Me parece que, tanto la historia pasada como en determinados ámbitos de la experiencia actual, se encuentran casos en que la educación diferenciada puede emplearse tanto a favor de la igualdad como en contra de ella.
Quienes defendemos hoy los derechos de la educación diferenciada sabemos también que, con determinados planteamientos, puede emplearse de un modo negativo como instrumento para imponer argumentos religiosos y culturales extremistas que sirvan como pretexto insidioso para vulnerar los derechos humanos y, en concreto, para subordinar a las mujeres (Bonnie Honig, “Is Multiculturalism Bad for Women?”, 1999, pp. 35-36).
En las sociedades abiertamente patriarcales, existe el peligro de que el Estado y las familias puedan utilizar las escuelas diferenciadas para inculcar en las niñas unas ideas y costumbres directamente encaminadas a perpetuar el papel inferior de las mujeres (Mark Halstead, “Radical Feminism, Islam and the Single-Sex School Debate”, 1991). Bastantes países dominados por determinadas corrientes islamistas son un claro ejemplo de ello. Aunque teóricamente el islam reconoce a las mujeres un derecho igual a la educación, el acceso de las mujeres a la educación en las comunidades y sociedades musulmanas, tanto autocráticas como democráticas, es mucho menor que el de los hombres (Arusha Cooray y Niklas Potrafke, “Gender Inequality in Education: Political Institutions or Culture and Religion?”, 2011). Diversos estudios han demostrado que el hinduismo tiene un efecto negativo similar en el recorrido y rendimiento escolar de las mujeres (David B. Barrett, “A Comparative Survey of Churches and Religions in the Modern World”, 2001).
Por el contrario, como demuestran estudios realizados de Corea (Hyunjoon Park, “Causal Effects of Single-Sex Schools on College Entrance Exams and College Attendance: Random Assignment in Seoul High Schools”, 2012) y en Uganda (Katherine Picho y Jason M. Stephens, “Culture, context and Stereotype Threat: A Comparative Analysis of Young Ugandan Women in Coed and Single-Sex Schools”, 2012), las escuelas diferenciadas pueden ofrecer, paradójicamente para algunos, una serie de ventajas a las niñas de culturas patriarcales en las que las funciones asignadas a cada género limitan las oportunidades educativas y económicas para las mujeres. Los investigadores de ambos estudios ponen de relieve este punto concreto.
En situaciones extremas, en países por ejemplo como Nigeria, donde la preocupación por el bienestar de sus hijas plantea importantes barreras educativas a las familias de religión musulmana y de otras religiones tradicionales, las escuelas diferenciadas con profesoras pueden ser la única esperanza realista para la educación de las niñas (Jane Arnold Lincove, “Determinants of Schooling for Boys and Girls in Nigeria Under a Policy of Free Primary Education”, 2012).
Se puede citar el ejemplo aún más convincente de los países donde las fuerzas religiosas radicales se oponen ideológicamente a la educación de las mujeres a todos los efectos.
En Afganistán, por ejemplo, extremistas han llegado a rociar con ácido a niñas estudiantes (Arusha Cooray y Niklas Potratke, “Gender Inequality in Education: Political Institutions or Culture and Religion?”, 2012).
Y en Pakistán, en 2012, los talibanes trataron de matar a la niña de 14 años Malala Yousafzai por exigir públicamente acceso a la educación. Malala pronto se convirtió en un símbolo internacional de la lucha mundial en favor de la educación de las mujeres (Gayle Lemmon, “Girls Have a Right to Education in Pakistan and Afghanistan”, 2012) y fue galardonada con el Nobel de la Paz en 2014. Como acertadamente señaló una estudiante de 19 años en Peshawar (Pakistán), “es una guerra entre dos ideologías: entre la luz de la educación y la oscuridad” (Nicholas D. Kristoff, 2012).
Ese ataque, seguido de la violación en grupo de una joven en la India, así como de las agresiones sexuales cometidas contra mujeres egipcias durante las protestas de El Cairo a principios de 2013, provocaron una declaración de las Naciones Unidas intensamente debatida que denunciaba todas las formas de violencia contra las mujeres y las niñas (https://www.unwomen.org/en). Las reacciones contra esa declaración, y en particular los argumentos que expusieron los Hermanos Musulmanes de Egipto de que conduciría a la “total desintegración de la sociedad”, pusieron de relieve los papeles que la cultura, la religión y la familia desempeñan a este respecto (Patrick Kingsley, “Muslim Brotherhood Backlash Against UN Declaration on Women Rights”, 2013).
Muchos de estos países en los que se han cometido atrocidades como las que hemos señalado, han firmado acuerdos internacionales, como la Convención sobre los Derechos del Niño, que protegen teóricamente el derecho a la educación de las niñas. Dicha Convención, por ejemplo, exige que la educación prepare al niño para “asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de […] igualdad de los sexos” y que los Estados Partes implanten “enseñanza primaria obligatoria y gratuita para todos” (Convención sobre los Derechos del Niño, art. 28 y 29). Es claro que se debe ofrecer a las mujeres enseñanza en condiciones de igualdad, pero se ve que en la práctica estas declaraciones pueden tener escasa fuerza en algunos países, sobre todo en los que han firmado esos acuerdos con reservas a los artículos o las disposiciones que contravengan sus propios ordenamientos jurídicos y, en el caso de algunos de ellos, “las creencias y los valores del Islam” (L. Elizabeth Chamblee, “Note, Rhetoric or Rights? When Culture and Religion Bar Girls’ Right to Education”, 2004).