El nivel intelectual de los ataques socialistas al catolicismo es muy bajo.
Una de las habilidades requeridas para abrirse camino en la sociedad actual es la capacidad de establecer compensaciones. No en vano destacados sociólogos contemporáneos han considerado que la compensación es un recurso imprescindible para gestionar la creciente complejidad que nos rodea. Rodríguez Zapatero lo sabe bien, más por intuición que por ciencia. Se da cuenta de que, a pesar de ir contracorriente en Europa, su estilo izquierdista todavía le da votos en una España que no acaba de librarse del tufo de incorrección política que arrastra el derechismo. Y como no puede ser progresista en economía, y ya ha comprobado los malos resultados que da parecerlo en política exterior, sólo le queda la oposición a la ética clásica y el fomento de actitudes anticatólicas.
En una situación tan pintoresca como la presente, lo primero que hemos de hacer los cristianos es, por un lado, no inquietarnos demasiado y, por otro, oponernos contundentemente a un modo de proceder tan oportunista como dañino. Los socialistas en el poder son flor de un día —a pesar del empeño que pone el PP en que se prolongue su mandato— mientras que el cristianismo ha padecido toda suerte de ataques externos y de crisis internas, sin que ello detuviera su continuada expansión por el mundo entero durante veinte siglos. Pero tampoco se trata de decir que llueve mientras le están cayendo a uno encima montones de desperdicios. Porque el nivel intelectual y cívico de los ataques socialistas al cristianismo es actualmente muy bajo. Desde el punto de vista teórico, suelen remontarse al siglo XIX. Por ejemplo, uno de los autores preferidos por Gregorio Peces Barba para lanzar sus dicterios contra la Iglesia Católica es ¡Víctor Hugo! Con los recuerdos de mi infancia asturiana, guardo la curiosidad de que entre los agricultores y ganaderos vecinos era frecuente tener obras de Voltaire como los únicos libros que conservaban en su casa. Pues bien, aún hoy el periódico global en español publica constantemente artículos de corte ateo cuyos argumentos no suponen avance alguno sobre los textos que yo ojeaba en Sardeu hace más de cincuenta años. Uno de los últimos estaba firmado por Peter Singer, y se añadió a los motivos que me hacen dudar del nivel de las grandes universidades estadounidenses. El famoso profesor de Princeton volvía a intentar, por enésima vez, demostrar la inexistencia de Dios por la presencia del mal en el mundo. Los huesos de Leibniz se estremecían en su tumba, donde lleva descansando tres siglos, después de haber contestado con profundidad ataques menos triviales que los de Singer.
Si pasamos al terreno socio-político, parece como si las argumentaciones laicistas auspiciadas desde el poder estuvieran dirigidas a personas con electroencefalograma plano. ¿A quién pretenden amilanar con el espantapájaros de unos obispos aliados con un locutor de radio y un director de periódico? Siguiendo el ejemplo de lo que sucedió con el 11-M, se recrean en la teoría de la conspiración, que siempre presenta la gran ventaja de que, precisamente por ser un contubernio secreto, no puede ser demostrada. Y su objetivo está muy claro: eliminar toda disidencia efectiva, disciplinar al personal para que todos acabemos pensando como se ordena desde el poder. Pasan por alto un dato fundamental: no estamos por la labor. Hemos leído muchos libros, hemos escrito unos pocos, y ellos enseñan el plumero con excesivo descaro y menguado ingenio.
No acaban de percatarse de que los cristianos no nos sometemos a ningún poder de este mundo. Habremos tenido nuestras debilidades, y algunos hasta han llegado a colaborar con fuerzas dictatoriales, aunque nunca en la misma medida y hasta el mismo grado en que lo han hecho los agnósticos y antiteístas del siglo XX. Pero —propia y establemente— el cristianismo es una escuela de libertad. Y para nosotros existen unos límites invulnerables del ethos social que no estamos dispuestos a transgredir ni a permitir que otros los traspasen a nuestra costa. Sólo falta que nos decidamos de una buena vez a trabajar eficaz y libremente por el bien común, como buenos demócratas que la mayoría somos.