enfoque siempre proactivo, de esperanza, de esfuerzo, de superación. Un relato que resulte realmente inspirador para toda la comunidad educativa. Un empeño que permita atraer el mejor talento para la educación, y que haga que el compromiso por educar, tanto en la familia como en la escuela, tenga cada vez mejor consideración y reconocimiento social.

Además, la educación debe hacer a la sociedad cada vez más plural, más libre, con más equidad. Una educación en la que aprendamos a convivir, a alcanzar acuerdos, a comprometernos todos en la construcción de un mundo mejor.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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ALFONSO AGUILÓ es ingeniero de caminos, canales y puertos (1983) y PADE del IESE Business School (2008). Ha sido once años director del Colegio Tajamar (Madrid) y actualmente es Presidente de la Red Educativa Arenales, que agrupa 26 centros de enseñanza en España, Portugal, Alemania, Estados Unidos y otros países. Desde 2015 es Presidente de la Confederación Española de Centros de Enseñanza (CECE), que agrupa a un tercio de la enseñanza privada y concertada del país. Es autor de once libros sobre temas de educación y antropología, traducidos a diversos idiomas, así como de más de cuatrocientos artículos en diversas revistas y publicaciones. Asesora a instituciones educativas en más de treinta países de Europa, África, Asia y América.

Un poco de historia sobre el derecho a la educación

Los derechos en el ámbito escolar apenas se desarrollaron hasta el siglo XIX, cuando en casi todo el mundo occidental el Estado moderno se fue haciendo cargo de la educación como un servicio de interés público.

Hasta el siglo XVI, se impartía a los chicos una cierta instrucción elemental, que solía prepararles para seguir el oficio de sus padres, haciendo hincapié habitualmente en la alfabetización y en el cálculo, y algunas veces en los idiomas. Algo similar sucedía en las escuelas de las catedrales y monasterios. Con la llegada de la Reforma, la escuela asumió en muchos casos una dimensión confesional, y tanto protestantes como católicos vincularon de alguna forma la escuela con la tarea evangelizadora, lo que supuso un impulso muy importante, tanto en la educación de las clases altas como de los más desfavorecidos.

La idea de la educación como un servicio regulado y dirigido por los poderes públicos tuvo un desarrollo posterior, impulsado sobre todo por la Ilustración. Y en ese proceso hay un momento histórico especialmente significativo, con motivo de la Revolución Francesa y la nacionalización de los bienes eclesiásticos en 1789. La Iglesia católica de Francia era titular de numerosas instituciones de caridad y de enseñanza, que se financiaban con las rentas que producían sus bienes. Al nacionalizarse todo ese patrimonio, la gestión de todas esas actividades de beneficencia y educación quedó encomendada al gobierno como un servicio público.

Esta medida revolucionaria no fue una improvisación del momento. Desde tiempo atrás, toda una serie de personas influyentes reclamaban para toda Francia una educación homogénea y gestionada por el Estado. Unas décadas antes, Prusia había empezado a impulsar la escolarización generalizada como un medio para generar una unidad política, aunque en ese caso fue sin apenas conflicto social, pues esa enseñanza se impartió sobre una base confesional gestionada por el propio gobierno.

En el caso francés, el programa jacobino de la Revolución buscaba contrarrestar las diversas lealtades regionales, pero sobre todo eliminar la influencia de la Iglesia católica, para implantar un programa de escolarización estatal cuyo enfoque principal era generar una identidad nacional y política. Esto se convirtió en poco tiempo en un interés común de las élites seculares en casi todos los países europeos, sobre todo allí donde la Iglesia católica tenía más arraigo, como Bélgica, Portugal, Italia, Austria y España. También sucedió en América Latina, donde se generaron conflictos sociales y políticos debido a que los católicos buscaron, con más o menos éxito, mantener sus escuelas. En los países con una fuerte presencia protestante, como en Escandinavia y Gran Bretaña, las iglesias tendían a colaborar con el correspondiente gobierno, pues al fin y al acabo solían depender de él, y por ese motivo hubo mucho menos conflicto.

Los ilustrados franceses mantenían la idea estamental de la época sobre la educación. Basta recordar la famosa afirmación de Rousseau en su Emilio: «El pobre no tiene necesidad de educación; la de su estado es suficiente», por no citar las referentes a la educación de la mujer. Por entonces se impuso la clara convicción de que el nuevo sistema educativo debía estar organizado y controlado por el Estado, dirigido sobre todo a varones de determinado nivel social, y aún tardaría un tiempo en asentarse de modo realista la idea de escolarizar a todos.

Desde el principio se presentaron diversos dilemas, con distinta intensidad en los diferentes países. ¿El control debía corresponder al Estado, a las autoridades provinciales o municipales? ¿La educación debía ser de pago, o gratuita? ¿Debía ser obligatoria? ¿Hasta qué edad o qué nivel de conocimientos? ¿Debía ser un monopolio de los poderes públicos? ¿La educación busca transmitir conocimientos, o también un control social, o la lealtad a una identidad nacional, o la autonomía de las personas y su emancipación social?

La Constitución francesa de 1791 hablaba de establecer «una instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita en aquellas etapas indispensables para todos los hombres». Fue consolidándose poco a poco la idea de gratuidad para un tramo de instrucción elemental que se ofrece a todos, seguido de otro tramo de instrucción superior para las capas medias y altas de la sociedad, que sería de pago. Esta idea es la que más se extenderá en todo el mundo occidental a lo largo del siglo XIX.

Es así como el impulso de la educación fue un elemento decisivo para el nuevo concepto de Estado, pues desde el comienzo se consideró muy importante para la integración de diferentes regiones dentro de una identidad o conciencia nacionales, o para asimilar los grandes colectivos procedentes de la inmigración. La consolidación del Estado se vinculó casi siempre a la creación de sistemas educativos nacionales, tanto pensando en formar personas para consolidar el aparato político y de la administración pública, como para asentar los valores ciudadanos que legitimaban su poder. La educación se mostró de pronto como un formidable instrumento de cohesión social y nacional. Fue el crisol que permitía fundir y asimilar culturas de diferente origen e integrarlas en una cultura común. Sirvió también para extender e implantar la lengua nacional hasta el último rincón o la última aldea de todo su territorio. De este modo todas las sociedades occidentales emplearon el sistema educativo para transmitir los valores que la clase dirigente consideraba más necesarios o urgentes. Y a medida que avanzó la revolución industrial, también la educación recibió la misión de suministrar los conocimientos precisos que demandaba el nuevo desarrollo económico y técnico.

Podría concluirse que hasta el siglo XVIII la educación era un mosaico de instituciones educativas gestionadas por diversas instituciones religiosas, autoridades locales o pequeñas escuelas privadas. En el siglo XIX irrumpe con fuerza el sistema educativo nacional, cuyo control e inspección corresponden al Estado, con unos fines definidos mediante leyes aprobadas en los parlamentos, y con una ordenación académica que regula los diversos niveles educativos con sus correspondientes planes de estudio, sometido todo ello a las decisiones y competencia de los poderes públicos.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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El nacimiento del concepto de libertad de enseñanza

Todo este proceso de protagonismo del Estado en la educación planteó a lo largo del siglo XIX un problema que hasta entonces apenas había sido considerado. ¿La educación era un derecho de los particulares y las instituciones ciudadanas, o era del Estado? Hasta entonces, la educación no era sentida tanto como un derecho, sino sobre todo como una imperiosa necesidad. Era algo que resultaba evidente tanto para el nuevo Estado como para los propios ciudadanos. Pero si nos situamos en la perspectiva del individuo o de las instituciones sociales, está claro que a medida que fue avanzando ese protagonismo del Estado fue surgiendo de inmediato en la sociedad civil una reclamación de unos mínimos de autonomía y, con ella, el concepto de libertad de enseñanza, considerada como un derecho con el que defenderse frente a una creciente invasión de los poderes públicos.

Esa idea de libertad de enseñanza se va configurando sobre todo en dos aspectos: la libertad de crear establecimientos docentes privados, por un lado, y la libertad de cátedra por otro. Ambas libertades son en cierta manera ambivalentes e incluso a veces un tanto contrapuestas. A lo largo del siglo XIX, lo más habitual es que las corrientes de lo que hoy llamaríamos la izquierda europea defiendan sobre todo la libertad de cátedra frente al derecho a la creación y dirección de escuelas, normalmente confesionales; y que lo que hoy llamaríamos la derecha europea reclame la libertad de creación y dirección de centros docentes frente al Estado, y busquen limitar la libertad de cátedra para que los docentes sean leales al ideario propio del centro.

A su vez, será frecuente que la libertad de creación de centros de enseñanza sea invocada en algunos países por escuelas laicas que hacen frente al Estado confesional, y en otros, por el contrario, esa libertad de creación de centros privados es sobre todo de origen confesional frente a un Estado laico o laicista.

Un caso atípico e interesante fue el de Países Bajos, donde inicialmente el gobierno y la principal confesión protestante se complementaron en la gestión de la escolarización, pero en determinado momento se produjo una escisión que, unida a la reclamación de la minoría católica, desembocó en un largo debate que se prolongó durante décadas y que concluyó en 1917 con una solución constitucional que otorga igual estatus y financiación a todas las escuelas públicas y todas las privadas religiosas, lo que ha llevado a que hoy sea el país con menor porcentaje de escuela pública del mundo.

Si consideramos el avance temporal de esas ideas en los diferentes países, podríamos decir que inicialmente esa libertad de creación de centros fue negada en muchos Estados al comienzo del siglo XIX. Luego fue poco a poco una libertad tolerada, en buena parte por la incapacidad de los poderes públicos de atender toda la demanda educativa existente. A mediados de siglo empezó a ser ya una libertad aceptada y reconocida. Y a finales de siglo estaba ya recogida en la mayoría de las constituciones europeas.

En cuanto a la libertad de cátedra, fue planteada como un derecho del profesor a la libertad de expresión dentro de su aula, y se entendió sobre todo como una defensa frente al Estado, pues repugnaba a la sensibilidad ciudadana que el Estado quisiera imponer una verdad oficial obligatoria a través de sus profesores. Este derecho se irá reconociendo poco a poco en la mayoría de las constituciones del siglo XIX, aunque ha sido vulnerado muchas veces, tanto por los Estados confesionales como por los Estados laicos.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Los derechos prestacionales del Estado

Al principio, como hemos visto, las diversas libertades en el entorno de la enseñanza se plantearon con un contenido esencialmente defensivo, orientadas a limitar la acción invasiva del Estado y buscando proteger la autonomía de los ciudadanos o las personas o instituciones promotoras de centros docentes.

Pronto se vio que, solo con ese concepto de libertad, la mayoría de la población seguía siendo analfabeta. Era necesario ampliar esa demanda de libertad con el nuevo concepto de los derechos sociales o prestacionales, con los que se buscaba expresamente la intervención del Estado para garantizar unos contenidos mínimos que aseguraran el acceso de todos los ciudadanos a la educación, la sanidad u otros servicios sociales. En el caso de la educación, pronto se impuso la idea de que para dar contenido a la libertad de una persona era necesario que alcanzara un mínimo nivel de instrucción. Como escribió Unamuno años después, «solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe, y el que por saber más se ve más forzado a elegir lo mejor; solo la cultura da libertad» .

Surge así la idea de la educación vinculada al principio de igualdad. Se busca no solo la igualdad jurídica básica ante la ley, sino también la igualdad social efectiva, y para ello se piensa en el acceso general a la educación para superar las desigualdades sociales y como un modo de hacer posible el ascenso social de las personas. Son derechos que nacen para frenar las enormes desigualdades que provocaba el tradicional acceso restringido a la educación, o las desigualdades que había entre la vida en la ciudad y en el mundo rural, o la desigualdad de rentas económicas en las familias.

La aparición de esos derechos prestacionales del Estado fue resultado de un largo proceso. Se planteó ya con toda rotundidad el objetivo de la escolaridad básica obligatoria, así como la tendencia a ampliar progresivamente su duración y a que fuera gratuita, o al menos que lo fuera para quienes carecían de medios económicos. Todo aquello fue un conjunto de logros sociales importantes, que se fueron produciendo a lo largo del siglo XIX en todas las sociedades occidentales.

La realidad práctica fue que hasta que la revolución industrial no demandó con fuerza la necesidad de contar de modo masivo con una población instruida, ese derecho no llegó a materializarse de modo general. La causa es sencilla. La escolarización obligatoria universal fue considerada fundamentalmente como un deber de los padres, no siempre muy celosos en el cumplimiento de esa obligación. El Estado imponía legalmente la escolarización obligatoria y procuraba financiarla, con mayor o menor dignidad, pero no hacía un gran esfuerzo por conseguir efectivamente la escolarización universal. Los datos de analfabetismo de todos esos países en el siglo XIX y en buena parte del XX atestiguan esa falta de escolarización o, al menos, su falta de éxito alfabetizador.

Es cierto que al ser obligatoria la enseñanza, una familia ya no tenía la «libertad» de no escolarizar a sus hijos, pero con esa obligatoriedad se buscaba sobre todo proteger la libertad de los hijos, que tenían derecho a no quedarse sin acceso a la educación.

Podemos decir que el concepto de educación obligatoria y gratuita nació ya en los comienzos del siglo XIX, pero quedó como un objetivo al que se le dio muy poca prioridad respecto a otros empeños del Estado, que muchas veces entendió la educación más como medio para que las clases medias y superiores integraran los nuevos cuadros que la nueva Administración pública necesitaba.

En todo caso, esa educación obligatoria y gratuita nació como un tramo de enseñanza elemental en la que solo una pequeña parte de sus alumnos pasaba a la enseñanza secundaria y la universitaria o superior. Por ejemplo, en España, la Ley Moyano de 1857 estableció la escolarización obligatoria desde los 6 hasta los 9 años. Hasta el año 1909 no se amplió a los 12 años. Por entonces, todavía el 40,2% de la población estaba sin escolarizar, lo que da una idea de la dificultad con que avanzaba todo este proceso. Hubo que esperar a 1964 para que la escolarización obligatoria se elevara hasta los 14 años, y hasta 1990 para que se ampliara hasta los 16 años.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Del derecho cuantitativo al puesto escolar al derecho cualitativo a escoger escuela

Los derechos sociales experimentaron un notable crecimiento con la llegada del siglo XX, que ya empieza a considerar más abiertamente que los derechos humanos no son solo sus libertades sino también toda una serie de prestaciones por parte del Estado, necesarias para que la persona pueda desarrollarse plenamente.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 recoge en sus primeros 21 artículos los que han solido llamarse «derechos humanos de primera generación», que son sobre todo derechos civiles y políticos, como la libertad de expresión, el derecho a un juicio justo, la libertad de circulación, la libertad de religión o el sufragio universal. Estos derechos se habían desarrollado bastante en la primera mitad del siglo XX.

En los siguientes artículos de la Declaración se recogen los llamados «derechos humanos de segunda generación», que son sobre todo derechos laborales, de vivienda, educación y salud.

Todo eso hace que después de la Segunda Guerra Mundial se imponga ya de modo general en las constituciones europeas la idea de que la intervención del Estado debe asegurar esos derechos sociales del ciudadano: trabajo, vivienda, educación, sanidad. En el ámbito de la educación, esto hace que poco a poco la enseñanza secundaria se generalice a toda la población escolar y que aumente enormemente el acceso a la enseñanza universitaria o superior.

El siguiente debate se centró en que esos derechos prestacionales no restaran valor a las libertades públicas, lo cual supuso un gran esfuerzo para encontrar la mejor armonía posible entre los derechos y las libertades. Es así como el derecho a la educación se fue consolidando, tanto en el campo de los derechos prestacionales como en el de las libertades. Y todo ello ya no quedó solo en las constituciones de los Estados, sino que se fue incorporando al Derecho público internacional, pues fueron reconocidos por las declaraciones internacionales, por convenios multilaterales entre los Estados y, más adelante, lograron una amplia cobertura en la jurisdicción de los organismos internacionales.

Y uno de los puntos más significativos que desde entonces recogen de modo general todos los tratados internacionales es el reconocimiento de la libertad de los padres de escoger para sus hijos escuelas distintas de las creadas por los poderes públicos, así como el derecho que les asiste para que sus hijos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.

Por citar algunos de los tratados o acuerdos internacionales o europeos que recogen el derecho de elección de los padres sobre la educación de sus hijos, podemos referirnos a los siguientes:

• Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), artículo 26.3: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos» .

• Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966), artículo 18.4: «Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» .

• Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), artículo 13.3: «Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».

• Convención de la UNESCO de Lucha Contra la Discriminación en la Enseñanza (1960), artículo 5.b): «b. En que debe respetarse la libertad de los padres o, en su caso, de los tutores legales, 1.° de elegir para sus hijos establecimientos de enseñanza que no sean los mantenidos por los poderes públicos, pero que respeten las normas mínimas que puedan fijar o aprobar las autoridades competentes, y 2.° de dar a sus hijos, según las modalidades de aplicación que determine la legislación de cada Estado, la educación religiosa y moral conforme a sus propias convicciones; en que, además, no debe obligarse a ningún individuo o grupo a recibir una instrucción religiosa incompatible con sus convicciones».

• Consejo de Europa. Protocolo número 1 de la Convención Europea de Derechos Humanos (1950), artículo 2: «A nadie se le negará el derecho a la educación. En el ejercicio de cualquier función relativa a la educación y la enseñanza, el Estado respetará el derecho de los padres a garantizar que esa educación y esa enseñanza se ajusten a sus propias convicciones religiosas y filosóficas» .

• Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2000), artículo 14.3: «Se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio, la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto a los principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas» .

• Resolución 1904 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (2012), que vincula estrechamente el derecho de elección de los padres al derecho a la educación.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Derecho de los padres a la financiación pública de una enseñanza plural

Todo ese desarrollo de los derechos y libertades supuso, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, que la libertad de creación de centros empezara a estar ampliamente subvencionada.

El razonamiento era muy claro. La mayoría de las constituciones de los Estados recogían la idea de obligatoriedad y gratuidad de la escolarización básica y, al tiempo, proclamaban la libertad de enseñanza como modo de lograr que la educación fuera plural y no acabara por ser un monopolio de los poderes públicos.

Era necesario hacer compatibles ambas cosas. Para que haya libertad de enseñanza, debe haber pluralidad de centros que elegir, y no todos pueden ser gestionados por los poderes públicos. Si no se subvencionan los centros privados (es decir, los no gestionados por los poderes públicos), el resultado inmediato es que esos centros solo pueden ser elegidos por las familias de mayores rentas económicas, con lo cual ese deseado derecho a la pluralidad quedaría solo para los ricos. Parece claro entonces que, si se quiere llegar realmente a una igualdad de oportunidades en el acceso a una educación plural, la consecuencia inmediata es que hay que facilitar financiación pública para la enseñanza privada al menos en las etapas obligatorias.

Francia, donde a principios del siglo XX las órdenes religiosas de enseñanza católica habían sido expulsadas del país, estableció en 1959 una legislación que permitía al gobierno celebrar contratos con titulares privados (la mayoría escuelas católicas) con respeto legal a su carácter propio. Una legislación similar se implantó también en España. En Inglaterra se introdujeron también en la posguerra una gran variedad de acuerdos que dieron lugar a una importante proporción de escuelas autónomas o confesionales, todas ellas con financiación pública (las escuelas confesionales fueron alrededor de un tercio del total, y predominantemente anglicanas, con una minoría católica significativa, y más recientemente un número creciente de escuelas judías y musulmanas).

En la mayoría de las democracias occidentales se alcanzaron acuerdos para que pudiera haber escuelas confesionales con financiación pública (muchas veces después de largos años de debate) como un modo de respetar la elección de los padres y también como una forma de respetar sus convicciones religiosas. En el caso de Estados Unidos aparecieron las charter schools y algunos otros modelos destinados a mejorar la capacidad de elección de los padres, pero surgieron sobre todo por razones de apoyo a iniciativas que luchaban para resolver problemas sociales de minorías raciales o socioeconómicas, no tanto por cuestiones de libertad religiosa.

El resultado ha sido en conjunto bastante diverso, pero con un claro denominador común casi general de financiación pública de la enseñanza privada. Si nos limitamos a Europa, vemos que hay un conjunto de países con una baja presencia de enseñanza privada pero totalmente subvencionada, como son los países nórdicos. Hay otros países con un alto desarrollo de la enseñanza privada y notablemente subvencionada, como son Holanda, Bélgica, Irlanda, Francia, Alemania, Reino Unido o España. En cuanto a los países del Este de Europa que estuvieron durante décadas bajo el dominio soviético, puede observarse que en el momento en que lograron su libertad política, optaron masivamente por impulsar el sector privado con un flexible sistema de subvenciones por cada alumno que opta por la enseñanza privada, con lo que se busca el desarrollo de operadores privados que doten al conjunto de la educación del país de una mayor pluralidad. Puede decirse que solo han quedado Italia y Portugal sin subvención directa a las escuelas privadas, y aunque cuentan con modestos sistemas de desgravación fiscal o ayudas a familias de menos recursos, son en este momento una nota discordante en el panorama general de Occidente.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Principales núcleos de debate ideológico en la escuela hoy

En el mundo de la escuela hay una serie de debates que con frecuencia tienen un carácter más ideológico que pedagógico o técnico, y que intento resumir en cinco aspectos.

• Subsidiariedad. Hay en algunos países un intenso debate sobre el papel de la iniciativa social en el espacio público y sobre su derecho a ser financiada. Aunque es bastante general la implantación de la escuela privada subvencionada, sigue habiendo corrientes de opinión que reclaman una tendencia nacionalizadora de la enseñanza, pese a que en otros ámbitos se ha tendido (o incluso obligado en el caso de las leyes de la Unión Europea) exactamente a lo contrario.

• Laicidad. Hay un cierto debate sobre la asignatura religión (sobre todo en lo relativo al nombramiento y estatuto de los profesores, control de los contenidos por parte de las diversas confesiones, etc.). Otro debate tiende a ser hostil con la escuela católica por motivos ideológicos e intenta que su proyecto educativo pierda identidad para someterse a diversas imposiciones externas.

• Igualdad y equidad. Hay multitud de aspectos en los que se debate sobre modos diversos de mejorar la igualdad en la escuela. Unos piensan que la evaluación externa con publicación de resultados agranda la brecha social, y otros piensan que es el mejor modo de incentivar el esfuerzo y facilitar la mejora de los menos favorecidos. Unos piensan que la educación privada financiada facilita la igualdad de oportunidades para grandes sectores sociales, y otros piensan lo contrario. Unos piensan que debe financiarse mejor la enseñanza privada para que no haya cuotas suplementarias por servicios complementarios, y otros piensan que ya se dedica a esa enseñanza demasiado dinero. Unos piensan que la educación diferenciada logra mejores resultados en igualdad, y otros lo contrario. Unos piensan que las leyes de género facilitan la igualdad para todas las personas, y otros piensan que en algunos aspectos suponen imposiciones ideológicas adoctrinantes o totalitarias. Unos piensan que los alumnos inmigrantes deben ser distribuidos obligadamente entre diversos centros, y otros piensan que debe respetarse el derecho de esas familias a elegir centro como a todos los demás, etc.

• Lengua. Son muchos los Estados con diversas lenguas oficiales o cooficiales. Las soluciones pueden ser bastante diversas y suelen suscitar encendidos debates de difícil solución. En muchos casos se pide a las leyes de educación que afronten problemas territoriales o identitarios muy profundos, lo cual suscita conflictos que lastran las posibilidades de acuerdo en esas leyes.

• Autonomía y descentralización. Hay un núcleo de debate acerca de la distribución de competencias de educación entre el Estado, las regiones o ciudades y los municipios. Otro debate está en la autonomía de las propias escuelas respecto a las autoridades educativas. Otro se refiere a la participación de los padres o personal de la escuela en su propio gobierno. Y otro, más profundo aún, en la autonomía de los profesores para seguir modelos pedagógicos a su voluntad.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Debate y tensiones entre libertad e igualdad

En todos los debates acerca de estos temas, se observa una interesante dualidad entre libertad e igualdad. La demanda de libertad ha tenido una mayor presencia cuando la conciencia social ha percibido una invasión excesiva de los poderes públicos en la vida de los ciudadanos. La demanda de equidad (o de igualdad) se ha desarrollado más cuando la conciencia social ha percibido que la libertad se convertía en un instrumento por el que las personas en situación de ventaja (social, económica, política, cultural, etc.) se aprovechaban de su posición dominante para perpetuar su estatus de privilegio e impedir el ascenso social de los demás.

Libertad e igualdad se presentan como dos caras de la misma moneda. Los poderes públicos deben establecer políticas públicas que favorezcan que las personas en situación desfavorecida puedan tener un acceso en régimen de equidad a toda una serie de derechos que se consideran básicos y que buscan disminuir las brechas sociales. De ese modo, la igualdad permite un mejor ejercicio de la libertad para quienes parten de una situación de desventaja.

Por eso, muchas veces se dice que, al hablar de libertad de enseñanza, parece que se abre un debate entre dos polos opuestos. Unos, «más conservadores», con una posición habitualmente más desahogada, que insisten en la libertad. Y otros, «más progresistas», en una posición habitualmente desfavorecida, que insisten en la igualdad. La percepción de muchos es que aquellos que hablan desde una posición de ventaja, insisten más en la libertad, quizá como un modo de asegurarse su posición, que lograrán mantener si se impone una dinámica más liberal, puesto que ellos están en una posición de dominio. Mientras, los que están en una posición más vulnerable, por poseer menos medios económicos, menor capital cultural, o menor fuerza para acceder a la educación de calidad, insisten más en la igualdad, puesto que si el marco que establecen los poderes públicos pone más el acento en la igualdad, ellos tendrán más oportunidades.

El debate no es sencillo ni obvio. Bajo muchos aspectos, en mi opinión, esa percepción tiene bastante fundamento. No soy nada partidario de sacralizar las leyes del mercado, ni de considerar que la simple libre concurrencia lo mejora todo. Precisamente, la obligación de los poderes públicos es establecer marcos normativos que faciliten, dentro de ellos, que las leyes del mercado fomenten realmente la igualdad de oportunidades y preserven la pluralidad, pero que no reduzcan el libre mercado a un contemplar impasiblemente cómo el fuerte se impone «libremente» sobre el débil. En una sociedad verdaderamente humana, el imperio de la ley y de los valores sociales debe sustituir al imperio de la fuerza, propio del reino animal.

En ese sentido, me posiciono como un convencido de la necesidad de promover la igualdad de oportunidades en la educación, en vez de insistir demasiado en la libertad, para evitar así que debate actual quede viciado por los motivos antes expuestos.

Y en ese sentido podemos decir que la educación no puede reducirse a un bien o un servicio más, sometido como otros a las simples o complejas leyes del mercado. La escolarización universal, por ejemplo, nunca habría sido obra espontánea del mercado. Es verdad que la exaltación de lo público puede llevarnos al Estado totalitario, pero de igual manera la privatización de lo público puede dejar al individuo a merced de otros poderes, tan fuertes o implacables como el mismo Estado.

El debate sobre la igualdad ha desarrollado muy diversas políticas públicas que buscan disminuir las desigualdades sociales y lograr una mayor equidad, y se ha centrado en tres principales frentes.

• Igualdad en los recursos. Se concreta en políticas de becas y ayudas destinadas a compensar la desigualdad de recursos o circunstancias de los alumnos o familias. El principal debate es si el acceso a esas ayudas es para «los ciudadanos pobres muy listos» (es decir, para los alumnos desfavorecidos que acreditan buenas capacidades intelectuales) o debe ser para todos (que, por fortuna, es lo que se está imponiendo).

• Igualdad en los resultados básicos. Es lo que llevó a implantar la educación básica obligatoria, para luchar contra la persistencia de las desigualdades, y que poco a poco ha ido ampliando su duración hasta llegar de modo general hasta los 16 años (en algunos países hasta los 18).

• Igualdad de oportunidades. Responde al esfuerzo social para dar oportunidad de disminuir desigualdades no atribuibles a diferencia de capacidades. Este principio ha dado lugar a numerosas y diversas políticas públicas con las que se buscan mejores resultados globales en equidad.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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¿Igualdad versus pluralidad?

Igualdad de oportunidades de acceso, pero… ¿acceso a qué? ¿Todos a lo mismo? En una democracia moderna, ¿podemos contentarnos con que todos reciban la misma educación, decidida, planificada e impartida siempre y solo por quienes manejan los resortes de los poderes públicos? ¿No corre entonces el peligro de convertirse en una palanca de uniformización, en una fácil tentación de establecer dinámicas de adoctrinamiento, al haber concentrado solo en ellos una responsabilidad tan enorme?

Es obvio que todos los ciudadanos deben tener una igualdad de oportunidades en el acceso a la enseñanza, a la cultura, al saber, a sus posibilidades de llegar a un empleo digno en el que se realicen como personas. Pero parece obvio también que la igualdad de oportunidades debe ir ligada a la pluralidad de caminos que tomar. Una igualdad de oportunidades que se limite a que todos hagan lo mismo sería una caricatura de la igualdad, un engaño propio de regímenes autoritarios ya bastante desenmascarados en sus promesas de igualación.

Siempre he pensado que para que una democracia continúe siendo siempre una democracia, ha de poner especial cuidado en que haya un gran respeto a la pluralidad en los principales ámbitos del espacio público, como son el espacio político, el sindical, el de la educación y el de los medios de comunicación. En el espacio político es obvio que no debe pensarse en un partido único, o en un sindicato único, pero igualmente sería desastroso para la democracia pensar en una escuela única, o en unos únicos medios de comunicación exclusivamente públicos. Si no hay un sistema plural de medios de comunicación y un sistema educativo plural, será muy fácil para los poderes públicos caer en la tentación de la propaganda o el adoctrinamiento, lo que haría difícil preservar una efectiva pluralidad de pensamiento, que obviamente es fundamental para que una democracia se mantenga realmente como tal.

Hemos superado felizmente los tiempos del partido único, del modelo único, de la censura previa, de la falta de libertad de expresión o de asociación. Es fundamental que nadie se arrogue, retorciendo la realidad de las cosas, el derecho a imponer un modelo único. Y, por eso, decir que toda la enseñanza debe ser pública, como a veces se sigue escuchando, es al menos tan ridículo como decir que solo puede haber medios de comunicación públicos.

La libertad de educación es imposible sin pluralidad de instituciones educativas. Y es obvio que la pluralidad debe ir unida a la financiación: si no, solo los ricos podrían elegir. Con esa financiación pública de la enseñanza privada se hace una gran aportación a la pluralidad y a la calidad, por el efecto positivo de la concurrencia de modelos y proyectos y titulares muy diversos.

Además, lo habitual es que la escuela privada tenga un menor coste, lo que incluso permite aliviar las finanzas públicas y por tanto incluso financiar así mejor la enseñanza pública. En todo caso, es importante aclarar que la enseñanza privada subvencionada no ha de existir para llegar a donde no llega la enseñanza pública, o porque sea más barata, sino para que todos puedan elegir una escuela financiada dentro de una oferta plural. Está claro que cualquier Estado podría en pocos años construir nuevos edificios y dotar plazas de docentes hasta llegar a una educación pública única. Y si no lo hace no es por falta de capacidad, sino porque sería un grave atentado contra el pluralismo social. En una sociedad democrática no cabe el sindicato único, ni el partido único, ni la prensa única, ni tampoco la escuela única.

Este objetivo de pluralidad, concurrencia, equidad y eficiencia, ha sido asumido con bastante normalidad por la mayoría de los países occidentales. Las fórmulas de financiación de la enseñanza privada pueden ser muy diversas: a la familia o al centro; por alumno o por aula; entregada directamente al centro o en pago delegado al profesor; según un módulo fijo o según el nivel de renta familiar; con financiación directa o indirecta de edificios; etc. Cada una de esas soluciones tiene sus ventajas e inconvenientes, que deben ser analizadas en un debate serio y bien documentado.

Sin embargo, se siguen escuchando con frecuencia voces que se alzan contra la financiación de la enseñanza privada. Por ejemplo, de quienes repiten afirmaciones del estilo de «El dinero público, para la escuela pública», o «El que quiera enseñanza privada, que se la pague». La realidad es que en todos los países democráticos, como ya hemos dicho, es la iniciativa privada la que gestiona el espacio público de la política (si no, habría un partido público único, propio de las dictaduras). Y también son entidades privadas las que gestionan el espacio público sindical (si no, estaríamos ante los sindicatos verticales propios también de las dictaduras). Y tanto partidos políticos como sindicatos suelen recibir financiación pública, y esa financiación suele ser proporcional al número de diputados, senadores, concejales o representantes sindicales, respectivamente. Nunca esa financiación depende de la simpatía que despierten en quienes gobiernan, o según su cercanía ideológica o política al gobierno de turno. Son, o al menos deberían ser, criterios objetivos de financiación, marcados por las leyes.

¿Por qué eso es tan natural, y en cambio se ponen tantas trabas para que suceda lo mismo en la enseñanza? Lo importante no es que la educación sea pública o privada…, sino que sea buena, que haya equidad, que sea plural, que sea sostenible, que no haya adoctrinamiento. Y la misma enseñanza pública debe ser plural. Y lo que sin duda no es plural es que haya únicamente enseñanza pública, o que se discrimine abiertamente a las familias que deseen otro tipo de enseñanza.

Se entiende que los partidos políticos y los sindicatos prestan servicios esenciales, y que por eso conviene financiarlos en régimen de igualdad de oportunidades, para enriquecer la pluralidad de opciones y hacer más libre y democrática la sociedad. Pues bien, la enseñanza es también un servicio esencial, y es lógico que reciba financiación pública según sea demandada por las familias, y desde luego no según la cercanía a las ideas políticas o ideológicas de quien gobierna en cada momento.

Quienes dicen lo de que «El dinero público, para la escuela pública», ¿deberían también entonces decir que un partido o un sindicato ha de ser de titularidad pública para poder recibir dinero público? Los partidos y sindicatos son organizaciones privadas, y el hecho de que sean organizaciones privadas es algo básico para garantizar la pluralidad y la igualdad de oportunidades en democracia. De la misma manera, sin una oferta educativa plural, adaptada a los deseos reales y demostrados de las familias, el futuro de la democracia quedaría amenazado. Una educación que no fuera plural, que se impusiera a todos según un modelo único, poco a poco dejaría de ser propiamente educación para deslizarse progresivamente en diversas formas de adoctrinamiento, de la misma manera que una información que no fuera plural poco a poco derivaría en propaganda. Por eso insisto en que una educación y una información plurales son claves para la pluralidad de pensamiento y para la preservación de la democracia.

En el caso de los centros educativos católicos, hay también quien dice que eso supone que el Estado financia a la Iglesia en un país aconfesional, cuando es evidente que se subvenciona a esas escuelas (y además suele ser de modo insuficiente) solo y únicamente en la medida en que emplean ese dinero en prestar un servicio a las familias, con lo cual sería más lógico decir que se está subvencionando a esas familias, que pagan sus impuestos como todas las demás y tienen por tanto derecho a una enseñanza gratuita y plural.

Tanto las escuelas públicas como las privadas deben tender a dar satisfacción a los derechos fundamentales y a los fines educativos generales señalados por la Constitución de cada país. Unas y otras instituciones escolares deben ser convergentes y complementarias entre sí, y esto ha sido reiteradamente subrayado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

De vez en cuando se plantea el dilema de si debe pensarse en una escuela plural o mejor en una pluralidad de escuelas, pero es difícil asegurar la pluralidad si todas las escuelas gratuitas dependen de los poderes públicos. También suele plantearse si la iniciativa escolar privada debe ser subsidiaria de la escuela pública, o deben tratarse en plano de igualdad, y parece más acorde con la pluralidad que la escuela privada tenga acceso a la financiación pública cuando haya demanda suficiente, pues será siempre una garantía de la deseada pluralidad.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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El ejemplo francés en el debate sobre la subsidiariedad

Resulta muy interesante fijarse en lo sucedido en Francia en la segunda mitad del siglo XX. La Ley de relaciones entre el Estado y los centros de enseñanza privados, de 31 de diciembre de 1959, más conocida como ley Debré, se debe a Michel Debré, por entonces Primer Ministro y también Ministro de Educación Nacional. En ella se estableció inicialmente que la firma del contrato de asociación de un centro privado (algo similar a los conciertos educativos actuales en España) estaba siempre condicionada a acreditar unas necesidades de escolarización en ese lugar. Y se hablaba solo de necesidades puramente cuantitativas de demanda escolar, es decir, solo cuando la oferta de puestos escolares públicos no alcanzara a atender toda la demanda existente.

Pocos años después, en 1971, la presión social de las familias hizo que la ley se modificara para sustituir esa idea de subsidiariedad de la red privada por otra idea más acorde con los principios de equidad y pluralidad, de complementariedad entre la red pública y la red financiada con fondos públicos. Y se determinó con claridad que las necesidades de escolarización no debían referirse a necesidades simplemente cuantitativas, sino también de carácter cualitativo, es decir, que hubiera suficientes familias que demandaran ese tipo concreto de enseñanza. Este cambio consagró de modo rotundo que la elección de centro educativo por parte de los padres era un factor decisivo para programar la oferta de plazas en los centros privados que tenían suscrito ese contrato de asociación. Y una resolución del Consejo de Estado de 25 abril de 1980 aclaró aún mejor este debate entre la subsidiariedad y la complementariedad. No bastaba que hubiese suficientes plazas públicas para atender las necesidades de escolarización como motivo para negar un contrato de asociación.

Diversos gobiernos posteriores intentaron, sin éxito, retornar a la vieja idea de la ley de 1959 y situar de nuevo a la educación privada como subsidiaria de la estatal. Fueron intentos que buscaban primar la escuela estatal frente a la iniciativa social, y tuvieron en todos los casos que enfrentarse a importantes movilizaciones sociales. Por ejemplo, la Ley Nº 85-97, de enero de 1985, quiso volver a la primitiva redacción de la Ley Debré de 1959, de tal manera que los poderes públicos tuvieran manos libres para programar la enseñanza con criterios cuantitativos, es decir, sin tener que atender la demanda real de las familias. Se interpuso un recurso previo de inconstitucionalidad que el Consejo Constitucional estimó de modo indirecto, que determinó que la planificación escolar era aplicable a la enseñanza estatal pero tenía un rango secundario para los centros privados financiados con fondos públicos.

Las leyes francesas de educación inspiraron por entonces las primeras leyes españolas establecidas en la Transición. De ese modo, la Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación (LODE), de 3 de julio de 1985 , promovida por el gobierno de Felipe González, asumió finalmente esa misma dualidad de centros públicos y concertados en un régimen de complementariedad. Y lo recogió con toda claridad, en el artículo 4º de la LODE: «Los padres tienen derecho a escoger centro público o distinto de los creados por los poderes públicos». Fue la primera ley orgánica de educación del partido socialista, en fechas todavía muy próximas a la promulgación de la Constitución y en desarrollo de su artículo 27. Es una pena que, casi cuatro décadas después, olviden a veces lo que entonces comprendieron con claridad.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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