Los problemas con los que me voy a enfrentar en esta breve intervención se inscriben en el ámbito más amplio de la crisis de integración social que padecen los actuales países democráticos de nuestro entorno. Junto a una cierta satisfacción con las libertades públicas y el progreso económico, experimentan estas sociedades fenómenos de disidencia, marginación, paro, violencia e, incluso, terrorismo, que provocan el generalizado sentimiento de que “algo no marcha”. Y eso que no acaba de ir bien se manifiesta con especiales relieves en el campo de la educación de las generaciones jóvenes.
Tiempo de efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia constituye un tramo clave en la formación de la personalidad, no sólo porque en él tienen lugar fuertes traumas que condicionan a veces el curso de la vida, sino sobre todo por que es el momento en el que comienzan a despuntar los ideales que muchas veces impulsarán el resto de la existencia individual. Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal vislumbrado en la edad juvenil y realizado en la madurez.
Todos los conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del yo, de la autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más característicos de la primera juventud . Al tiempo que consideran que el normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad desemboca en el descubrimiento de la alteridad, de la realidad de esos otros que también pueden decir “yo”, así como de un entorno más amplio que el familiar o escolar: un ámbito que cabe denominar social y, en un sentido más estricto, ciudadano o cívico.
Pues bien, la integración en ese territorio de más dilatados horizontes se ha problematizado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los años sesenta. La conciencia del “yo” individual se ha exacerbado o, al menos, descompensado en toda una generación, a la que se ha denominado precisamente la me generation o “generación del yo”.
De la fiebre del sábado noche a la movida Pero la crisis histórica cuya fecha de partida convencional es mayo del 68 ha adquirido una importancia mucho mayor de la que habitualmente se le concede. Han desaparecido, en buena parte, los fenómenos más clamorosos de la revuelta estudiantil de aquellos años. Los jóvenes, se dice, ya no son revolucionarios: presentan más bien rasgos de conformismo acrítico y de consumismo desbocado. Pero sigue presente la resistencia a integrarse en un tipo de sociedad que ya no consideran como suya y también permanece el individualismo que les lleva a desconfiar de la presunta capacidad de acogida de una sociedad cuya dureza materialista les desagrada profundamente. Por eso, como ha dicho Lustiger, “los jóvenes acampan fuera de la ciudad”. Si antes se entregaban a la “fiebre del sábado noche”, hoy la “movida”, que se prolonga hasta bien entrada la mañana, triunfa también en la noche del viernes y comienza a extenderse hasta el mismísimo jueves.
¿Por qué los jóvenes prefieren la noche tardía, la madrugada incluso? Quizá porque ése es un tiempo vacío, libre, no sometido a los convencionalismos de una sociedad aburguesada, con la que no se sienten identificados. Si acaban por integrarse en ella, a edad más tardía cada vez, lo harán en muchos casos sin grandes ilusiones, con planteamientos que seguirán siendo individualistas, y que raramente incluyen proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o político.
A mi juicio, ninguno de estos fenómenos es casual o pasajero. Responden a la quiebra de todo un modelo social propio del capitalismo tardío, al que se suele llamar “Estado del Bienestar”. Lo característico de este paradigma es el dominio unilateral de los factores políticos, económicos y mediáticos que configuran lo que los sociólogos denominan “tecnosistema” o “tecnoestructura”. Se trata de una imbricación entre Estado, mercado y medios de comunicación social, en la que los medios de intercambio simbólico son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Por consiguiente, lo característico de tal configuración social es que las transacciones decisivas se producen entre poder y dinero, dinero e influencia, influencia y poder.
Se trata de intercambios anónimos y, a veces, opacos. De manera que la corrupción generalizada que afecta a los países del entorno -también a España, aunque afortunadamente aquí ya empiecen a estar lejanos los peores años de este fenómeno- no es una especie de desajuste o trastorno pasajero, sino que está posibilitada y no pocas veces casi exigida por la propia estructuración social.
No es extraño que de manera más habitual que consciente los jóvenes, que comienzan desde temprana edad a descubrir la índole descarnada y cínica de ese entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en lugar de esperar) su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas que, a comienzos del siglo XX, el sociólogo alemán Max Weber anticipó que secan “especialistas sin alma, vividores sin corazón”.
A los jóvenes les faltan maestros Pero enseguida habría que preguntarse si la vigencia de este modelo social imperante es fatal, sin alternativa posible. Y mi respuesta es, desde luego, negativa. No solamente es deseable que esa configuración de la sociedad industrial moderna dé paso a comunidades de vida más humanas y solidarias. Es que ese tránsito, aunque de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos últimas décadas. Al cambio de mentalidad que este paso supone lo denominé en su momento “nueva sensibilidad” y, en los aspectos sociales que ahora nos ocupan, lo denomino “humanismo cívico”.
El humanismo cívico que propugno se caracteriza porque, frente al modelo técnico y anónimo de una sociedad de masas, propugna la revitalización de las comunidades ciudadanas y la activa participación en la esfera pública. Es una nueva cultura de la responsabilidad cívica, que se opone tanto al estatismo agobiante como al economicismo consumista, pero que también rechaza el narcisismo individual, el cual lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de lo que antes se llamaba “bien común” y hoy se denomina –con menor fortuna– “interés general”.En mi opinión, toda propuesta de formación cívica de las generaciones jóvenes se ha de plantear desde una visión del hombre y de la sociedad en la que se valore –por encima del dinero, del poder y de la influencia– la dignidad intocable de la persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones sociales y políticas que a todos nos afectan, y que comprometen el futuro de esas vitalidades que se estrenan en la vertiente nueva de la juventud. Las personalidades jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente desasistidas en lo que concierne a esa preparación ética y cultural que podría capacitarles, no tanto para integrarse en un tinglado mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración social y de perfeccionamiento humano. A los jóvenes actuales les faltan auténticos maestros.
Aprender el oficio de la ciudadanía Lo primero que habría que decir de la formación ciudadana es que no consiste en una información teórica que hubiera que impartir en unas clases determinadas del curriculum escolar. Se trata de aprender el oficio de la ciudadanía. Porque, efectivamente, la ciudadanía es una especie de saber artesanal, hecho de capacidades de diálogo, de mutua comprensión, de interés por los asuntos públicos y de prudencia a la hora de tomar decisiones. Se trata de un conocimiento práctico que sólo se puede adquirir en comunidades vitales cercanas a las personas mismas, como son la familia, el colegio, la parroquia, o la Universidad. El aprendiz de ciudadano se integrará realmente en tales comunidades si descubre que en ellas hay unas prácticas que apuntan a lo bueno y lo mejor, si vislumbra que son grupos armónicos y abiertos que valoran a las personas por sí mismas y que tienen finalidades de mejora ética y social.
Dicho de otro modo, la educación cívica sólo se logra cuando la joven o el joven se inserta en un ethos, es decir, en una ambiente fértil, moralmente denso, humanamente acogedor, que abra caminos para la autorrealización y sea capaz de suscitar el entusiasmo en quienes tienen la vida por delante. El ethos es la síntesis de bienes, virtudes y normas que se entrelazan para configurar un “estilo de vida”, una cultura, un modo panorámico de percibir el entorno social y el mundo físico. No es un conjunto de reglas de comportamiento ni un artilugio pedagógico más o menos sofisticado. El ethos es vida: es como el poso y el peso que se va depositando cuando se vive intensamente de acuerdo con una convicciones que superan con mucho las convenciones típicas de la sociedad burguesa, en la que lo más importante es “guardar las apariencias”.
La sociedad del espectáculo Según ha dicho recientemente Ratzinger, la realidad hace superflua la apariencia. Y esto adquiere una importancia crucial en una sociedad poblada de simulacros, como es la “sociedad del espectáculo” en que vivimos. En la sociedad como espectáculo lo que se valora es el brillo, es decir, la prestada claridad, el reflejarse y el resbalar de las luces artificiales por la superficie de objetos niquelados. En cambio, una sociedad que vive a fondo de su ética y de su cultura no valora el brillo, sino el resplandor, la luminosidad que brota del alma al rostro, la impronta exterior de una vida interna rica y cultivada. El brillo es artificial, aparente y superficial; el resplandor es natural, real y hondamente humano.
Si se puede decir que hoy estamos maleducando a toda una generación, desde el punto de vista cívico, es porque les enseñamos a que valoren el brillo y ni siquiera aprecien el resplandor. Les estamos induciendo a que piensen de acuerdo con la razón instrumental y no les dejamos sosiego ni libertad para que se esfuercen en ejercitar la inteligencia meditativa. Recapacitemos por un momento en el tipo dominante de mensajes que reciben hoy las chicas y los chicos. Tanto la familia como la escuela y los medios de comunicación les impulsan, sobre todo, a valorar el éxito individual, sin advertir que, como dice Leonardo Polo, “todo éxito es prematuro”. En cambio, se les disuade de embarcarse en empresas que les comprometan a servir a los demás, y que no estén encaminadas a triunfar rápidamente, sino a alcanzar una vida lograda desde la perspectiva ética, que es la única que ofrece valores absolutos.
Poder decir tonterías en cinco idiomas La propia enseñanza reglada pone todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo, de “aprender a aprender”. Pero se deja sin contestación –o ni siquiera se formula– la pregunta clave: “¿aprender, qué? Los contenidos son lo de menos, se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de datos. Lo importante es que estos jóvenes, llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas tecnologías informáticas y telemáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero. Tan vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos de T. S. Eliot en los coros de La roca:¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos ha perdido en información?Como decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del cosmopolita Salvador de Madariaga, “es capaz de decir tonterías en cinco idiomas”. Pensemos un momento, por favor, en el enorme esfuerzo y la gran cantidad de dinero que se pone en que los muchachos y las chicas españoles aprendan a malhablar el inglés, la lingua franca del siglo XXI. Si recala uno durante el verano en los aeropuertos de Londres, Dublín, Nueva York o Chicago, le parecerá que se ha trasladado como por arte de magia al patio de un colegio de Madrid, Bilbao o Jerez de la Frontera o, peor aún, a algún pub o discoteca para españolitos menores de edad. Si, como el avión de Iberia se retrasa, entabla uno conversación con esos jóvenes, no dará crédito al conjunto de vulgaridades y tópicos que han sido capaces de recolectar durante ese mes carísimo transcurrido en alguna población de lengua inglesa. No se les pregunte por la política de Tony Blair, el problema del Ulster o la economía americana, porque sencillamente son temas que ignoran. Eso sí, están completamente “al loro” de lo último en música pop y en marcas de zapatillas deportivas, vaqueros o cazadoras. Ni uno solo ha leído un libro, en cualquier idioma, durante esas semanas, y desde luego tienen otros proyectos más interesantes para el resto de las vacaciones de verano.
Informática e inglés, como preparación para estudiar empresariales o ingeniería, y conseguir así una buena posición económica. En esto se agota el panorama cultural y social que se suele abrir ante las prometedoras inteligencias, potencialmente infinitas, de quienes pronto tomarán el relevo en la dirección de la cosa pública y de las empresas privadas. ¿Que se hizo del frondoso árbol de las ciencias? ¿Dónde quedan las humanidades clásicas y los grandes libros? ¿Qué fue de los ideales para cambiar el mundo que germinan en la primera juventud? Se ignora: no saben, no responden. Sobre base tan somera es inviable que se desarrolle una formación ciudadana, reducida hoy a ser una pintoresca línea transversal de la ESO.
La marginación de las disciplinas más formativas El humus, la tierra fértil, donde podrían asomar los primeros brotes de un humanismo cívico, es precisamente el cultivo de las Humanidades, es decir, de la Historia, la Filosofía, la Literatura, el Arte, las Lenguas Clásicas. Tan maltratadas están que incluso algunos políticos se han dado cuenta del tremendo error que se está cometiendo al marginar las disciplinas más formativas de los programas de estudio, tanto en la Enseñanza primaria y secundaria como en la Universidad. Pero ya se ha visto a lo que ha conducido la vampirización política de un tema tan serio, de cuyo recuerdo sólo quedan las lágrimas de la valiente Ministra de Educación, cuando rechazaron su interesante proyecto en un Congreso de los Diputados donde el “Marca” parece ser la lectura de mayor consumo.
Se ha empezado a notar qué sucede cuando una chica o un chico conocen perfectamente su “entorno”, dominan la vida de los héroes locales, hablan de corrido el bable asturiano, utilizan la jerga de la semiótica y la teoría de conjuntos, pero no saben nada de historia universal, Shakespeare no les suena, ni siquiera en inglés, y cuando se les pregunta qué significa cogito, ergo sum y quién pronunció tan famosa frase, responden: “Me han cogido, yo soy”, Jesucristo en el huerto de los olivos.
El olvido de las Humanidades conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento, y el aislamiento –como advirtió Hannah Arendt– es pretotalitario. La mejor manera para asegurarse de que nadie piense algo “políticamente incorrecto” –por ejemplo, que hay que tratar a los emigrantes magrebíes como a seres humanos– es sencillamente que no piense. Muerto el perro, se acabó la rabia. Y así tendremos la paz de los cementerios y de las cárceles.Las Humanidades facilitan que se logren cuatro metas educativas de la mayor trascendencia: 1) La comprensión crítica de la sociedad actual; 2) La revitalización de los grandes tesoros culturales de la humanidad; 3) El planteamiento profundo de las cuestiones fundamentales que afectan a la vida de las mujeres y de los hombres; 4) El incremento de la creatividad y la capacidad de innovación. Y estas finalidades poseen hoy la mayor actualidad. Porque, sorprendentemente, el gran desarrollo de los sistemas informáticos no se ha debido, como inicialmente se pensó, a la construcción de poderosas máquinas de calcular, sino al proceso de textos desarrollado sobre todo en ordenadores portátiles o microcomputadores. La cultura postliteraria que se anunciaba para el final del milenio se ha transformado en un mundo poblado de libros, en el que el personaje del año 2000, según la revista Time, es precisamente un librero: el promotor y presidente de Amazon, la librería virtual a la que se puede pedir cualquier libro desde cualquier lugar del mundo, y además llegan pronto y sin excesivo gasto.
Los padres, los políticos, los educadores, tienen que plantearse muy a fondo esta cuestión, en la que nos jugamos nuestro futuro inmediato. No podemos olvidar algo que se lleva experimentando con indudable éxito desde hace un veinticinco siglos, es decir, dos milenios y medio. Y eso que no debemos dejar que se pierda es la realidad de que las mentalidades jóvenes sólo podrán formarse en el oficio de la ciudadanía si se logra que su educación sea un simbiosis con las grandes creaciones de nuestra civilización occidental. Sería una lástima que ahora que existen los medios técnicos para que todos los ciudadanos conozcan los fundamentos de la cultura en la que viven, dispersaran su vida en espectáculos, aficiones y entretenimientos sin sustancia alguna.
Abrirse a otras vidas El gran acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones acerca de la vida del hombre en sociedad se encuentra en los grandes libros, en los clásicos antiguos y modernos. Al leer esos libros, nuestra vida se abre a otras vidas, reales o imaginadas, en las que se reflejan los tipos básicos de personas y de comportamientos, las situaciones más hondas en las que las personas pueden encontrarse, los discursos y hazañas que nos han conducido a ser lo que somos. Esos grandes libros mejoran tanto al que por ellos transita que le hacen capaz de entender la riqueza humana que tales obras literarias o filosóficas contienen.
El conocimiento de la Literatura, de la Filosofía y de la Historia nos ayuda a distinguir lo pasajero de lo permanente, lo esencial de lo accidental, lo humano de lo inhumano, el bien del mal. La mujer y el hombre de muchas y buenas lecturas es difícil que caiga en los extremos del dogmatismo o del escepticismo, del relativismo o del fanatismo. Porque aprenderá que en el ser humano conviven una vocación sublime y una profunda miseria, que el hombre supera infinitamente al hombre, y que no hay soluciones automáticas o puramente técnicas para los problemas sociales.
Las Humanidades nos descubren los maravillosos secretos del lenguaje, como vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación. Nos enseñan a hablar y a escribir correctamente, no como los guionistas o locutores de radio y televisión que martirizan día tras día, hora tras hora, el pobre idioma castellano, mejor usado hoy en los países hispanoamericanos que en su tierra natal, la “espaciosa y triste España”.
Una tragedia familiar: “Mamá, quiero estudiar filosofía” Decía Jorge Luis Borges que un caballero sólo defiende causas perdidas. Y yo sé bien que casi perdida está la causa de un cultivo de las Humanidades que, como decía el Beato Josemaría Escrivá, implica la supremacía del espíritu sobre la materia. Porque resulta que una chica que lee mucho “es un poco rara”, mientras que el chico que se pasa las horas tontas ante la televisión o con los videojuegos hace lo que corresponde a un muchacho de su edad. No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la chica en cuestión dice que quiere estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una carrera de provecho, que la ayudará a labrarse un porvenir seguro (y –añado por mi cuenta– aburrido o tal vez desgraciado).No es prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de tipo social o religioso que puedan condicionar su futuro. En cambio, no parecen tan inmaduros a la hora de iniciarse en las prácticas menos virtuosas y más disolventes que la sociedad de consumo les brinda hoy en bandeja, sobre todo cuando pueden disponer sin esfuerzo de unas cantidades de dinero que superan el salario mínimo interprofesional.
La formación cívica es asunto estrechamente relacionado con la adquisición de las virtudes morales e intelectuales: la fortaleza, la prudencia, la sabiduría, la templanza, el arte y la justicia. Las virtudes son excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza meramente teórica. En realidad, como decían los filósofos griegos, las virtudes no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender. Lo cual equivale a decir que el protagonista de la educación no es el padre, la madre, la profesora o el profesor: el gran protagonista y autoresponsable de su educación es el propio educando, es decir, el hijo o el alumno.
¿Queremos a los jóvenes? Por ello es imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se la adula, se la imita, se la seduce, se la tolera… pero no se la exige, no se la ayuda de verdad, no se la responsabiliza… porque, en el fondo, no se la ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo sustituido por el emotivismo, por la inundación afectiva, por esas demostraciones de cariño tan ostentosas como superficiales que se aprecian –por ejemplo– en las paradas de los autobuses escolares: tal parece que los niños y la niñas partieran como voluntarios hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán vivos, o al menos no afectados por las radiaciones de las cabezas de misiles americanos y británicos. La familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que hoy padecemos. La familia es una escuela de vida personal y social, en la que el modo de existir en cada edad va aprendiendo de los modos de existir de las demás edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes de niños y viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les ha internado en eso que un colega mío llama “ancianarios”. De ahí que sean tan interesantes y formativas las familias numerosas, en las que todos aprenden de todos, continuamente, cuestiones esenciales acerca del mundo y de la sociedad.Si me permiten esta confesión personal –a mí que no me puedo poner como ejemplo de nada– yo no cambiaría a mis ocho hermanos y hermanas por nada de este mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi todo lo que sé acerca del hombre en sociedad. Por lo que se refiere a la educación cívica, también aprendí bastante durante los años que viví en un Colegio Mayor Universitario. De manera que, desde hace unos treinta años a esta parte, el mundo no me ha enseñado nada esencialmente nuevo. Y, por supuesto, cuando crucé el umbral de la Universidad de Madrid, tras vencer la correspondiente resistencia paterna a que estudiara Filosofía y Letras, yo tenía muy claro que debía participar activamente en la vida intelectual y política de la Universidad, entonces en ebullición, lo cual me proporcionó experiencias, aventuras y riesgos que –como saben mis amigos y mis alumnos– son tan sorprendentes como largas de contar.
Más voluntad de aventura de “arriesgar la vida” Me temo que el actual modelo de vida familiar y escolar –aunque sea más libre y menos severo– presenta un cierto carácter unívoco y monótono, que no facilita precisamente el crecimiento en las virtudes ciudadanas. La sociedad de hoy parece pensada a la medida del adulto infantilizado, ése que compone las millonarias audiencias de programas televisivos con encefalograma plano. Deberíamos tener más voluntad de aventura, más capacidad de riesgo, más disposición para esa actitud que Teresa de Ávila sintetizaba en la expresión “arriesgar la vida”.Para “arriesgar la vida”, la virtud más necesaria es, paradójicamente, la sobriedad, la templanza. Porque el exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de sorprender y dejarnos sorprender. Mucho más interesante que ese estado en el que “no falta de nada”, es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad. Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en la situación que los griegos llamaban apatheia, es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede deparar la vida y uno de los peores legados que se pueden transmitir a las generaciones jóvenes. Con lo cual también está íntimamente relacionada la virtud de la justicia, especialmente en su aspecto social, con relación a los más pobres y necesitados. Es un auténtico escándalo que una sociedad democrática y básicamente cristiana tolere que haya unas diferencias de nivel de vida clamorosas y, además, crecientes.
La formación cívica ha de enraizarse en un ambiente de libertad, en un modo austero de comportarse, en actitudes estables de servicio, en hábitos de compartir lo que se tiene con los que más lo necesitan, en la fortaleza para denunciar la injusticia y no ser cómplices de la corrupción, en el compromiso de decir siempre la verdad… aunque se hunda el mundo, como decimos en Navarra. “Una palabra de verdad vale más que el mundo entero”, reza el proverbio ruso que Solzenytsin incluyó en su discurso para la recepción del Premio Nobel del Literatura, ceremonia a la que las autoridades soviéticas le prohibieron asistir. “¿Qué puede la verdad contra la rueca de la violencia?”, se preguntaba Solzenytsin en aquel discurso que nunca pronunció. A la actitud de amor a la verdad siempre le cabe decir que no: mientan todos ustedes, pero no cuenten para ello con mi colaboración; finjan que son honrados mientras participan en la corrupción, pero háganlo sin mi ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales que permiten el dominio de los más débiles por parte de los más fuertes, pero les anticipo mi desobediencia civil; difundan los medios de comunicación social todo tipo de falsos estereotipos acerca de instituciones y personas intachables, pero no esperen que yo les crea ni me haga eco de sus insidias y sectarismos. Desde luego, vivir el humanismo cívico resulta peligroso, pero –como decía Platón– es un “bello riesgo”.Una actitud así, de seria rebeldía ante los poderosos de este mundo, no se puede mantener si no es con la ayuda de Dios. Por eso, el humanismo puramente secular o laico acaba en la inconsistencia y en el drama. La religión es el lazo de solidaridad más fuerte que une a personas de las más distintas condiciones e ideas. Y el cristianismo no sólo nos habla acerca de la verdad, sino que es la Verdad misma, encarnada por Jesucristo, que al mismo tiempo es Camino y Vida. Al menos en una tradición histórica y religiosa como la nuestra, no es posible una formación cívica sin un sólido fundamento cristiano. Lo cual no quiere decir que se haya de profesar el cristianismo porque es socialmente positivo. Más bien resulta socialmente positivo porque, como ha escrito Michel Henry en C’est moi la verité, el cristianismo es la Verdad misma, la verdad que libera, que se hace Vida y Camino para quienes se atreven a vivir como hijos de Dios. Claro aparece, entonces, que las exigencias sociales del cristianismo, sus demandas cívicas, serán mucho más altas y certeras que las que pueda transmitir cualquier doctrina científica, ética o política.
Una visión cristiana de la vida La visión cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la solidaridad de quienes forman un sólo Cuerpo y saben que la salvación no es un asunto individualista. Todos dependemos de todos, en un sentido muy profundo y esencial. Por eso, una educación cívica cristiana y humanista ha de fomentar lo que Alasdair MacIntyre llama en su último libro “virtudes de la dependencia reconocida”, entre las que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la compasión, el cuidado de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último término la misericordia o piedad.
La propia independencia, la libre actuación personal, sólo se logra desde la base de la dependencia, y nunca la elimina del todo. Porque la libertad humana no consiste en la carencia de vínculos, sino en la calidad de esos vínculos y en la fuerza vital con la que uno los acepta y permanece fiel a ellos.
La completa independencia o personal autonomía es una ficción que ya apuntaba en la satisfecha autarquía propuesta por la ética griega, y que se consideró como el gran ideal humano en la Ilustración moderna, especialmente en su versión kantiana. Las derivaciones actuales de este planteamiento son el utilitarismo y el emotivismo, que muchas veces se presentan asociados entre sí. El que es a un tiempo utilitarista y emotivista, piensa que sólo hay dos tipos de motivos para decidir la propia conducta. Uno de ellos es la elección racional, la rational choice, el cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el mayor número de gente posible, aunque se presente el problema de qué género de bienes hemos de valorar más o menos, y resulta difícil decidir a qué gente se procura beneficiar, si especialmente a mí mismo y a los que me rodean, o bien a los que más lo necesiten; y si hemos de primar a los actuales habitantes del planeta, o hemos de comportamos de modo que no dejemos una tierra contaminada y desertizada a los que vengan después.
El otro tipo de motivación es el que procede de los sentimientos de simpatía hacia otras personas; pero este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la arbitrariedad sentimental.
Está claro que tales planteamientos utilitaristas y emotivistas (dominantes en la ética actual) no dan cuenta de las relaciones –mucho más diversificadas y abiertas– que realmente se establecen entre las personas humanas. Nos encontramos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des. La mayor parte de nuestras relaciones interpersonales no están motivadas ni por el cálculo racional ni por emociones inmediatas, sino que responden a relaciones de amistad, de familia o de trabajo, en las que muchas veces –y en algunos casos durante largo tiempo– ayudamos a otros sin esperar nada a cambio, o –lo que quizá es más difícil de aceptar– nos dejamos ayudar sin expectativas de poder devolver los favores en el futuro. Si los humanos sólo hiciéramos lo que pensamos que nos conviene o lo que enciende nuestras emociones inmediatas, casi todo quedaría por hacer; la sociedad se pararía, porque habría una gigantesca huelga de brazos caídos. Como han demostrado recientemente economistas que han merecido el Premio Nobel, las actividades que realizamos con mayor atención y cuidado son precisamente aquéllas por las que no recibimos ninguna retribución económica. Y, además, no es cierto que si todos buscan su interés egoísta, resultará de la suma y difusión de esos beneficios el interés general. Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre otras cosas porque –como ha señalado Amartya Sen– en situaciones de extrema miseria (que afectan hoy día a un tercio de la población mundial), las personas no están en condiciones de pararse a pensar cuál es su interés, presionadas como se hallan por encontrar el puro y simple sustento diario.
Sólo hay una ética En la base de no pocos de estos errores teóricos y prácticos se halla la separación entre ética pública y ética privada. La ética pública sería puramente procedimental, y se agotaría en el cumplimiento de las normas constitucionales y en el respeto al derecho positivo. En cambio, la ética personal se vería relegada exclusivamente al cerco privado, sin ninguna manifestación política o económica. Cuando lo cierto es que sólo hay una ética que, ciertamente, presenta aspectos privados y aspectos públicos, que no son delimitables entre sí de modo neto, ni se deben separar de manera drástica. Si alguien no es honrado o limpio en su vida personal o familiar, será muy raro que se comporte con honestidad en la esfera pública, porque le faltará el temple moral necesario para acometer acciones que sean a la vez justas y arduas, o para evitar comportamientos que seducen por su encanto inmediato pero acaban por corromper a las personas y perjudicar gravemente al bien común. Y, a su vez, si alguien no se conduce rectamente en el nivel público, ese desgarramiento existencial se traducirá rápidamente en las relaciones más íntimas y personales, según se manifiesta en la inestabilidad familiar de no pocas personas que están obligadas –por la autoridad que representan– a tener una conducta intachable en el terreno personal.La formación ciudadana presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales proyecciones políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre bueno ha de procurar, simultánea e inseparablemente, ser también un buen ciudadano, lo cual –sobre todo en el caso de regímenes injustos– no siempre supone el dócil seguimiento de las normas establecidas, sino puede implicar la resistencia civil que lleve a no cumplir leyes que prescriben o permiten comportamientos intrínsecamente malos, como es el caso del aborto provocado, la eutanasia, la retribución insuficiente del personal subordinado, el maltrato a extranjeros y emigrantes, el abuso de menores o la difusión indiscriminada de material pornográfico.Reducir la moral al ámbito exclusivamente personal, familiar o profesional, con abandono de la esfera estrictamente pública, es un enfoque burgués y completamente insuficiente de la ética. Nadie puede ser moralmente bueno en una campana de cristal, entre otros motivos porque tales reductos incomunicados ya no existen. En la nueva sociedad del conocimiento y la información se registra un altísimo grado de complejidad, según el cual los mensajes públicos están penetrando continuamente en el terreno privado, y las personas particulares han de tomar todos los día decisiones que afectan a otra mucha gente. Por otro lado, la inteligencia y el carácter de las personas se manifiestan más claramente en un entramado global de redes ciberespaciales que un mundo de máquinas y altas chimeneas.
Lo que demanda la sociedad que está surgiendo en nuestras manos a comienzos del nuevo milenio es una nueva ciudadanía, mucho más activa y responsable, en la que las personas no se conformen con ser convidados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad cultural. Los nuevos ciudadanos, quienes habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro de pocos años, tendrán el honor y la carga de configurar ese mundo tan distinto al actual de una forma hondamente humana. Para ello necesitan aprender una asignatura que no está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio. La formación cívica se adquiere como por ósmosis en la familia, en el colegio, en la Universidad, en las relaciones de parentesco y de vecindad. Esto pone en primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el que conviva con buenos ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta disciplina, todos somos maestros y discípulos a un tiempo. Cada uno de nosotros debe pensar: que no sea yo el que les falle.
Revista “Nuestro Tiempo”, I-II.01