Está muy bien que se empiece a hablar del “rostro humano de la globalización”, porque ciertamente lo tiene. Es un grandioso fenómeno que nos une, que nos aproxima, que –por la facilidad de los medios de transporte y las nuevas tecnologías de la comunicación– nos acerca unos a otros de un modo impensable hace tan sólo una década.Pero lo interesante de lemas y divisas no es tanto lo que dicen como lo que sugieren o, expresado maliciosamente, lo que “delatan” o “traicionan”. Si hay un rostro humano de la globalización, es porque –cual Jano bifronte– también tiene otra cara, menos cercana a la persona, menos humana, deshumanizadora quizá. Y, como suele pasar con la discusión intelectual de cualquier tema, el meollo de la cuestión se nos revela mejor si jugamos a contraponer los dos costados del problema, para adquirir una visión sintética del fenómeno de que se trate. Y no olvidemos que “sintética” equivale a “constructiva”, “elaboradora”, “creativa”.Abandonamos, por tanto, de entrada el simplismo bobalicón de quien se felicita de continuo porque, al fin, se nos ha metido en el mismo “globo”, sin darse cuenta quizá de que sus paredes son de deleznable material sintético y de que lo lleva un niño atado a su mano con una cuerda.
Afortunadamente, ya han pasado los días del entusiasmo indiscriminado y poco reflexivo por la mundialización. En un congreso sobre el tema, por ejemplo, uno de los ponentes se complacía en señalar que un pastor de camellos en el desierto del Gobi podía enterarse en “tiempo real” –con un pequeño transistor y vía satélite– de las cotizaciones de la bolsa de Nueva York. La pregunta estaba servida para dispararla a matar en el diálogo que vino inmediatamente después: “¿Para qué necesita un pastor del Gobi saber cómo va el índice Nasdaq en la apertura de Wall Street”. Aquello me recordó el castizo interrogante del viejo chotis: “¿Y qué haces tan temprano en Nueva York?”.Este mínimo chascarrillo nos pone ya en la pista de una de las más notorias paradojas de la globalización, a saber, que es escasamente global. Los estudiosos del tema calculan que toda la parafernalia de la mundialización –compuesta por las nuevas tecnologías informáticas y telemáticas, la new economy neoliberal, la interpenetración de las culturas o multiculturalismo, y la llamada “sociedad de la información”– sólo afecta al 15% de la población mundial, mientras que gran parte del resto sigue viviendo en unos niveles que van desde el Neolítico hasta los bordes inferiores de la civilización romana, eso sí, de un modo muy ecológico. Dicen los que se dedican a poner números a lo cotidiano, que el 65% de las personas nunca ha hecho una llamada telefónica y que en la isla de Mannhatan hay más conexiones electrónicas que en toda África.Podríamos afirmar que lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Y un personaje tan poco sospechoso de –horribile dictum– socialdemocracia, como es Michel de Camdessus ha afirmado recientemente que “la pobreza puede hacer saltar todo el sistema”. Viene a mi memoria lo que nos pasaba en el campamento de milicias universitarias con los lanzagranadas Istalaza (el hispano bazooka): que lo importante no era que el proyectil diera en el blanco –empeño desechado de entrada– sino que el “rebufo” no escaldara a la mitad de la compañía. Es a lo que los sociólogos llaman “efectos perversos”, que parecen multiplicarse cuando las soluciones que se buscan a los problemas se apartan de la tierra natal de las personas y sus relaciones insustituibles.La irrupción de los procesos mundializadores ha conducido a que la distancia de riqueza entre los países –y, dentro de cada uno, entre sus diversos niveles sociales– haya crecido exponencialmente en los últimos lustros. La diferencia entre un rico de un país rico y un pobre de un país pobre es un abismo que no se había registrado nunca hasta nuestro tiempo. En términos generales, según algunos historiadores de la economía, hace mil años la distancia entre el país más rico del planeta (a la sazón la China) y los más pobres (entre ellos, la mísera Europa) era de 1’2 a 1. Hoy, esa desproporción entre acaudalados y miserables se eleva hoy a la relación de 9 a 1, y sigue creciendo ininterrumpidamente. Quizá esta dinámica de desigualdad brote de las necesidades internas del nuevo modo de trabajar y comunicarse. Pero yo diría con Richard Sennett: “No sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas, pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón humana para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad”.Más autorizado y dramático es el panorama que traza Juan Pablo II en su carta apostólica Al comienzo del nuevo milenio: “Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no sólo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sinsentido, a la insidia de la droga, al abandono a edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social” (n. 50).
Estamos ante una globalización monocéntrica, que habla (mal) inglés y tiene su núcleo en Estados Unidos y “países satélites”. Se trata, por consiguiente, de una estructura unilateral y estática (otra paradoja), en la que no hay apenas feedback ni descentralización sistémica. Así entendida –lamento decirlo con otros muchos– la globalización es un procedimiento para que los poderosos se aprovechen de los débiles. Ahora bien, y aquí surge la “oportunidad vital”, la propia estructura tecnológica y económica en la que se apoya la mundialización abre la posibilidad de establecer en los lugares más insospechados del planeta una dinámica endógena, es decir, una emergencia de creatividad y talento que puede dejar “descolocados”, al menos durante alguna temporada, a los presuntos árbitros de la situación. Y de esto, afortunadamente, también empieza a haber algunos ejemplos.Las condiciones de posibilidad de ese dinamismo endogénico no estriban en la adquisición masiva de ordenadores, en la apertura de sucursales de empresas multinacionales a pie de obra, o –menos aún– en la patética idea de la Cumbre del Milenio en Nueva York, consistente en instalar una terminal de Internet en cada escuela del Tercer Mundo (sin aclarar en dónde sería posible enchufarla, ya no a la “red”, sino a la corriente eléctrica, y qué comerían los niños y niñas entre web y web). Tales condiciones de posibilidad estriban en la elevación del nivel educativo y cultural: no es otro el lado humano de la globalización. Y esta oportunidad comparativa se acrecienta porque un uso perverso de las nuevas tecnologías, y en especial de la televisión e Internet, ha provocado un espectacular descenso del nivel de la enseñanza en el epicentro de la globalización. “Terrible es la persona de un solo libro”, se decía antes, para indicar la potencia intelectual de alguien que se supiera de cabo a rabo una buena obra. Hoy sólo habría que multiplicar por seis o siete. Aunque se encuentre en una tribu de pigmeos o bosquimanos, quien haya leído a fondo siete buenos libros es hoy una persona comparativamente muy culta. Mientras que en los países que son los nudos de la famosa “red”, un intelectual se empieza a definir como “el que ha escrito un libro o leído dos”.La clave de la cuestión, como he dicho en algún otro lugar, estriba en distinguir la información del conocimiento. La información es algo externo a la mujer y al hombre, algo que hay que extraer, transmitir, organizar, procesar y, si se tercia, manipular. El conocimiento, en cambio, es el rendimiento vital por excelencia de ese animal que habla: el ser humano. Es un crecimiento en su ser, un avance hacia sí mismo, una interna potenciación de sus posibilidades más características.
El rostro humano de la globalización es la posibilidad de intercambiar y difundir conocimientos en una sociedad en la que el saber –y ya no las mercancías o los territorios– es la clave de la riqueza de las naciones. El conocimiento no es propiedad de nadie, es difusivo de suyo, no se agota nunca, se acrecienta al compartirlo. Su intercambio presenta, por tanto, caracteres antitéticos a los del mercado (como ya empieza a manifestarse en algunos aspectos del e-commerce por Internet, según ha señalado Jeremy Rifkin en su libro La era del acceso).Dicho sea abruptamente: el lado humano de la globalización es el ágora o el areópago: un espacio libre y abierto para un saber que se hace accesible a todos. Mientras que la cara excluyente y cerrada de la mundialización es lo que ya Nietzsche llamó “el mercado universal”, cuyas transacciones siempre acaban beneficiando casualmente a los mismos.
Hoy por hoy, no nos engañemos, la globalidad mundial es, sobre todo, un gran zoco en el que los que lo dominan pueden vender más caro y comprar más barato. Es el fantasma de la “nueva economía”, que sobrevuela el mundo. Es el “capitalismo flexible”, inteligentemente criticado por Richard Sennett en su imprescindible libro La corrosión del carácter. Según este autor, las empresas de la new economy son conglomerados fugaces, sin rostro y sin patria, que se fusionan o desmembran como fragmentos de organismos elementales. Quienes en ellas trabajan ya no tienen sentido alguno de pertenencia a una comunidad, porque dependen sobre todo de un factor externo incontrolable: la cotización financiera de unos títulos cuyos precios casi nunca responden al valor real de las cosas, especialmente en el área de los llamados “telecos”, en la que se compra y se vende el aire vacío de un futuro que todos coinciden en desconocer.
Y sucede así algo que es políticamente incorrecto decir: que la mayor parte de las fusiones no son, a medio plazo, económicamente rentables, aunque el primer día sean saludadas con alborozo en las Bolsas internacionales. Sucede, empero, que los equipos directivos de las correspondientes macro-corporaciones tienen que demostrar con tales procesos su arrojo y flexibilidad en la gestión. Las fusiones o adquisiciones hostiles llevan consigo, inevitablemente, el temido down sizing, o sea, la necesidad de prescindir de muchos de los empleados y directivos –los mejores, a veces– para que no se produzcan solapamientos y redundancias. Los que tienen la suerte de quedarse no pueden evitar pensar que ellos serán los próximos, por lo que su productividad inevitablemente decrece. Si antes era normal que un profesional medio cambiara de empresa –con el afán de mejorar su posición y sueldo– tres o cuatro veces en la vida, hoy esos cambios pueden llegar a ser once o doce a lo largo del curso vital, con la particularidad de que, en cada mudanza, el puesto y el salario obtenidos son más bajos. Y todos preparan un plan de pensiones y un buen hobby para cuando alcancen los cincuenta y cinco años. ¿Qué se hizo de nuestro énfasis en la cultura corporativa? Ahora sería más urgente poner en marcha procesos de educación para el desarraigo.El otro día sorprendí la siguiente conversación entre dos personas que estaban comparando la “fiebre de las nuevas tecnologías” con la “fiebre del oro”: —La fiebre del oro –afirmaba uno de ellos– arruinó a muchas personas.—Así es –contestó su interlocutor– pero también enriqueció a unos pocos: los fabricantes de picos y palas.El mal camino es invertir por esnobismo oportunista en globalización, abriendo “portales” sin contenido, estableciendo “sitios” donde no hay nadie, comerciando con los detritus de pornografía y violencia de una sociedad con escasos recursos morales. Lo cual conduce –de rechazo– a que algunas grandes compañías ya no inviertan lo suficiente en el perfeccionamiento de sus tecnologías propias, como ya está sucediendo patentemente en la industria del automóvil (al parecer, con la excepción de BMW, inasequible para todos los de mi nivel). Es la sociedad del espectáculo, el mundo como representación, el teatro de las maravillas, la renovación a lo grande de la sofística, manejada por esos chamarileros a quienes ya Platón calificó de “mercaderes ambulantes de golosinas del alma”. Lo que se compra y se vende, entonces, ya no son cosas, sino experiencias y el correspondiente tiempo vital, un bien sumamente escaso.El buen camino es la incorporación y el engarce de las nuevas tecnologías con las tecnologías industriales y postindustriales, ya clásicas. Se trata de empezar, no pretendiendo hacer cosas nuevas que nadie sabe bien qué son ni como se fabrican, sino haciendo mejor y difundiendo más las que ya sabemos manejar, porque es así como de verdad se llega a hacer cosas verdaderamente nuevas, que aportan auténtico valor añadido a las empresas y a sus productos y servicios reales. Y en tales empeños sí que son imprescindibles las nuevas tecnologías, la retórica de la innovación, y el pensamiento a escala mundial.
En lugar de comerciar con humo, la sociedad del conocimiento, que es la base estructural de la globalización, tiene que apostar por la investigación científica en un ámbito universal, por la colaboración en la innovación tecnológica y en la terapia biomédica, por una educación de calidad en todos los niveles, dirigida a los niños y jóvenes de Madrid, Retuerta del Bullaque, Villatuerta de los Ojos, el Magreb, Ecuador, Rumanía, Cintruénigo o Bruselas. Porque, ante el saber, todos somos estrictamente iguales. Y nadie ha podido ni podrá demostrar que los varones son más listos que las mujeres, que los morenos son menos espabilados que los rubios, o que el RH negativo entronca nuestra raza con la estirpe de los titanes. Los que hacen lo contrario ya fueron definidos por San Pablo en la Epístola a los Romanos como aquéllos que “tienen prisionera a la verdad en la injusticia”. Y Tomás de Aquino añadió doce siglos después: “Dos cosas hay que corrompen la justicia: la falsa prudencia del sabio y la violencia del poderoso”.
Como ha señalado Carlos Llano en un artículo publicado en la revista mejicana Istmo, la otra cara de la globalización nos trae a la memoria un peligro que el autor denomina con la expresión ubicuidad inversa. En efecto, si no sabemos encontrarle a la globalización la buena cara, no sólo perdemos la oportunidad que con ella se nos ofrece de hacer que nuestra actividad sea ubicua, casi omnipresente: que podamos estar a la vez en muchos lugares. No sólo no aprovechamos esa oportunidad, sino que nos amenaza además el peligro de su inversión, de su vuelco: que otros muchos puedan introducirse en nuestro lugar.
Y lo cierto es que el grupo de los siete u ocho países más poderosos de la tierra no ve con buenos ojos las tempranas competitividades, que están apareciendo de manera no del todo funcional, según ellos. Y eso, mírese por donde se mire, nada tiene de flexibilidad: solía llamársele rigidez. De ahí que mis sentimientos, al menos, no estén en los salones enmoquetados y floridos donde se reúnen los tecnócratas del G 7/G 8, sino con lo que representan los manifestantes airados (entre los que habrá de todo) en las calles de Seattle, Praga, París o Washington, que piden –¡oh sorpresa!– libertad de comercio. Y ésta sí que es una picante paradoja: ¡Adam Smith a las barricadas! Tan contundente ha sido el triunfo del neoliberalismo que incluso aquéllos para los que no estaba previsto han acabado por creer en sus bondades y reclaman un lugar a la lumbre.Este fenómeno de la ubicuidad inversa es el que está produciendo la interesante coincidencia entre la globalización y el multiculturalismo. Por un lado, los estudiantes de cualquier universidad del mundo visten exactamente igual: vaqueros, chaquetones, gorritos, mochilas. Pero en la Madison Avenue de Nueva York y, más modestamente, en la calle Carlos III de Pamplona, además de ver las mismas marcas de ropa que en todas partes, y escuchar la misma música en pubs y discotecas, se detectan grupos humanos que exhiben exóticos atuendos, hablan idiomas ininteligibles, venden extraños alimentos y están decididos a quedarse allí para siempre, ya que han salido con bien del tremendo filtro de las “pateras” en el Estrecho de Gibraltar, o de la experiencia de los “espaldas mojadas” en el Río Grande o Bravo, según se mire, que separa USA de México. Y ésta es una de las mejores piedras de toque para evaluar la calidad moral de la mundialización: cómo acogemos a los emigrantes y cómo tratamos a los extranjeros. Y, en general, la respuesta a esta pregunta es desoladora: mal. Y, si no, que se lo pregunten a los parientes de los ecuatorianos adultos y menores, “sin papeles”, arrollados por el tren cuando atiborraban una vieja furgoneta y se dirigían a recoger brocolí por un salario muy inferior al legal. Y que se pidan explicaciones a un gobierno que pretende prohibir el empadronamiento de quienes no han conseguido superar con éxito la carrera de obstáculos de la burocracia, de manera que se quedarían sin ningún derecho –también sin la posibilidad de asistencia médica a los niños enfermos– además de imposibilitados para demostrar posteriormente que han permanecido en el país los cinco años precisos para obtener la residencia y el permiso de trabajo. Al leer estas noticias en los periódicos, uno piensa que se ha confundido y ha cogido por error un ejemplar de El proceso de Kafka.Y el propio Frank Kafka –enemigo declarado, por cierto, de la lucha de clases y de la socialdemocracia de su tiempo– fue quien mejor captó la diferencia entre el capitalismo como sistema económico, al que no hay nada que objetar, y el capitalismo como espíritu y forma mental de toda una civilización. En este segundo sentido, llegó a decir: “El capitalismo es un sistema de dependencias que van de dentro a fuera, de fuera a dentro, de arriba abajo y de abajo arriba. Todo depende de todo, todo está atado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma”.Las soluciones al problema de la inmigración no son sencillas. Pero, de entrada, habría que pensar en la erosión de la imagen del hombre, la mujer y la familia que ha conducido a una penosa caída de la natalidad en las naciones donde existen más disponibilidades para alimentar nuevas bocas. Y, desde luego, parece imprescindible poner en práctica la mínima solidaridad que habría de conducir a los países desarrollados a invertir en los puntos de partida de las corrientes migratorias, con ánimo de ayudar y no solamente rentabilizar una mano de obra mucho más barata. Sólo con el dinero que gastan cada año los estadounidenses en cosméticos o los europeos en helados se podrían solucionar los problemas estructurales de África entera.El aspecto más popular y pintoresco de la globalización es, sin duda, la “red”, territorio en el que reina Internet. Yo –lo confieso– soy un reciente converso a este ingenio informático y asiduo consumidor del e-mail. Pero no puedo dejar de lamentar el tiempo que malgastan algunos de mis colegas y estudiantes (yo mismo, sin ir más lejos) en un navegar que mejor merecería la aplicación del verbo “vagar”.Tal parece que, con Internet, la “aldea global” de MacLuhan se ha convertido en la “familia global”. Pero no es así, porque el internauta suele ser un llanero solitario, que es capaz de cambiar de personalidad, y para el que el mundo virtual es cada vez más el único mundo real. La soledad de Internet: ¿Cómo pueden hacerse amistades electrónicas o iniciar a través de cable o satélite un amor de por vida? Según diría Unamuno: “queremos bulto y no sombras”. Si ahora se sostiene que todo lo que no está en la red, no existe, la paradoja que resulta es hondamente metafísica, porque cualquier cosa que aparece en la pantalla de un ordenador es de suyo irreal, de manera que –más allá de todo posible idealismo– llegaríamos a la conclusión de que sólo lo irreal existe. Triunfa la desencarnación, la desespacialización, las almas sin cuerpo, los signos sin referente real.Como dice William Knobe, se está produciendo una erosión del lugar, del ubi; un desarraigo del ser humano respecto a esos lugares que en mi tierra asturiana se designan –con raíz latina o griega– como “halladizos” o “topadizos”. Se trata, sobre todo, del hogar, que es de donde partimos, como dice T. S. Eliot, o a donde siempre regresamos, según apunta más certeramente Rafael Alvira. Nos alejamos de lo que nos es personalmente cercano, mientras que nos acercamos a lo que es de suyo lejano.Aquello que es, en aspectos comerciales e industriales, una ventaja –la eliminación de los inventarios fijos, el just in time– ha revertido, desde una óptica humana, en una erosión de la personalidad. Porque, según dice también Carlos Llano, las personas lo son mutuamente: sólo se es persona para otras personas. Si ese contacto empático, connatural, se esfuma, la persona se convierte en un agente, en un operador unido a una máquina. Según la definió Santa Edith Stein, la empatía es el inmediato conocimiento del otro en su cuerpo. Porque el cuerpo no es una especie de envoltura accidental de la mente: yo soy mi cuerpo. Y el cuerpo representado en una pantalla o en una fotografía ya no es un cuerpo: no se parece nada a un cuerpo humano, por la fundamental razón de que no está vivo y –según notábamos– ni siquiera es real. Como dijo Machado, “el ojo que ves, no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. Mirar a unos ojos que no me ven no me permite penetrar en un alma de la que el rostro es espejo. Sin la captación del latir corporal, de las sombras, escorzos y movimientos casi imperceptibles, es imposible que salte la chispa de la emoción amistosa, de la cercanía entrañable. Y esto no es sentimentalismo. Al menos, no lo era para San Juan de la Cruz, cuando escribía: “Mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura”.Las relaciones electrónicas tienen una índole fundamentalmente técnica, mientras que las relaciones comunitarias o familiares son básicamente humanas. Incide aquí el eje que, según el sociólogo Pierpaolo Donati, es el decisivo en la sociedad actual: el eje humano/no humano. Con la particularidad de que hoy lo no humano tiene, en principio, a su favor el carácter formalizado y programable, mecánicamente infalible, exento de error. Mientras que lo humano está sometido a multitud de posibles deficiencias: es lo que llamamos “fallo humano” cuando, por ejemplo, se examinan las causas de un accidente aéreo. De manera que la “humanización” ya no es –en este contexto– un valor incuestionablemente positivo, porque lo humano es lo contingente, lo imprevisible, lo que quizá viene a perturbar procesos tecnológicos programados cuidadosamente desde hace mucho tiempo. No es extraño, entonces, que Niklas Luhmann sitúe a la persona en el ambiente y no en el sistema. Lo cual parece que equivale, de entrada, a trivializar la libre incidencia de los seres humanos en los procesos sociales. Aunque, como dice Pedro Morandé, presenta también la ventaja de que, por fin, se aclara –desde una perspectiva no precisamente humanista– que el comportamiento personal y social no depende decisivamente de los medios de producción ni de las estructuras sociales.Pero no hay por qué contraponer esta duplicidad de carácter, respectivamente, técnico o humanista. Es esencial que las relaciones humanas verdaderas se sigan dando por mucho que avance la técnica. La armonía en la contraposición es la síntesis creativa, a la que se hacía antes alusión. El espumoso crecimiento de la comunicación electrónica –globalizada e individualizada a la vez– debe venir acompañado por un no menos fuerte desarrollo de la comunidad personal y por un creciente cultivo de las Humanidades.La informática y la telemática –y, en general, todos los soportes técnicos de la globalización– son procedimientos de “descarga” que nos exoneran de las labores rutinarias o, en general, automatizables. Con lo que empieza a resolverse la típica aporía de cómo encontrarle sentido a un trabajo puramente repetitivo y, por lo tanto, tedioso y carente de interés. Porque, en principio, ese tipo de labores ya no tienen que ser ejecutadas por una persona. Y, si lo son, siempre es posible buscarles un sentido en el contexto de unas tareas que incorporan un alto componente intelectivo. Como dice Guido Stein, “la técnica (o el esfuerzo por ahorrar esfuerzos en definición orteguiana) precisa de alguien que sepa qué hemos de hacer con los esfuerzos ahorrados. Esta tarea difícilmente se puede encomendar a alguien distinto de quien es capaz de inventarse y superarse a sí mismo: la persona”.También se ha de estar prevenido ante la ventaja de la inmediatez, tanto temporal como espacial que los nuevos medios audiovisuales traen consigo. El filósofo José Gaos, comentando el ansia de velocidad contemporánea, apuntaba a la precariedad constitutiva de nuestras satisfacciones, que son por naturaleza incapaces de colmar el ansia de infinitud humana. De ahí la velocidad, la prisa, el deseo de llenarnos con una serie infinita de satisfacciones finitas, confundiendo la plenitud de la felicidad humana con su precipitado transcurrir.
Quien recibe una información sobreabundante e inmediata, con velocidad y apremio, es quien más necesitado está de criterio para seleccionar qué información es la relevante y cuál la superflua. De ahí que el azacanado directivo, en vez de pasarse tantas horas pegado al teléfono móvil o conectado al e-mail, haría mejor en leer sosegadamente el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián, El criterio de Jaime Balmes, o El defensor de Pedro Salinas; y, en general los clásicos que, en vez de transmitirnos en forma de best-seller la penúltima ocurrencia de cualquier cabeza mediocre, nos enriquecen con la fastuosa plenitud de ideas y sabiduría que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de siglos, y que siguen siendo rigurosamente actuales.
Por lo que se refiere a la inmediatez espacial, habría que tener en cuenta los riesgos de la “muerte de la distancia”, a la que se ha referido Frances Cairncross. Porque la inmediatez es propia de los sentidos, mientras que la distancia es propia de la inteligencia. La eficacia humana no deriva de la proximidad física al objeto ni de la rapidez en reaccionar frente a él. Lo específico del hombre nace donde hay tranquilidad, lentitud, sosiego, distancia, perspectiva de plazo, panorama de espacio. “Pensar es pararse a pensar”, dice Leonardo Polo. Pensar no es la respuesta inmediata a un estímulo, sino la visión global de lo que ocurre en una secuencia amplia y un panorama abierto. Donde el animal tiene instinto, esquemas desencadenantes innatos, el hombre tiene historia.
Y a ello debe contribuir la formación universitaria: a ampliar los horizontes, a formar personas con visión de gran angular, que sepan ver lo que hay detrás de una página web, de unas cotizaciones de Bolsa, de un paper publicado en Nature o en Science, de un ensayo a la moda, del discurso de un político o de los repetidos empates del equipo de fútbol local.
Vivimos en la cultura de lo efímero, de lo que hoy entusiasma y mañana se desecha. Ese estilo de vida que consiste en usar y tirar consagra un modo superficial y antiecológico de habitar la tierra. Lo fecundo es el insistir y persistir, el volver a lo mismo aristotélico, el pertinaz ejercicio de la manía de pensar.
Sólo quienes saben ver lo permanente a través de la vigencia inmediata pueden estar convencidos de haber adquirido una educación universitaria, de ser personas cultas. Cultura en la que, hace ahora setenta años, ponía Ortega y Gasset la misión de la universidad en un libro que lleva este título y que convendría releer.
En definitiva, la globalización nos ofrece grandes posibilidades vitales, siempre que no cometamos lo que el propio Baltasar Gracián llamaba “vulgar error” de confundir los medios con los fines. Recuperemos el sentido de la distancia. Volvamos a valorar la lentitud y el sosiego. Seamos conscientes del lugar que ocupamos en el mundo. No nos resignemos a una relación con los demás que se pueda reducir a las dos dimensiones de una pantalla. Porque entonces habríamos perdido la capacidad unitiva de la mirada, que nos abre la intimidad de las personas con las que nos relacionamos. Y los nuestros serían esos ojos de los que hablaba Machado, que se abrieron un día a la luz, para volver pronto a la tierra, hartos de mirar superficialmente muchas cosas, sin llegar a ver realmente ninguna.
El desarrollo de la “nueva economía” ha puesto en cuestión algunos de los dogmas del neoliberalismo, entre otras cosas porque las transacciones electrónicas no constituyen propiamente un mercado. Y porque el sentido absoluto de la propiedad se está disolviendo. Ahora lo importante no es ser dueño de algo, sino tener acceso a los flujos en los que se intercambian conocimientos. Esto abre la gran posibilidad de desmercantilizar en buena parte nuestras relaciones interpersonales y sociales, poniendo en primer término esa dimensión que hoy día –en su más amplio sentido– se denomina “cultura”. No nos equivocábamos del todo cuando decíamos, hace más de doce años, que la cultura es una dimensión más radical que la política y la economía. Pero, en la medida en que la cultura ha salido de sus reductos y ha pasado a ocupar un lugar central en las relaciones humanas, corre ella misma el riesgo de mercantilizarse y politizarse. Y éste es gran pulso que hoy están echándose las dos grandes tendencias presentes en la sociedad: la emergencia, por una parte, y la colonización, por otra.En la medida en que la colonización haga que ceda la emergencia, la cultura se convertirá en “entretenimiento” y “propaganda”. El mercantilismo y la manipulación penetrarán hasta nuestras más recónditas entretelas, y ya no habrá intimidad verdadera ni auténtica relación personal. Se comerciará con nuestras genuinas experiencias y nuestra duración existencial se verá poblada por los fantasmas de la irrealidad virtual. Ésta es la “globalización perversa”, la que no se detiene ante los límites que el más elemental respeto impone, y alimenta a los hombres con sus propios desechos, hasta convertir su cerebro en una materia más esponjiforme que la de las pacíficas vacas trastornadas por un canibalismo disfrazado.
En cambio, la “globalización virtuosa” es la que expande universalmente nuestras posibilidades vitales, haciendo emerger la cultura como comprensión profunda del significado de la realidad. Hace de los nuevos medios tecnológicos cauces y no barreras para nuestra libre autenticidad. Sabe, sobre todo, que la humanidad del hombre nunca se puede tratar sólo como medio, sino siempre también como fin, según decía el viejo Kant, siguiendo en este punto una sabiduría ancestral. Como dice Rifkin, “restaurar el equilibrio ecológico entre cultura y comercio es uno de los retos centrales de esta próxima era (…). La era del acceso nos obligará a todos a plantearnos cuestiones fundamentales sobre cómo reestructurar nuestras relaciones fundamentales. Después de todo, el acceso consiste en establecer tipos y niveles de participación. La cuestión, por tanto, no es sólo quién tiene o no tiene acceso: se trata más bien de preguntarnos en qué mundos merece la pena implicarse, a qué tipos de experiencia vale la pena acceder. De la respuesta a estas preguntas dependerá la naturaleza de la sociedad que vamos a construir en el siglo XXI”.Nos encontramos, por tanto, en una decisiva encrucijada. Elegir el rumbo que hemos de adoptar no depende, a su vez, de ningún condicionamiento técnico, sino que es asunto de esa misteriosa capacidad humana a la que llamamos “libertad”. Las crecientes potencialidades tecnológicas están reclamando un cultivo más asiduo y fecundo de nuestra propia capacidad de actualización. Y, en una situación histórica semejante, la convicción básica estriba en tener la seguridad de que no es cierto que “la fuerza viene de abajo”, como proclaman toda suerte de materialismos. Lo determinante es la fuerza del espíritu.
Revista “Nuestro Tiempo”, III-IV.01