«Los elogios y el reconocimiento me acompañaron durante toda mi infancia. Y, sin darme cuenta, poco a poco se convirtieron en una adicción. “La pequeña Eva recita poesía estupendamente —me decían a los seis años—. ¡Seguro que más adelante hablará en público maravillosamente!”. Y la pequeña Eva aprendió la lección. No había alabanza que le bastara, y cada vez aprendía más poesías, cantaba canciones y se recreaba con el reconocimiento de los demás. Incluso es muy posible que confundiera los elogios con el amor. Pero, en todo caso, eso le marcó la ruta a seguir: rendir y alcanzar logros para ser amada, apropiarse de cosas que le sirvieran de confirmación.
»No tardó en convertirse en un hábito. A la espera de elogios y aplausos, mi conducta empezó a modificarse de forma imperceptible. Desde aquellos inicios casi juguetones, desarrollé, espoleada por el orgullo, una auténtica adicción al reconocimiento. Para sentirme satisfecha, necesitaba realizar un trabajo cada vez más intenso y más adaptado a las expectativas de los demás: fue una lucha que me llevó al borde de la autoliquidación.
»Descubrir el embuste de aquella pauta supuso un proceso largo y doloroso. Hasta que no se acabaron las alabanzas no fui capaz de reconocer la estrategia que estaba adoptando inconscientemente. Por una vez, la pequeña Eva no había cumplido las expectativas de los demás; y entonces la imagen de mí misma quedó destrozada.»
Este relato autobiográfico de Eva Herman nos plantea una interesante cuestión. Hemos de empezar por reconocer que a todos nos importa el reconocimiento de los demás. Y quienes dicen que no les importa en absoluto, probablemente adoptan una pose de suficiencia que delata su propia inseguridad.
En el mundo profesional, político, académico, cultural…, las ansias de alcanzar nuevas cotas de prestigio o de estimación son siempre un riesgo de adicción al reconocimiento. Está claro que no es malo, ni negativo, querer tener un prestigio personal, una buena reputación. Al contrario, es una pretensión lógica y positiva, pues hace mejorar a las personas y al conjunto de la sociedad, y lo contrario, en cambio, nos haría empeorar a unos y otros. Pero no debemos trabajar ni vivir para ser reconocidos, sino para encontrar nuestro camino de mejora personal en servicio a la sociedad en que nos ha tocado vivir.
Todos necesitamos de una cierta aprobación de los demás y, al tiempo, todos necesitamos no depender demasiado de la confirmación de los demás. Somos interdependientes unos de otros. Todos queremos ser saludados, felicitados, solicitados, tenidos en cuenta. Todos necesitamos autonomía y, a la vez, necesitamos del aprecio y del afecto de los demás.
No debemos vivir pendientes de ese reconocimiento, pero sí debemos estar pendientes de reconocer el mérito y la dignidad de los demás. Reconocer el trabajo de los compañeros, jefes o colaboradores. Reconocer el afecto y los desvelos de que somos objeto dentro de la familia, entre nuestros amigos, en nuestro trabajo. Agradecer el reconocimiento que recibimos de los demás sin tomarlo como excusa para esforzarnos menos o para creernos superiores o imprescindibles. Fomentar en nuestro entorno esa dinámica de aprecio, de estima y de gratitud que nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos, y exigirnos más, sean muchas o pocas nuestras cualidades naturales. Una dinámica que no ensalza al mejor dotado para envanecerlo tontamente, ni humilla al que posee menos talento, sino que transmite a todos un deseo de hacer bien las cosas, un sentimiento de seguridad personal, de estímulo para ser mejor. Sentirse reconocido cuando se obra bien es vital para construir una sociedad, pues nos hace sentirnos más comprometidos y rendir más.
Dar reconocimiento es decir lo justo en el momento apropiado. Premiar el esfuerzo y la actitud, no sólo el resultado final. No suelen ser precisos grandes elogios ni recompensas materiales. Muchas veces basta con una sonrisa o unas sencillas palabras de aprecio. Un detalle de atención que expresa nuestra satisfacción, que transmite esa energía que proviene de saberse valorado. Un reconocimiento que no genera adicción, pues no está centrado en el halago personal, sino en el esfuerzo por mejorar y en el sentido de servicio a los demás.