Quizá el mejor libro escrito en el siglo XX acerca de los presupuestos teóricos de la democracia moderna es Sobre la revolución, de Hannah Arendt. La pensadora judía traza allí una minuciosa comparación entre los dos modelos políticos básicos de la era contemporánea: el francés y el norteamericano. La confrontación no puede ser más actual. Y el resultado de los dos paradigmas evaluados sigue siendo, básicamente, el mismo. El planteamiento galo –con toda su brillante tradición intelectual– tiende peligrosamente a ser autodestructivo; en cambio, el enfoque estadounidense –capaz de generar líderes de tan modesta altura como los que conocemos– crea ambientes fértiles en los que medra la libertad.
Ya Tocqueville había visto, cien años antes, que entre las claves del éxito de la democracia en América se encontraba el tratamiento de la religión. Los tripulantes del Mayflower, y de otros mil barcos repletos de emigrantes en busca de aire libre social, dejaban atrás el control estatal sobre las conciencias y costumbres religiosas. Llegaron al Nuevo Mundo firmemente dispuestos a no permitir que nadie coartara su libertad de credo y culto. Se percataron de que la laicidad del Estado no tenía por qué implicar –todo lo contrario– el laicismo político. Por el contrario, la dinámica generada por la Revolución Francesa nunca abandonó del todo la nefasta oscilación nacional entre el galicanismo y el jacobinismo: el nacionalismo religioso y el laicismo persecutorio.
No es, por tanto, casual (casi nada lo es) que la solución más desafortunada a los problemas planteados por el aspecto religioso del multiculturalismo se haya gestado en París. Se trata de cortar por lo sano: muerto el perro, se acabó la rabia. Como todos quieren jugar, cada uno su juego, lo mejor es romper la baraja, tarea que obviamente corre por cuenta de un Estado que vela por la neutralidad. Ni café, ni nada, para nadie. Pero resulta imposible explicar –o, por lo menos, entender– por qué el hecho de que las niñas lleven velo en una clase presidida por la Cruz sea un obstáculo tan grande para enseñar teoría de conjuntos.
Si no se acepta el pluralismo religioso en la enseñanza, la suerte de la democracia está echada. Mejor que nadie lo saben quienes ni siquiera intentan disimular el pelo de la dehesa totalitaria que antes les cubría y hoy les molesta. La larga campaña para las próximas elecciones legislativas lo declara paladinamente entre nosotros. Propongo un experimento conceptual: imagínese el lector qué sucedería si el planteamiento colectivista que la presunta izquierda intenta llevar a la educación se aplicara al campo de la prensa. La sección Religión y, de paso, quizá también la de Sociedad quedarían canceladas, sustituidas por la de Pasatiempos o conectadas on line con el Ministerio de la Verdad.
Tampoco es casual que en todas las grandes novelas futuristas del siglo XX –Orwell, Huxley, Bradbury– la clave del control de las mentes consistiera en la prohibición de la lectura de libros y la omnipresencia de la televisión. El Gran Hermano ya está, literalmente, aquí. Y lo está haciendo exactamente como lo predijeron los profetas profanos. Gracias a la casi total cancelación de la enseñanza de las Humanidades, se ha conseguido que muchos estudiantes universitarios estén, por ejemplo, incapacitados para entender qué significa Cogito, ergo sum; o cuál es la relación que existe entre el Niño que aparece en un cuadro que figura el nacimiento en Belén, y el Crucificado que aparece en una representación del Calvario.
La ignorancia es pretotalitaria, porque facilita la manipulación. El ciudadano se convierte en un cadáver, calmo y compuesto en su ataúd. Desde Durkheim a Girard, pasando por Pannenberg, se tiene por antropológicamente cierto que la religión es decisiva como factor de imbricación entre cultura y sociedad. Cuando esto no se sabe, el desconcierto se traduce en docilidad y conformismo. La energía cívica decrece hasta agonizar. Y entramos en la época de la dictadura de los mediocres, que desentierran fórmulas cuyo potencial paralizador es cosa demostrada.
La polémica surgida en torno a la mención del cristianismo en el preámbulo de la Constitución europea demuestra hasta qué punto el sectarismo laicista –ya lo siento: con idéntico origen geográfico– puede negar la evidencia histórica. El empeño no consiste en prescindir olímpicamente de todos los supuestos, sino en glorificar unos y censurar los otros. La presunta neutralidad de la república procedimental no pasa de ser un mito pseudoilustrado, que enmascara una agresiva carga ideológica. Es una curiosa dialéctica: el laicismo cancela la laicidad del Estado. La igualación arbitraria y selectiva es enemiga de la equidad. Honrados demócratas se ven sometidos a sospecha, mientras que violentos autócratas esgrimen el látigo de su tolerancia.
Esperemos emanciparnos pronto de ese clericalismo secularizante que ignora la incompatibilidad entre la laicidad del Estado y la imposición del laicismo a la sociedad civil. La libertad no es una graciosa concesión de los poderes públicos a los ciudadanos. Es un derecho que éstos deben ejercer sin pedir permiso a nadie. No hay más libertades que las que uno se toma.