Era una cena normal, de una familia aparentemente normal. El hijo pequeño, de dos años, se movía por el comedor jugando en su mundo alegre e imaginario. El hijo mayor, de cuatro, cenaba distraído haciendo figuras geométricas con la comida, jugaba a cuchillo y tenedor. De fondo, el telediario nocturno emitía noticias que quizás herirían la sensibilidad de nuestros abuelos: muertes por causas étnicas y religiosas se mezclaban con disputas y guerras sin sentido. Las noticias demostraban una vez más el axioma de que “el sentido común es el menos común de los sentidos”.
La mamá y el papá cenaban en silencio. Tenían que estar pendientes de tantas cosas: que la imaginación del pequeño no le causara una caída, que la geometría del mayor no derramara un vaso, que las obscenidades de las noticias pasaran desapercibidas para los menores, que sus problemas cotidianos no invadieran la intimidad familiar y, por qué no decirlo, también tenían que estar pendientes de ellos mismos. Los gritos de los niños y los bustos parlantes televisivos ocupaban un silencio que podría haberse cortado con un cuchillo.
Pendiente de todo, la mujer miraba de reojo a su marido. Éste, distraído y absorto, cenaba como un pajarito encerrado en su jaula.
Finalmente, la mujer, consciente de que se acercaba la fecha del próximo control, le pone la mano en la pierna y le dice: no te preocupes, todo saldrá bien. No es el primero ni el último control que te hacen. Te encuentras bien. Confía en Dios. El hombre mira a su mujer y fuerza una sonrisa de agradecimiento. Le coge la mano, se la aprieta, la mira a los ojos y le habla, lenta y pausadamente, para no distraer a los pequeños artistas. Sabes, hoy han sacado un titular en EL PAÍS en el que una investigadora afirma: “…Quizás el cáncer dice que nos diseñaron para vivir menos tiempo”, y en el texto también dice que “cuanto más avanzada es la edad, menos avanzan los tumores” (EL PAÍS, 23, Revista de Agosto).
La mujer aprieta la mano de su marido y se dice para sí misma, qué sensibilidad que tienen estos científicos cuando hablan para la prensa. El marido la mira a los ojos y sigue hablando: “No creas, también dice: “…sigue siendo inhumano que la gente muera de cáncer” y que “debería ser una prioridad”. Y añade: “…ver a una persona enferma tanto tiempo y no poder hacer nada quiere decir que no sabemos hacer nada”. Llegados a este punto de la conversación conyugal, el marido mira a su mujer y repite para sí mismo despacio y de forma vehemente: están equivocados, todos pueden hacer algo, pueden hacer mucho, pero nadie quiere hacer nada. Llevamos el fantasma de la muerte encima y no podemos zafarnos de él.
El matrimonio calla con prudencia para no alertar a sus hijos. Han decidido preservar la felicidad familiar y no hablar de la enfermedad de papá a los niños hasta que ésta sea inevitable. El papá baja la cabeza hacia el plato. Se le dispara el pensamiento y se pone taquipsíquico. Recuerda los paseos en el posoperatorio inmediato, calle arriba calle abajo, atrapados los cuatro en la soledad de una ciudad vacía de personas en el mes de agosto y preguntándose a sí mismo: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora? Se acuerda de las personas que decían que eran amigas y cómo desaparecieron, unas silenciosamente, otras bruscamente. El cáncer aparece como la modernización de la peste. Nada cambia, todo se moderniza, hasta las guerras étnicas. Se acuerda de las amistades que reaparecieron. El cáncer te enseña quién es quién en tu vida, el verdadero valor de las personas que forman eso que se llama el entorno. Piensa en las pocas veces que ha oído un ¿cómo estás?, ¿cómo te encuentras? De lo duro que resulta ser padre, enfermo, joven y médico. La de veces que ha escuchado: tú no tendrás problemas siendo médico, o, al fin y al cabo, tú tienes suerte, a los sanos no nos hacen tantas pruebas. Se acuerda de ese estudio que codirigió sobre pacientes oncológicos en el que la mayor parte de los participantes se sentían estigmatizados y veían su cáncer como un tema tabú.
Lamentablemente, interesa más la telomerasa que la estigmatización de los pacientes, la investigación genética es más sexy que la social. Hablemos del futuro y olvidemos el presente, ésta es la estrategia. Piensa con intensidad. Ve a sus hijos ajenos a las obscenidades de las noticias. Él cuenta su supervivencia no en meses ni en años, sino en kilos y centímetros. Ahora es de 14 kilos y 94 centímetros, lo que pesa y mide su hijo pequeño, nacido el mismo mes de su operación. Insiste, ¡sí que se puede hacer algo por los pacientes con cáncer!: cuidarles, dejar que expresen sus emociones, no ofrecerles falsas esperanzas y, sobre todo, quererles y no abandonarles. Ellos necesitan que los quieran, no que les recuerden que no se puede hacer nada y que la situación pinta mal. Y desde luego, sí se puede hacer algo por ellos y mucho, pero ¿a quién le interesa hablar de esto? El papá sigue pensando rápido. El cáncer no se cura. Uno puede vivir más o menos años, con mejor o peor calidad de vida. Hasta se pueden ganar cinco tours de Francia seguidos con la enfermedad, pero mientras hayan controles periódicos y cada una de las vacaciones familiares se viva como si pudiera ser la última, el cáncer existe.
Llegados a este punto de su pensamiento, cae derrotado. Las lágrimas empiezan a brotar sobre sus mejillas y de forma instintiva se tapa los ojos con las manos para que sus hijos no le vean llorar. La mamá, reteniéndose como puede, le coge la mano, la aprieta con fuerza y le dice con convicción: no sufras más, todo saldrá bien.
El hijo mayor deja la geometría por unos instantes, busca la mirada de su mamá y le pregunta: “Mamá, ¿por qué papá se tapa los ojos cuando llora?”. Ella cuenta hasta tres y no dice lo que piensa. Es un niño muy pequeño aún para oír: papá se tapa los ojos para no ver cómo quizás a las personas como él nadie en esta sociedad les mira. En lugar de eso, coge discreta y delicadamente a los niños y se los lleva a la cocina. Hoy habrá ración doble de helado para postre. Os habéis portado muy bien.
Esta historia es real, pero ¿a alguien le interesa de verdad saber quién es el papá de esta historia? Pues, lamentablemente, hay muchos casos como el suyo, perdón, como el mío.