Si analizamos con un poco de detalle la historia de la educación de la mujer en Francia, que es uno de los países más laicistas del mundo, y en el que la religión ha estado habitualmente fuera de la escuela y con muy poca influencia en su diseño y desarrollo, podemos ver algunas cuestiones interesantes.
Habría que empezar por decir que Jean-Jacques Rousseau, una persona que tuvo una enorme influencia en la Revolución Francesa y en el posterior desarrollo de toda la pedagogía hasta nuestros días, consideraba a la mujer “débil y pasiva”, y pensaba que su formación debía reducirse a buenos modales y algunos otros aprendizajes útiles para agradar al varón. Es interesante remontarse a esos datos para saber que la desigualdad que ha sufrido la mujer está muy arraigada en la historia, en todo tipo de mentalidades y opciones ideológicas. La primera mujer bachiller en Francia no llegó hasta 1861. En la tercera República, Jules Ferry impulsó a partir de 1881 diversas leyes en las que se hablaba de hacer de las mujeres “buenas republicanas y sustraerlas de la funesta influencia de la Iglesia”. Su objetivo era el control total de la enseñanza, que entonces se declara obligatoria, gratuita y laica, pero en esos mismos textos el sesgo de género seguía siendo clamoroso:
“la escuela debe dejar a los ejercicios del cuerpo un lugar suficiente para preparar y predisponer de cualquier suerte los niños a los futuros trabajos del obrero y del soldado; las niñas a las ocupaciones de la casa y a las faenas de la mujer”.
“El trabajo manual de las niñas, además de las obras de costura y de corte, debe comprender un cierto número de lecciones, de consejos, de ejercicios, por medio de los cuales la maestra se proponga no hacer un curso regular de economía doméstica, sino más bien inspirar a las niñas por un gran número de ejemplos prácticos el amor al orden, hacerles adquirir las cualidades propias de lo que se dice mujer de su casa o mujer de gobierno y de ponerlas en guardia contra los gustos frívolos o perjudiciales” (cfr. Aureliano Abenza, “La pedagogía y la escuela en Francia, Suiza y Alemania”, 1915).
La Revolución Industrial fue también un motivo de impulso a la alfabetización de la mujer, aunque se hacía en buena medida para facilitar al mercado una mano de obra barata que estuviera un poco más cualificada.
Ya en el siglo XX, la enseñanza mixta se introdujo progresivamente, por razones prácticas y económicas, al igual que en otros países de Europa Occidental. Al principio solo en las zonas rurales, donde había poblaciones escolares reducidas que no permitían disponer de escuelas diferentes para chicos y para chicas. Se extendió luego más rápidamente cuando acabó la Segunda Guerra Mundial, a medida que el país se esforzaba en reconstruir las ciudades que los bombardeos habían arrasado y, después, cuando hubo que escolarizar el “baby boom” posterior a la guerra (Geneviève Pezeu, “Une histoire de la mixité”, 2011).
Las reformas educativas emprendidas a principios y mediados de la década de 1960 optaron por la enseñanza mixta en todos los nuevos centros de enseñanza primaria y secundaria que se construían. No se hizo invocando principios pedagógicos o de igualdad de sexos, sino por razones organizativas y económicas, ante el incremento de la población escolar en las grandes ciudades y la falta de suficientes infraestructuras educativas para acogerla. El pensamiento y la argumentación pedagógica o ideológica vinieron después. Para comprobar que la implantación de la escuela mixta es bastante anterior a esas corrientes de pensamiento, basta acudir a las fechas de las leyes de liberalización de la contracepción (1967), o de la generalización de la píldora (1975), de la gran reforma del régimen matrimonial (1965) o de la abolición del poder paternal (1970). El movimiento feminista y las reivindicaciones de igualdad vinieron después de la implantación de la educación mixta, dando a esas reformas un impulso ideológico. Por eso decía Michel Fize:
“la escuela mixta no nació por motivos pedagógicos, sino porque al aumentar la escolarización en los años sesenta no había dinero suficiente para hacer escuelas separadas. La escuela mixta fue el resultado de una restricción presupuestaria. No nació para combatir la desigualdad. Eso se argumentó luego, desde el 68 y desde el feminismo: se vinculó la escuela mixta al igualitarismo” (Michel Fize, La Vanguardia, 2004).
Tras la ley del ministro René Haby de 1975 se hizo obligatoria la enseñanza mixta en todas las escuelas públicas y en las escuelas privadas que reciben fondos públicos (Gisele Gautier, “La mixité menacée?”, 2004, p. 38). Para entonces, la enseñanza mixta estaba tan ampliamente aceptada que esos cambios apenas suscitaron reacción en la opinión pública.
La cuestión pareció olvidada hasta 2003, cuando un libro publicado por el sociólogo Michel Fize, Les pièges de la mixité scolaire (Las trampas de la educación mixta), encendió un debate nacional que dio lugar a un informe que se presentó ante el Senado francés. Fize, nada sospechoso de pasado conservador, afirmaba que no estaba nada claro que la enseñanza mixta estuviera ofreciendo igualdad de género e igualdad de oportunidades. El informe exponía algunos de los argumentos que entonces impulsaban el discurso sobre la educación single-sex en Estados Unidos, aunque no tuvo demasiada trascendencia.
Sin embargo, en mayo de 2008, sin apenas atención en la prensa ni respuesta por parte de los sindicatos de profesores, el legislador francés dio discretamente un paso inesperado, declarando que separar a los estudiantes en función del género “no es discriminatorio”, mediante una ley que permitía agrupar a los alumnos por sexo. Aquello era el resultado de la trasposición de las directivas de la Unión Europea relativas a las políticas de lucha contra la discriminación.
Más adelante, el tema volvió a ser objeto de atención, y esta vez fue la izquierda francesa quien promovió otro cambio legislativo, con ocasión de la nueva Ley de Igualdad. El Presidente François Hollande impulsó la aprobación en el mes de agosto de 2012 de la Ley n° 2012-954 por la que se trasponían diversas disposiciones del Derecho comunitario en el ámbito de la lucha contra la discriminación, y ahí se establece la validez de la educación diferenciada como modelo pedagógico y se rechaza que pueda considerarse discriminatoria.
Han surgido en estos años en Francia más voces que cuestionan que la educación mixta esté logrando la igualdad de oportunidades soñada. Voces que plantean, para sorpresa para muchos, que quizá la separación por sexos en la escuela proporciona en muchos casos un ambiente más favorable a la igualdad. Por ejemplo, Marie Duru-Bellat, profesora de la Université de Bourgogne y socióloga del Institut d’études politiques de Paris, nada sospechosa tampoco de planteamientos conservadores, hizo un interesante informe para el Instituto Científico de Investigación en Educación, titulado Ce que la mixité fait aux élèves (2010). Duru-Bellat, después de analizar minuciosamente numerosos estudios realizados en todo el mundo sobre la igualdad en las aulas, señala que está resultando muy difícil cerrar la brecha entre niños y niñas en la escuela, donde reciben cada día continuos mensajes que refuerzan los estereotipos. Sugiere que habría que fomentar que hubiera algunas horas de clase de un solo sexo, para mitigar los efectos de las asimetrías y las discriminaciones que surgen en las aulas mixtas y que nadie sabe bien cómo afrontar. En las aulas de un solo sexo, se comprueba que las niñas y los niños son más favorables a un mayor empeño académico, y se observa también que se propicia una visión menos tradicional del papel de las mujeres en la sociedad. En el aula femenina, ellas nunca tienen que soportar esas situaciones en las que se sienten fuertemente condicionadas por su apariencia física o por los tradicionales estándares y estereotipos de feminidad que impone el varón dominante. Y por su parte, ellos no se sienten obligados a demostrar su “virilidad” a costa de desatender sus estudios, ni se ven tan encorsetados en los roles de género que acaban imponiéndose con notable fuerza en el aula mixta. Duru-Bellat insiste en que esa asimetría se hace presente también fuera del aula, y con demasiada frecuencia también en la vida social entre los adultos, lo que apunta a que los comportamientos clásicos masculinos y femeninos se fraguan principalmente en las dinámicas internas de los grupos mixtos. Se da la paradoja de que
“la antigua segregación por razón de sexo ha sido durante mucho tiempo el principal motor de la dominación masculina y de la desigualdad, pero la actual mezcla no ha demostrado suficiente fuerza para contrarrestarlo” (Marie Duru-Bellat, “Ce que la mixité fait aux élèves”, 2010, pp. 208-209).