Ese riesgo sin duda existe. De hecho, han surgido voces muy autorizadas indicando que algunos de los defensores de la educación diferenciada, en su afán por remarcar esas diferencias, hacen afirmaciones bastante arriesgadas y hacen con eso un flaco servicio a este tipo de educación.
Rosemary Salomone, por ejemplo, explica que muchos de los primeros programas de educación single-sex que se pusieron en marcha en escuelas mixtas a partir del año 2006 en Estados Unidos, a raíz de la legislación que abrió el camino para poder hacerlo, se iniciaron con una insuficiente planificación o sin una visión claramente definida. Las escuelas totalmente diferenciadas podían aprovechar la experiencia de escuelas anteriores, pero con las aulas diferenciadas en escuelas mixtas se movían en un terreno menos conocido y se hicieron experiencias no siempre afortunadas (Rosemary Salomone, “Rights and wrongs in the debate over single-sex schooling”, 2013).
Los medios de comunicación no tardaron en ridiculizar algunos casos, divulgando noticias de aulas pintadas con colores diferentes o aclimatadas con temperaturas distintas en función del sexo de los estudiantes; profesores que procuraban dirigirse con firmeza a los chicos y con suavidad a las chicas; que hablaban a las niñas de tener buen carácter y a los niños de actitudes valientes; niñas que empezaban el día con música clásica y lectura y niños con ejercicio físico; niñas sentadas en espacios enmoquetados para comentar sus sentimientos porque los niveles más altos de oxitocina creaban una mayor necesidad de establecer vínculos, mientras que a los niños se les permitía moverse con más libertad en clase debido a los niveles más bajos de serotonina en sus cerebros; se enseñaba matemáticas a los niños con “juegos competitivos que utilizaran tecnología” y a las niñas con “juegos de sillas musicales matemáticas”; etc.
Todo eso, debidamente exagerado por unos, y convenientemente parodiado por otros, hizo que el “Proyecto de Derechos de las Mujeres” promovido por ACLU presentara una lista donde recogía los ejemplos más extravagantes de esos proyectos para ridiculizar todo el conjunto de la educación single-sex (ACLU, 2008). La ACLU cita sobre todos dos libros: Why Gender Matters (El género importa), de Leonard Sax, y The Boys and Girls Learn Differently. Action Guide for Teachers (Los niños y las niñas aprenden de manera diferente. Guía práctica para docentes), de Michael Gurian y Arlette Ballew.
Ambos libros contienen ideas y experiencias muy valiosas, pero quizá se sobrepasan en algunas de las consideraciones y recomendaciones que hacen acerca de las diferencias innatas entre niños y niñas, así como sobre su forma de aprender o sobre cómo hay que tratarlos. En algunos momentos parece que la biología es un destino inamovible, y es obvio también que muchas niñas y niños no encajan en esas descripciones que hacen, tan encorsetadas y tan basadas en el género. La “neurociencia de la pedagogía” que propugnan entra en terreno peligroso y compromete los logros del creciente número de escuelas single-sex.
En opinión de Rosemary Salomone, todo eso creó el clima propicio para un ataque organizado contra los programas de enseñanza diferenciada, tanto en la opinión pública como en instancias judiciales y ante las autoridades educativas. La ACLU empezó su ofensiva, con un éxito diverso. En 2010, un tribunal federal de distrito en Luisiana consideró que el programa establecido por el distrito escolar de Vermillion Parish adolecía de una “grave falta de supervisión”, así como de “importantes errores” en los datos de investigación. Pese a esas conclusiones, invocando el “interés superior” de los estudiantes, el tribunal se negó a dictar una prohibición, alegando que las autoridades escolares no habían “pretendido discriminar a ningún niño”. Sin embargo, un recurso posterior concluyó con un decreto de ratificación por el que las autoridades escolares accedían a no poner en marcha programas de enseñanza diferenciada en ninguna de las 19 escuelas del distrito durante el curso escolar 2016-2017.
El acuerdo fue esperanzador para la ACLU y sus seguidores. Pero en junio de 2011, un tribunal federal de distrito de Kentucky opinó de otro modo al examinar otro caso, pues desestimó la demanda al no encontrar pruebas de que las ofertas de educación diferenciada redundaran en una “enseñanza mixta de calidad inferior”, recordando que
“el Tribunal Supremo nunca ha considerado que la separación de los estudiantes por sexos en una escuela pública —a diferencia de la separación de los estudiantes por raza— o la oferta de una institución pública diferenciada sea per se inconstitucional” (A.N.A. ex rel. S.F.A. v. Breckinridge County Board of Education, 2011, 833).
Pese a este aparente revés, la ACLU siguió emprendiendo acciones en otras instancias judiciales y administrativas. Presionó, con éxito, a las autoridades escolares de Pittsburgh para que renunciaran a una escuela de enseñanza secundaria single-sex, amenazando con presentar una demanda basada en el Título IX contra el Departamento de Educación de los Estados Unidos si seguía adelante con el programa. Conminó al consejo escolar de Madison (Wisconsin) a que rechazara la aprobación de un centro subvencionado que tenía previsto impartir el programa de Bachillerato Internacional con clases diferenciadas por sexos. Solicitó los registros públicos de los distritos escolares de Alabama, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Florida, Virginia y Wisconsin con intención de entablar acciones judiciales.
En mayo de 2012, con el apoyo “científico” de un famoso artículo publicado en la revista Science, la ACLU puso en marcha la iniciativa “Teach Kids, Not Stereotypes” (Educar niños, no estereotipos) y anunció que las oficinas de la ACLU en Alabama, Maine, Mississippi, Virginia y Virginia Occidental estaban ejerciendo acciones legales contra los distritos escolares que se consideraba que estaban infringiendo el derecho federal y estatal («ACLU Launches “Teach Kids, Not Stereotypes” Campaign Against Single-Sex Classes Rooted in Stereotypes», 21-05-2012). La ACLU alegaba que esos distritos estaban “imponiendo a los estudiantes un entorno diferenciado, basándose en estereotipos de género nocivos y privando a los estudiantes de la igualdad de oportunidades educativas”, que varios distritos no habían informado a los padres ni a los tutores de que tenían la posibilidad de no acogerse a las clases, o que habían ofrecido clases a alumnos de un sexo y no al otro.
En varios programas, efectivamente, se describían estereotipos de género ridículos y extravagantes. El mes siguiente, la Feminist Majority Foundation (Fundación de la Mayoría Feminista), basándose en una evaluación por estados, se adhirió a la posición de la ACLU que defendía que el Departamento de Educación revocara el reglamento del Título IX revisado en 2006 y volviera al reglamento original de 1975, que permitía la “segregación por sexos únicamente con fines afirmativos encaminados a reducir la discriminación por razón de sexo en los resultados educativos deseados” (Sue Klein, “Feminist Majority Found., State of Public School Sex Segregation in the United States 2007-2010”, 2012).
La iniciativa de la ACLU suscitó reacciones viscerales y divergentes. Algunos criticaron que la organización lanzara “una auténtica jihad en todo el país contra la educación diferenciada” (Robert Knight, Washington Times, 23-05-2012). Otros alabaron su ataque estratégico, que consideraban nada menos que como una “cruzada contra los tóxicos estereotipos de género que se enseñaban en las escuelas públicas” (Rosalind C. Barnett y Caryl Rivers, “School Sex Segregation Loses Ground”, 2012). Era difícil saber si era una contienda entre los grupos defensores de las libertades civiles contra las autoridades escolares locales, o bien una lucha entre ideologías enfrentadas, o ambas cosas.
Hasta la fecha, ningún tribunal federal ha afirmado, en una resolución en cuanto al fondo, la idea de que los programas de enseñanza diferenciada constituyan por sí mismos una vulneración del Título IX ni de la Cláusula de Protección Equitativa. Por tanto, si bien la ACLU ha ganado algunas batallas menores en relación con determinados hechos concretos, parece que está perdiendo la guerra en el plano jurídico.
Los principales puntos en los que se les ha dado la razón se refieren a los casos en que las escuelas o las autoridades educativas no proporcionaban a los padres información adecuada sobre la posibilidad de no acogerse a los programas, o no ofrecían una alternativa de enseñanza mixta que fuera sustancialmente equivalente, o no evaluaban adecuadamente los efectos del sistema, o bien promovían estereotipos sexistas. La ACLU solo ha logrado un efecto amedrentador en la elaboración de programas de enseñanza single-sex. El miedo a los litigios, añadido a las cargas financieras y administrativas que suponen, ha llevado a numerosas autoridades escolares a renunciar a nuevas iniciativas o a suspender las ya existentes, pese al interés mostrado por los padres y los alumnos.
Para reforzar la batalla jurídica de la ACLU, los autores del artículo de Science crearon un grupo de promoción, el American Council for Co-Educational Schooling (Consejo Estadounidense para la Enseñanza Mixta). La misión de este grupo es difundir datos científicos y argumentos de carácter político que critiquen los programas de enseñanza diferenciada. Entre las razones políticas expuestas se dice que el sistema “promueve los estereotipos de género”, “no se ajusta de un modo adecuado a los estudiantes que no encajan en las funciones tradicionalmente atribuidas a cada sexo”, que transmite el mensaje de que “la exclusión es aceptable y la diversidad no se valora”, “no forma a los estudiantes para un liderazgo compartido en los lugares de trabajo, las familias y las comunidades adultas”, y que las aulas “diferenciadas pero iguales” nunca son realmente iguales. Son críticas siempre interesantes, y de las que sin duda se puede aprender, pero habitualmente extremas y exageradas.