El ambiente bronco y violento que tantas veces impregna la sociedad no surge de crispaciones coyunturales.
¿Qué me cabe esperar? Ésta es la pregunta decisiva que toda persona se hace a lo largo de su vida. Representa un interrogante acerca del sentido de nuestra existencia y del destino que nos aguarda. La formuló Immanuel Kant hace más de dos siglos y encuentra hoy una luminosa respuesta en Spe salvi, la encíclica sobre la esperanza que acaba de publicar Benedicto XVI. Lo que todos esperamos es vivir. Por eso la muerte se presenta ante nosotros como una profunda quiebra en la que parece que nuestras expectativas se hunden. Pero, bien pensado, lo que de verdad queremos no es una indefinida prolongación de los días del calendario. Aspiramos a más. El objeto de nuestro deseo es una vida plena, en la que —como dice el Papa— «la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos a la totalidad». Anhelamos sumergirnos en «el océano del amor infinito», en la inmensidad del ser, desbordados por la alegría. Y esto, lo sabemos bien, no es algo que nos quepa alcanzar en esta vida.
Se trata de un tema perfectamente serio, que escritores superficiales están tratando de manera frívola. Hay razones filosóficas que fundamentan rigurosamente la realidad de la inmortalidad del alma. Pero, sobre todo, nos cabe esperar en la vida eterna gracias la confianza cierta que nos ofrece la fe en Jesucristo, muerto y resucitado por amor.
No se trata de una salvación individualista. Nadie se salva solo, así como nadie puede ser libre por su cuenta. La vida humana es un entramado de libertades que únicamente se pueden conciliar si todos aspiramos concertadamente a un bien solidario. Nada hay menos humano ni menos cristiano que el atomismo social, imperante en las ideologías de la modernidad. No es cierto que, si todos buscan su beneficio egoísta, lo que resulte sea el interés general.
Pero también se han mostrado vanas las promesas del colectivismo revolucionario, que pretendía establecer el reino del hombre sobre la tierra. El teólogo Joseph Ratzinger sabe que un mundo sin Dios es un mundo sin libertad y no promete, en modo alguno, un mundo bueno. Los cráneos apilados de Pol Pot ofrecen el icono de muerte al que da culto el totalitarismo marxista. «Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida». Y por eso se muestran tan insuficientes las propuestas postmarxistas de Horkheimer, Adorno o Bloch.
La gran esperanza es la que mueve y anima las pequeñas esperanzas. El amor personal, los empeños profesionales, la propia pugna política, el trabajo que mejora la sociedad y protege la tierra… todas esas realidades humanas son excelentes siempre que no se absoluticen y, en lugar de señalar caminos, se constituyan en barreras que obstaculizan y separan. Quien sabe esto, no ignora la clave del optimismo. Quien lo ignora, está abocado a la congoja.
El ambiente bronco y violento que tantas veces impregna la sociedad actual no surge de crispaciones coyunturales ni encuentra su remedio en leyes coercitivas. Lo que el pesimismo colectivo denota es un déficit de esperanza, fomentado por quienes pretenden organizar la vida común con horizontes secularizados y, a la postre, materialistas. No hay remedios automáticos para las patologías sociales más acuciantes. Si las personas van perdiendo la visión de las dimensiones trascendentes, no tienen mucho que esperar. Y la amargura suele desembocar en un enfrentamiento que no acepta conciliaciones banales.
Cada persona esperanzada es, ella misma, un foco de esperanza. El que vive para los otros ofrece continuamente salidas a los aparentes callejones sin salida. Todo gesto de solidaridad y de ayuda es algo así como una bocanada de aire fresco en un ambiente enrarecido. Aunque hoy día las cosas no se presenten fáciles para quienes proponen una visión religiosa del mundo, su aportación es decisiva para la sociedad. Porque la religión es la clave de toda cultura y pieza imprescindible de una educación que no se reduzca a ese adiestramiento que termina por revelarse como ramplón y estéril.
Benedicto XVI traza en un panorama grandioso y realista, tan alejado de las utopías de la liberación como del consumismo que pone su corazón en satisfacciones inmediatas. Este horizonte trascendente confiere peso y valor a cada una de las actuaciones humanas que, como ya apunta el diálogo Gorgias de Platón, serán tenidas muy en cuenta al final. El Romano Pontífice no vacila a la hora de afirmar que el argumento más fuerte en favor de la vida eterna es precisamente el de la necesidad de un restablecimiento de la justicia que abarque todo el arco de la historia. Los débiles encontrarán satisfacción de los atropellos sufridos, mientras que el cinismo del poder no se dará por bueno. Pero el balance definitivo no anuncia temor sino amor. Sólo el amor salva. Sin menoscabo de la justicia, lo que nos espera es la misericordia.