Los Juegos Olímpicos de México dejaron muchos momentos para el recuerdo, pero quizá uno de los más destacados fue la sorpresa que dio un atleta norteamericano de 21 años llamado Dick Fosbury.
Fosbury había nacido en Portland en 1947, estudiaba en la Universidad de Oregón y practicó el baloncesto y el fútbol americano antes de dedicarse al atletismo. Pronto le cautivó el salto de altura y, al ver que no lograba obtener buenos resultados mediante el procedimiento convencional, descubrió que le iba mejor saltar de espaldas al listón, pasando sucesivamente la cabeza, la espalda arqueada y las piernas flexionadas, que tenía que estirar en el último instante. Tomaba carrerilla de forma transversal y, poco antes de llegar al listón, se giraba y saltaba de espaldas. Era un estilo mucho más efectivo desde un punto de vista biomecánico, pues permitía dejar menos espacio entre el listón y el centro de gravedad del saltador, con lo que se gana altura.
Con ese estilo venció en los campeonatos de la National Collegiate Athletic Association, se clasificó para los Juegos Olímpicos y se presentó aquel memorable 20 de octubre de 1968 en el Estadio Olímpico de Ciudad de México.
Cuando el público vio a aquel chico con pantalón blanco y camiseta de tirantes azul marino dar su primer salto de una forma “tan poco natural”, la mayoría lo consideró una excentricidad. Pero al ver los resultados de los saltos siguientes, se convirtió en la gran atracción. Ya nadie prestaba atención más que a ese rubio pecoso, con una zapatilla blanca y otra negra, que acabó demostrando que su técnica era muy válida, puesto que, tras 12 saltos, logró la medalla de oro con 2,24 metros, derrotando a los grandes favoritos, su compatriota Edward Caruthers y el ruso Valentin Gavrilov.
Hasta ese momento, todos los saltadores de la historia habían aprendido la técnica de saltar hacia adelante, encogiendo todo lo posible las piernas para superar el listón: el rodillo ventral, el rodillo occidental o el estilo tijera. Pero ese día Fosbury pulverizó aquellos modos de saltar que parecían incuestionables. El debate sobre la superioridad de uno u otro estilo duró muy poco. Hoy en día todos emplean el Fosbury Flop, y su mayor eficacia está totalmente demostrada.
Dick Fosbury se retiró tras no lograr la clasificación para los Juegos Olímpicos de Múnich en 1972, pese a ser muy joven aún. Quedó claro que no era el saltador más dotado de su época, pero gracias a su innovación consiguió ser campeón olímpico y cambió para siempre la forma de entender el salto de altura. No tenía mejores cualidades para el atletismo que sus competidores, pero quizá descubrió ese estilo revolucionario precisamente por eso. Su proeza no estuvo basada en sus condiciones físicas: no era el más rápido, ni más alto, ni el más fuerte (como señalaba el famoso lema “Citius, altius, fortius” del barón Pierre de Coubertin con el que arrancaron los Juegos de 1896 en Atenas), pero fue capaz de superar a sus adversarios gracias a su perseverancia y a su pensamiento “outside the box”, a esa capacidad de pensar de manera diferente, poco convencional, desde una perspectiva nueva. Volvió a mostrar lo que todos sabemos, que muchas barreras que nos retienen se pueden sortear con mayor creatividad y mayor esfuerzo.
Pensar “outside the box” es mirar un poco más lejos y tratar de no quedarse en lo de siempre, sino ir más allá. Fosbury supo hacerlo sin rendirse cuando se reían de él por su original idea. Años después, lo explicaba así: “la popularidad actual de mi estilo es un premio maravilloso a cuanto tuve que aguantar al principio con un estilo que no gustaba a nadie. El salto de espaldas ya lo practicaba en el instituto y todos se reían de mí, considerándome un chiflado y algunos como un snob por salirme de las normas establecidas.”
La mayoría de las veces, para mejorar, basta con hacer las cosas un poco mejor de cómo se venían haciendo. Pero hay otras ocasiones en que, para mejorar, es preciso hacer algo diferente. Y a veces hay que actuar completamente al revés de como hace todo el mundo.