En esta temporada pre-electoral, nuestras ciudades ofrecen un aspecto que hace dudar de si nos encontramos ante urbes en construcción o ante ruinas tras un bombardeo. El cemento, el hormigón y el asfalto son las cartas credenciales para presentarse a la reelección. Estamos donde estábamos, no muy lejos de un embobamiento ante las obras públicas que quizá hemos heredado de los romanos.
En cambio, ni en los discursos políticos ni en la realidad ciudadana se divisan signos de interés por la innovación, no digamos por la investigación y la enseñanza. Como se maliciaba Unamuno, al español le gusta el bulto, la cosa mostrenca, lo máximamente concreto, mientras que desconfía de los conceptos, sospecha de las ideas y nunca ha manifestado especial amor por la ciencia. Hasta en la Unión Europea, donde no abundan los linces, se han dado cuenta de esta querencia hispana y nos han recomendado que invirtamos la actual tendencia y gastemos la mitad en infraestructuras y el doble en investigación.
Hace unos días le pregunté a un colega riguroso y atento a la realidad social qué explicación daba al hecho de que las listas de los libros más vendidos de no ficción ofrecieran títulos tan poco atractivos y, en cambio, pasaran sin pena ni gloria ensayos de mucha mayor enjundia. Su respuesta fue demoledora: “En España, la derecha no lee, y la izquierda es intelectualmente masoquista”.
Que la derecha no lee es algo que yo había comprobado desde hace tiempo. Pero, la verdad, esperaba que —entre muchos males— los gobiernos de izquierda, con sus proclamas a favor de la Ilustración, nos trajeran un mayor interés por la cultura y crecientes inversiones en fomento del saber.
Pero, desgraciadamente, no ha sido así. Están demasiado ocupados en manipular la opinión pública, en declarar culpables de todo a aquellos a quienes no permiten ni alzar la voz, y en confundir la modernización con las maniobras de desprotección de los más débiles. El anuncio del advenimiento de la sociedad del saber corre el peligro de empantanarse en el lugar común donde —como dice Bernardo Atxaga— chapotean la mayor parte de nuestras palabras. Debemos convencernos de una buena vez de que el fetichismo de la mercancía ha pasado a la historia, y que la punta de lanza del progreso social y económico se encuentra ahora en el avance del conocimiento. La sentencia clásica decía que, a quienes maldicen, los dioses les conceden lo que desean. Pues bien, hace poco escuché de un experto internacional que lo peor que hoy le puede suceder a un país es tener petróleo: Irak, Venezuela, México, Ecuador, Rusia… En cambio, Finlandia no dispone más que de árboles y nieve, pero está a la cabeza de la innovación tecnológica y, no por azar, ocupa el primer puesto en el informe PISA sobre calidad de la enseñanza.
Tenemos muchas universidades, quizá demasiadas. Pero la mayor parte de las nuevas no son buenas. Muchas de ellas ni siquiera pueden considerarse como auténticas instituciones de estudios superiores. No tienen bibliotecas y, realmente, la investigación es una referencia que no se localiza fuera de la fantasía. Hemos de volver a apostar por las ciencias teóricas y por las humanidades, porque el saber aplicado siempre se alimenta del conocimiento puro. Entre las tres mil carreras que se ofrecen actualmente en España, ha disminuido la proporción de las titulaciones dedicadas a las matemáticas, al griego, a la física teórica o a la historia. Y resulta penoso comprobar que la mayoría de las familias —tan laxas en cuestiones éticas— prohíben a sus hijas o hijos que estudien licenciaturas dedicadas, sin más, a las ciencias o a las letras. El paso hacia la sociedad del conocimiento consiste, sobre todo, en darnos cuenta de que la energía de los talentos humanos es incomparablemente superior a la fuerza de la materia y de todas sus posibles transformaciones. En nuestro país tenemos un caudal impresionante de potencialidades por estrenar, que no son otras que las respectivas inteligencias y libertades de las mujeres y los hombres que integran el mundo del trabajo. Liberemos esa tremenda fuente de energía de las trabas burocráticas y de las estrecheces mercantilistas, pero ante todo del pragmatismo de cortos vuelos que presenta como utopía cualquier surgimiento de lo nuevo. Un esquema económico basado en la construcción, en el turismo, y en una inmigración caótica tiene ante sí muy poco recorrido. El dinamismo interno de la creación de riqueza encuentra actualmente su nacedero en la innovación de conocimientos. Tal creatividad, elevada a la segunda potencia, ya no está limitada ni esencialmente condicionada por las mercancías, por sus intercambios, por las capacidades financieras, ni siquiera por la disponibilidad creciente de información que deparan las nuevas tecnologías. Lo más serio es, ahora mismo, la educación, el aprendizaje, la investigación.