La grandeza de un hombre
está en saber reconocer
su propia pequeñez.
Blas Pascal
Aún faltan unas horas para que amanezca. Un hombre pasea por la orilla de la playa, contemplando el mar. Se llama Justino y es famoso en muchos círculos intelectuales de aquella Roma del siglo II. No tarda en descubrir a otra persona, en este lugar ahora desierto: es un anciano. El intelectual se pregunta qué puede hacer aquí a estas horas, pero no dice nada. Solo lo mira, sorprendido.
El anciano percibe su desconcierto y se dirige a él. Le explica que espera a unos familiares que están navegando. La conversación prosigue. El intelectual opina sobre cualquier tema: cultura, política, religión. Le gusta hablar. El anciano sabe escuchar y he aquí que, cuando interviene, lo hace con mesura y sensatez. Tal vez, en otra ocasión, el intelectual hubiera ironizado o dado por terminado el diálogo. Sin embargo, la claridad de ideas del anciano le desarma. El intelectual no comparte algunas de esas ideas, pero reconoce que tienen mucho en común con las suyas. Al final, el anciano le desvela que es cristiano. Justino empieza a ver con simpatía la fe sencilla de aquel anciano. Pasan las horas. Se despiden. Nunca se volverán a ver.
El intelectual no olvidará este encuentro. Meses después, comprenderá que solo aquellas palabras del anciano parecen dar razón de sus ansias de verdad. Eran ideas que estaban transformando su vida y que provenían de la fe cristiana. Un encuentro fortuito le había acercado a la fe, abriéndole un horizonte más amplio que el que le presentaban todas sus creencias anteriores. Al poco tiempo, Justino, el gran filósofo, recibirá el bautismo y se convertirá en uno de los más grandes apologistas de la fe.
Los padres de Justino eran paganos y le habían dado una excelente educación, instruyéndole esmeradamente en filosofía, literatura e historia. Había frecuentado las escuelas estoica, aristotélica, pitagórica y platónica. Era un gran buscador de la verdad, y el encuentro con aquel anciano determinó su conversión y su dedicación al servicio de Dios. Tenía en aquel momento unos treinta años. Permaneció desde entonces laico y célibe, y en adelante, ataviado con las vestimentas características de los filósofos, recorrió numerosos países debatiendo con todos acerca de la fe cristiana, hasta su martirio en el año 165.
Dios sale al encuentro de cada persona de una manera distinta. En el caso de Justino, fue mediante el ejemplo de los mártires y con esa conversación de madrugada con aquel anciano. Otras veces, se presenta a través de unos signos externos muy claros. Por ejemplo, a algunos personajes del Antiguo Testamento les reveló su voluntad mediante una visión o una teofanía. Moisés vio la zarza ardiendo. Un ángel purificó los labios de Isaías mientras se escuchaba la voz de Dios. Y Ezequiel contempló un torbellino de viento y una gran nube, y un fuego que se revolvía dentro, con un resplandor, y en medio del fuego una figura en ámbar. Pero no todos podemos pedir algo así para conocer la voluntad de Dios.
-No estaría mal, de todas formas.
Tampoco te creas que sus efectos serían siempre fulminantes. Si no estamos bien dispuestos, aunque se nos apareciera un ángel, no estaría asegurada nuestra correspondencia. En el Evangelio se lee que a Zacarías, el padre de Juan Bautista, se le apareció un ángel, y le dijo que sus peticiones habían sido escuchadas, pero Zacarías no se conformó con eso y pidió una prueba de que aquello se cumpliría: “¿Quién me podrá certificar a mí eso?”. Y no debió agradar mucho a Dios, porque el ángel le transmitió esa certificación en forma de castigo a su falta de fe: “Desde ahora quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, por cuanto no has creído a mis palabras, que se cumplirán a su tiempo”.
Solo muy raramente Dios manifiesta sus llamadas personales con signos externos. No podemos esperar de los cielos un acta notarial, un llamamiento en toda regla por parte de la divinidad. Eso sería una ingenua tendencia a lo fantástico, cuando lo habitual es que Dios nos hable a través del silencio interior, cuando hay un clima de suficiente recogimiento y facilitamos el encuentro con Él en la oración.
-Pero al final, la pregunta clave, y difícil de contestar, es: ¿tengo vocación o no?
Esa no es la pregunta más importante. La pregunta decisiva es: ¿cuál es la vocación que yo tengo? Dios tiene un plan para todos, para cada uno. La vocación no es algo que tienen algunos, sino todos. Todos los cristianos estamos llamados a la santidad, es decir, al encuentro con Dios, a seguir a Jesucristo. Hay vocaciones que comprometen más, que son más exigentes. Y quizá las más exigentes son las que presentan un mayor atractivo para un alma joven, aunque también den un poco de miedo. No se trata de ver qué es lo mejor, o lo más difícil, sino lo que quiere Dios de mí. Para ti, lo mejor es lo que Dios quiera de ti. Y para mí, lo que quiera de mí.
Así lo explicaba Benedicto XVI, en Basílica de Santa Ana de Altötting: “Bajo la mirada de santa Ana maduró la vocación de María, la más grande de la historia de la salvación. María recibió su vocación a través del anuncio del ángel. El ángel no entra de modo visible en nuestra habitación, pero el Señor tiene también un plan para cada uno de nosotros, nos llama por nuestro nombre. Por tanto, a nosotros nos toca escuchar, percibir su llamada, ser valientes y fieles para seguirlo, de modo que, al final, nos considere siervos fieles que han aprovechado bien los dones que se nos han concedido.”
Hay que pedir luz a Dios, hacer oración, rogarle que nos haga ver con más claridad qué quiere de nosotros. Normalmente no lo hará por medios excepcionales, como a San Pablo camino de Damasco, sino que nos deja una cierta penumbra, quizá para no forzar nuestra libertad, para dejarnos más iniciativa personal.
-¿Y cómo se puede tener certeza de una vocación?
De la vocación se puede tener la certeza propia del hombre, que no es absoluta y completa. Pero se puede llegar a tener una certeza muy grande, aunque esto normalmente no viene hasta un tiempo después de haber respondido que sí a lo que hemos pensado que es nuestro camino. Esa certeza llega cuando ha transcurrido un tiempo, y comprobamos que ese camino llena nuestra alma, y se alcanzan entonces grados muy altos de seguridad.
Por eso, en todas las instituciones de la Iglesia hay unos periodos de prueba, en los que cada candidato confirma o descarta la vocación que al solicitar la admisión ha pensado que tenía. En ese sentido, cabría decir que la plena certeza de la vocación solo se tiene cuando se ha respondido, pues lo habitual es que ese convencimiento vaya creciendo a medida que se avanza con generosidad en el proceso vocacional. Sucede algo parecido en el camino hacia el matrimonio: la certeza de haber acertado no se alcanza hasta un tiempo después de iniciar el noviazgo, cuando ha pasado un tiempo desde que hemos respondido afirmativamente y se comprueba que hay una sintonía y un convencimiento grandes, y confirmamos así que Dios quiere ese camino para nosotros.
-¿Y cómo percibir con claridad eso de que lo más grande que puede pasarle en la vida a una persona es entregarse por completo a Dios?
Para comprenderlo así hay que enmarcar nuestra vida en un contexto amplio, en el que esté bien presente Dios. Debemos pensar en el sentido de la vida humana, en que nuestra vida está limitada en el tiempo, y en que ese tiempo pasa cada vez más deprisa. La vida es estupenda, pero es tan solo un preámbulo de la vida eterna. Por eso vale la pena seguir un camino que nos lleve más directamente a la meta. Seguir a Dios vale siempre la pena.
Cuando vamos al encuentro de ese proyecto que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros, no hacemos un favor a Dios. Al contrario, cada vocación es una muestra de la misericordia de Dios con el hombre. Nos llama a construir en nosotros la mejor vida de las posibles, la vida a la que estamos llamados, para la que mejor estamos preparados, en la que seremos más felices.
-Pero eso de entregarse por completo a Dios siempre da un poco de miedo.
Puede ser miedo, o bien inseguridad, o incertidumbre. La misma fe siempre tiene algo de salto en el vacío, y por tanto, con la vocación sucede algo parecido.
-¿Y no es perder un poco la libertad?
Cualquier acto de entrega supone perder libertad, y el amor siempre supone entrega, y lo natural es entregarse a lo que uno ama, pues de lo contrario la vida queda vacía. La mejor libertad es la que se emplea para seguir la voluntad de Dios. Cuanto más grande sea el bien que se elige (y en este caso sería elegir a Dios), mayor y más noble será el empleo que hacemos de nuestra libertad.
Dejarse guiar por Dios no es perder libertad, sino emplearla del mejor modo posible. Suele ser una decisión en la que intervienen muchos elementos, a través de los cuales Dios nos habla, y hacen que un buen día pasemos de decir que no a decir que sí. Y no siempre con un proceso predominantemente racional. O, mejor dicho, son razones que Dios pone en nuestra cabeza pero también en nuestro corazón.
-Entregarse a Dios supone siempre una renuncia, y eso hace que a muchos les cueste dar ese paso, porque todos queremos pasarlo bien y disfrutar de la vida.
Pasarlo bien de verdad depende de estar cerca de Dios. La vocación supone una elección personal de Dios a cada uno de nosotros. No elegimos nosotros, sino que elige Dios. Y ese designio suyo determina el camino que cada uno debe recorrer para alcanzar el Cielo y para ser feliz en la tierra. Hacer la voluntad de Dios es la mejor garantía para pasarlo bien en la vida, tanto en la vida de la tierra como en la del Cielo.
-¿Y a la hora de pensar si Dios nos llama en una institución o en otra, importa el hecho de que sea una institución más boyante o menos?
Pienso que no. En cuestiones de hacer la voluntad de Dios, no importa el número, sino que seamos los que Dios quiera que seamos. Da igual que sea una institución a la que lleguen numerosas vocaciones y consideremos boyante o de moda, o bien una institución en momentos difíciles y que apenas tiene vocaciones.
-¿Y el hecho de tener ilusión por casarse y formar una familia, es motivo para pensar que no estamos llamados al celibato?
Tener ilusión por casarse y formar una familia es una ilusión propia de toda persona normal. Si la vocación fuera sobre todo cuestión de gusto, todo el mundo tendría vocación al matrimonio (y no sé si quizá -perdona la broma- muchos tendrían vocación a no trabajar, o a ser unos frescos). Me parece que la clave no está en lo que a uno más le apetece, pues hay muchas cosas que hacemos cada día que no nos apetecen demasiado pero que, sin embargo, sabemos que debemos hacer, y las hacemos, nos producen una satisfacción, nos hacen felices y nos hacen cumplir la voluntad de Dios.
El hecho de que a alguien le diviertan mucho los niños, o sea especialmente sensible al calor humano de la familia, o sueñe con un amor humano dichoso, indica que es una persona normal con una buena educación afectiva. Todo corazón bien formado experimenta ese deseo natural. Basta recordar que a Jesucristo le gustaban los niños, y el calor de la vida familiar, pero vivió célibe.
El celibato no es para quienes no se sientan atraídos por la vida matrimonial, ni para quienes se sienten especialmente fuertes a la hora de vivir la castidad. No es tampoco para corazones fríos o poco capaces de querer. Tener corazón grande no solo no es una dificultad, sino que es esencial para quien sirve a Dios en celibato. Solo el que sabe enamorarse de verdad es capaz de una entrega plena.