La condena de Galileo por un tribunal de la Inquisición en 1633 fue un episodio bastante lamentable, que puede entenderse un poco mejor intentando comprender la mentalidad de la época y los intereses que se crearon en torno a la figura de este eminente astrónomo, filósofo, matemático y físico del Renacimiento.
Había por entonces una situación de transición en el campo de los conocimientos astronómicos. Galileo defendía la teoría heliocéntrica de Copérnico (que situaba el Sol, y no a la Tierra, en el centro del Universo). Era una hipótesis que aún no había sido oficialmente reconocida por los científicos de la época, por lo que Galileo no solo se enfrentó a la Iglesia, sino también a la comunidad científica de su tiempo.
Ciertos teólogos de aquella época, herederos de la concepción unitaria del mundo que se impuso por entonces, no supieron interpretar el significado profundo, no literal, de las Sagradas Escrituras cuando describen la estructura física del universo creado. Ese error les llevó a trasponer de forma indebida una cuestión de observación experimental al ámbito de la fe, y viceversa.
Quizá ahí estuvo la principal raíz del error. Tanto Galileo como sus jueces coincidían en su respeto y veneración por las Sagradas Escrituras. Quizá algo parecido a lo que sucede hoy con el concepto de la igualdad entre los sexos, querida y deseada por todos. Pero Galileo insistía en que el respeto y veneración por las escrituras no implicaba en absoluto y menos directamente que la tierra fuera el centro del universo. Galileo se sumaba a las tesis de Copérnico y se desmarcaba del geocentrismo de Ptolomeo. Y presentaba pruebas experimentales bastante contundentes (unas se demostraron luego erróneas, como la basada en el movimiento de las mareas, pero otras resultaron acertadas, como las basadas en la rotación de las manchas solares).
En todo caso, el tiempo y los avances científicos darían la razón a Galileo. ¿Dónde estuvo el error de su tribunal? En empeñarse en una peculiar interpretación (equivocada, demasiado literal) de algunos pasajes de las Sagradas Escrituras que daban a entender que el Sol debía girar alrededor de la Tierra.
Esas autoridades eclesiásticas se empeñaban en imponer una idea que creían consecuencia inmediata de una verdad aceptada por todos (las Sagradas Escrituras), en contra de la evidencia experimental. Creo que ahora sucede algo parecido en la lucha contra la educación diferenciada: algunos, que quizá se parecen demasiado a esos viejos inquisidores, se empeñan en que la igualdad implica necesariamente clases mixtas (también en contra de bastantes evidencias experimentales), y quien no se someta a sus dictados será víctima inmediata de su brazo secular, en forma de leyes y sentencias que caerán con toda contundencia sobre cualquiera que se atreva a disentir de sus dogmas.
Por eso pienso que no se trata de imponer como un dogma ni una cosa ni la otra. No puede imponerse que la educación mixta sea mejor que la diferenciada, ni viceversa. Habrá y alumnos y alumnas a los que les vendrá mejor la educación mixta, y a otros la separada. No es progresista imponer un modelo único, sobre todo cuando además de ir contra el derecho y contra la libertad, va también contra resultados educativos bien patentes. Pero, sobre todo, no es honesto forzar los resultados de la ciencia para acomodarlos a conclusiones que se han fijado previamente: hay que estar abiertos a lo que dicen los resultados experimentales, analizarlos con seriedad y estar dispuesto a modificar nuestras ideas si resultan realmente cuestionadas.
Urge abandonar los tópicos, las descalificaciones y las afirmaciones dogmáticas. Es preciso hacer verdadera investigación sobre qué es mejor para cada alumno o alumna, y abrir un debate serio en el que todos reciban información de calidad y puedan decidir qué educación es la mejor para sus hijos.