El ejemplo noble
hace fáciles
los hechos más difíciles.
Goethe
Juan Antonio Granados tiene veinte años. Es el segundo de siete hermanos. Ha conocido una Congregación religiosa que inició sus pasos hace poco en España, los Discípulos de los Corazones de Jesús y de María. Hace con ellos unos ejercicios espirituales. Se plantea qué quiere Dios de su vida y no halla respuesta clara. No sabe si lo suyo es el matrimonio o el sacerdocio. Ha empezado la carrera de Ingeniero de Caminos. "En segundo de carrera estaba yo ya un tanto inquieto. Todo iba bien, pero en mi vida faltaba algo. Visito un día un convento de carmelitas con unos amigos. Estamos charlando con las hermanas en el refectorio. Una de ellas lanza una pregunta: "¿Y usted qué estudia?". "Caminos", digo. La monjita se descara: "Deje los caminos de los hombres y siga los caminos de Dios". Nos reímos todos. Cosas de monjas, pienso. Pero en el fondo había quedado herido, como si aquellas palabras me tocasen hondo. "Señor, ¿qué quieres que haga?"".
Lo habla con un sacerdote amigo, que le fue aconsejando y que le señaló el camino de la oración, de los ejercicios espirituales, de los sacramentos. "Y sobre todo hice un descubrimiento fundamental: la vocación es amistad. El Señor, frente a ti, te fascina con su presencia, ofrece más que cualquier amor o pretensión humana: compartir su intimidad, su misión, siendo su discípulo… El Señor decía: "¿A quién enviaré, quién irá, quién les hablará?… ¡Si yo tengo mis brazos clavados…!". Tras muchos regateos, tras un largo tira y afloja, aposté todo, me jugué la vida a una carta: "Heme aquí, ¿qué quieres de mi?". Órdago a la grande. Dios vio mi órdago y me lo ganó. Cierto es que Él siempre tiene un as en la manga. Fue la mejor jugada porque en verdad ganamos los dos: dos vencedores, dos amigos, un proyecto común."
Juan Antonio no quería dar a sus padres la noticia de sopetón. Pensó prepararles. La decisión la había tomado en Semana Santa y tenía todavía tiempo, unos tres meses. Un día le dice a su madre: "Mamá, lee esto, a ver qué te parece". Es un libro con las cartas del Hermano Rafael, un joven arquitecto que ingresó en la Trapa de San Isidro de Dueñas en los años treinta y que había sido beatificado recientemente. "Sobre todo esta parte". Y le señalaba dos o tres páginas en que el monje se despedía de su madre antes de marcharse de casa. ¡No hacía falta demasiada intuición femenina para entender de qué iba el asunto! Su madre se lo cuenta a su padre. Juan Antonio quiere decírselo pronto, pero su padre se le adelanta. Están los tres comiendo en casa cuando su padre le pregunta: "¿Qué va a ser de ti el año que viene?". Juan Antonio habla entonces claro: será sacerdote. Se hace un silencio. Enseguida, el padre se levanta y le dice: "¡Dame un abrazo! ".
Luego vino su hermano mayor, José. "Mi vocación la llevaba en secreto. Era mejor así. Ni siquiera mis padres lo sabían. ¿Lo sospechaban? Desde cuarto de carrera tenía tomada la decisión. Dos o tres años de discernimiento me hacían ver claro que el Señor me llamaba a una vida de consagración total. No soy de los que tuvieron una iluminación prodigiosa. La luz se fue haciendo poco a poco. Me atraía la pobreza del Señor, su llamada a dejarlo todo. Había, claro, momentos de lucha, difíciles; quería esquivar una vía que implicaba renunciar a formar una familia. La luz fue viniendo poco a poco, hasta que en cuarto de carrera no había duda: había amanecido. Llegó el último año, sexto. Tenía hechos mis planes. Mejor hablar con mis padres ya al final, hacia mayo. En agosto había pensado marchar al noviciado. Pero mi padre lo adelantó todo, porque me habló de la posibilidad de empezar a trabajar en su empresa, y tuve finalmente que decirle que ya tenía "otra oferta de trabajo". Me entendieron sin muchas explicaciones. Ellos ya tenían experiencia, mi hermano Juan Antonio les había dicho lo mismo hacía apenas un año. Tras el abrazo de rigor, mi padre reconoció, emocionado: "Ante un contrincante así, ¡qué se puede hacer!". Luego nos sentamos y les expliqué con más detalle el fraguarse de mi vocación. Mi padre permaneció un rato absorto y acordándose de Juan Antonio, pronunció unas palabras que luego se desvelarían proféticas: "¿No será una racha?".
Y efectivamente lo era. Carlos vino después. Estudiaba por aquel entonces tercero de Caminos. Había seguido más o menos la misma formación que sus hermanos. "Toda vocación es un proceso largo: el mío había comenzado tiempo atrás, pero siempre como algo que se puede aplazar, como una de esas grandes decisiones lejanas que en el correr cotidiano de la vida no inquietan. Tres hechos vinieron a turbar esa aparente calma. El primero fue la entrada de mis hermanos Juan Antonio y José en el noviciado. Su respuesta era también una llamada dirigida a mí: aquella decisión eternamente dilatable, se transformaba ahora en algo cercano y que me interpelaba directamente. El segundo fue el viaje a Manila con el Papa para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Fue en enero, en plenos exámenes parciales de tercero de Caminos. Recuerdo cómo me impresionó la llamada del Papa en la Vigilia del Luneta Park de Manila. Aquellas palabras me parecieron dirigidas a mí, eran como un fuego interior. A pesar de todo, todavía no se concretaron en nada: aquello fue un primer aldabonazo del Señor a entregarme de lleno. El golpe tercero y definitivo fueron los ejercicios espirituales en Villaescusa, en concreto la vigilia de la noche del Viernes Santo. El Señor con toda claridad me hizo ver que me quería junto a Él. Era, como ya me había anunciado mi hermano Juan Antonio años atrás, haciendo de profeta, tan claro como un elefante que se pasea por una chatarrería. Aquella luz iluminaba toda la vida pasada, dejando ver la mano del Señor en cada pequeño acontecimiento. Ahora ya no hacía falta elegir nada, yo era el que había sido elegido.
"Faltaba dar a mis padres la noticia. Una noche, en que vi que mis padres estaban aún despiertos, me acerqué a su cuarto y entré sin llamar. Mi padre leía en la cama y mi madre estaba de pie trayendo un vaso de agua de la cocina. No sabía cómo decirlo. Me miraron. Les miré. Y entonces mi madre comenzó a reírse. En fin, el caso es que comencé. Debo decir que mis padres ya eran expertos en vocaciones, con lo cual se conocían la situación. Abrazos, besos, risas de mi madre. Eran las siete de la mañana cuando me despertó la voz de mi padre. Habría pasado la noche pensando en ello (la verdad es que no elegí un buen momento para decírselo): "¿Estás seguro de lo que vas a hacer?". Luego he pensado muchas veces en estas palabras. Era la voz de mi padre, era la voz de mi madre también, era la voz de Dios que me invitaba a poner toda la seguridad en Él."
Eduardo estudiaba Arquitectura. Veía a sus hermanos abandonar el hogar y pasaba él a ocupar la "primogenitura". "Comencé a salir con una chica pero había un reducto de mi corazón que se quedaba vacío. Los últimos años de Arquitectura ya estaba haciendo un discernimiento vocacional. Fue un tiempo de muchas dudas. Esto no quitaba de mi interior la incertidumbre. Seguía enamorándome y desenamorándome. Pero, a pesar de todo, la voz interior era cada día más fuerte. Y responder a la llamada se convertía en la verdadera asignatura pendiente que yo tenía que cursar: "Dios mío, ¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres de mi vida?". Mi madre notaba durante ese año mi preocupación. Sabía que no era por los estudios sino por algo más profundo. Muchas veces se acercaba a mí para indagar. Yo sentía su apoyo. Hablaba con ella de mi falta de claridad con respecto al futuro, incluso de mis amores y desamores. Pero nunca llegué a comentarle las dudas más hondas." Es entonces cuando Eduardo conoce en la Escuela de Arquitectura al nuevo capellán, un misionero colombiano de la fraternidad Verbum Dei. Se hacen amigos. Termina yendo a unos Ejercicios espirituales de tres días que dirige este sacerdote. Allí percibe una llamada de Dios. "Recuerdo cuando les dije a mis padres, en el coche, que había pensado en ser misionero y cómo había sido todo. Mi madre lloró y calló. Lágrimas y silencio. Dijo algo así como "Ya lo sabía yo…"".
La cosa sonaba a efecto dominó: cae una ficha, luego otra, y otra… hasta la última. Luis, el pequeño, se resiste a ver así las cosas. Protesta. Insiste en que cada vocación es personal. Que no vale apropiarse de la llamada de otro. A decir verdad, si de alguien podía su madre sospechar una vocación, era de él. Fue el único que dio muestras de una llamada temprana. En el colegio se hacían encuestas para orientar en la elección de carrera. Muy pequeño debía de ser cuando le dieron aquel cuestionario en que se le hacía una pregunta clásica: "¿Qué te gustaría ser de mayor?". Luis mostró tres preferencias: ingeniero (como su padre), profesor de matemáticas y… sacerdote. Todos los niños suelen soñar con una vocación fantástica, astronauta o piloto de Fórmula Uno. La cosa no pasó de ahí. Pero Luis lo debió ir viendo cada vez más claro, y los campos de trabajo en verano, los campamentos y los ejercicios espirituales le mostraron su camino. Cuando su hermano Juan Antonio reúne a todos los hermanos en su habitación y empieza con un "tengo algo que deciros" (una frase que luego se haría célebre, a fuerza de repetirse), Luis tiene quince años y se le ponen ojos como platos porque su hermano se le ha adelantado en una vocación que él ya tenía clara. Cuando, año y pico después, su madre va al colegio a recoger las notas de Selectividad de Luis, el director le dice: "La mejor nota". A su madre le da un vuelco el corazón: "Dios mío -dejó escrito en unos recuerdos de aquellos meses-, qué cosas tienes. Salgo entre nubes, me dan ganas de saltar de alegría, de llorar. Porque él, Señor, Tú lo sabes, no necesita esa nota para la opción elegida: responder a tu llamada, seguirte. Es necesario mucho más, dejarlo todo, incluida la puntuación, la mejor, y lo que se divisa en el horizonte, para servirte en pobreza, castidad y obediencia. Pero, qué bonito, Dios mío, que sea para Ti, la mejor nota de Selectividad, que suba directa al Cielo como el sacrificio de Abel. Ayúdanos a presentarte los mejores frutos y desprendernos de ellos, ofrecértelos sin apegos, sin que nuestras manos se aferren a ellos. Gracias por todo, Señor, y también, por qué no, por la mejor nota de Selectividad, para Ti".
"Quién sabe -concluía José- el dolor que costaba aquello a mi madre, por entonces ya enferma de aquel cáncer que le costó la vida. Nunca me lo hizo ver. Si se le escapaba alguna vez, había que estar atento para percibirlo. Mi madre no pudo verme de sacerdote. Tampoco de diácono. El día de su muerte, el 3 de junio de 1998, estaba yo en Roma, estudiante de tercer año de Teología. Entre un examen de Moral y otro de Derecho Canónico, tuve que correr al aeropuerto y volar a Madrid. Tiempo después, en la primera Misa de mi sacerdocio, tuve presente especialmente a mi madre. Tampoco vivió mi madre el sacerdocio primero, el de Juan Antonio. Pero toda la historia de nuestra vocación ha sido una racha de síes que fue precedida de muchos otros síes de mis padres.
"Para nosotros, la llamada a la vida consagrada se aúna con la historia del sufrimiento de nuestra madre. Cuando diagnosticaron a mi madre aquel furioso cáncer, habíamos entrado ya los cuatro en el noviciado. No es, por tanto, que su sufrimiento nos ayudara a discernir el camino. Ocurrió, eso sí, que a su luz lo comprendimos mejor. Nuestro horizonte vocacional está vinculado radicalmente al horizonte familiar.
"En los fines de semana, cuando la familia escapaba a la casa de campo de mis abuelos, entonces mi padre, antes de la cena, tomaba un Nuevo Testamento de tapas azules y algo raídas que todavía andará por allí. Ya sabíamos el pasaje que iba a buscar y que nos hacía repetir hasta que acabamos aprendiéndolo de memoria. "Si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe… La caridad es paciente, es servicial, no se hincha…"
"Cuando en una familia se vive la gracia de una vocación al sacerdocio, tiene que ser porque antes se ha vivido otra, más radical por ser más a las raíces. En el hogar cristiano se aprende la definición verdadera del amor. La vida es al mismo tiempo un regalo y una llamada a la entrega. Está abierta por esencia a que en ella quepan otros y, por esa apertura, se hace fecunda. El derroche de alegría que esta vida produce explica otro derroche, el de la vida sacerdotal puesta al servicio de Dios y de los demás. Entender esas palabras de San Pablo, lograr que calen hondo y muestren su fuerza y su verdad, eso ha sido tarea de la familia."
Los cinco hijos varones iniciaron el camino de la entrega completa a Dios. Eduardo, un poco más adelante, vio que su camino era trabajar como arquitecto y formar una familia cristiana. Los otros cuatro se ordenaron sacerdotes, y el relato de su vocación nos trae a la memoria aquella carta de Juan Pablo II en la que habla de la figura de la madre del sacerdote: "La madre es la mujer a la cual debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado a luz en medio de los dolores de parto con los que cada mujer alumbra una nueva vida. Por la generación se establece un vínculo especial, casi sagrado, entre el ser humano y su madre. ¡Cuántos de nosotros deben también a la propia madre la vocación sacerdotal! La experiencia enseña que muchas veces la madre cultiva en el propio corazón por muchos años el deseo de la vocación sacerdotal para el hijo y la obtiene orando con insistente confianza y profunda humildad. Así, sin imponer la propia voluntad, ella favorece, con la eficacia típica de la fe, el inicio de la aspiración al sacerdocio en el alma de su hijo, aspiración que dará fruto en el momento oportuno."