Arnold Bennett fue un prolífico autor británico que en sus 63 años de vida le dio tiempo para hacer multitud de cosas y en casi todas fue bastante reconocido. Destacaba por su carácter emprendedor, que le hizo embarcarse en numerosos proyectos. Escribió un buen número de novelas, un guión cinematográfico, una ópera e incluso ideó un plato gastronómico: la tortilla Arnold Bennett. Le gustaba mucho Francia, donde trabajó y vivió en varias etapas de su vida, hasta el punto de que durante la Primera Guerra Mundial el Ministerio de Información francés lo contrató para dirigir el Departamento de Propaganda.
Y fue precisamente en París donde, años más tarde y de una manera bastante estúpida, contrajo la enfermedad que le llevaría a la muerte. Todo se debió a su empeño en desoír los consejos de un camarero que le advertía de que no era conveniente beber agua del grifo, que con seguridad estaba contaminada. Pero Arnold Bennet, en un alarde de superioridad, se bebió un vaso entero para demostrar a todos los presentes que no pasaba absolutamente nada, y todo aquello eran prevenciones procedentes de la incultura popular. Enseguida cayó enfermo de fiebre tifoidea, coincidiendo con su retorno a Londres, donde falleció en su casa de Baker Street el 27 de marzo de 1931.
La absurda muerte de Arnold Bennet ha pasado la historia como un buen ejemplo de lo poco recomendable que resulta ese aire de suficiencia que a veces nos lleva a desoír consejos llenos de sentido común que otros nos dan con toda sencillez. Un ejemplo antológico de lo absurda que puede resultar esa arrogancia sutil que nos lleva a hacer algo precisamente porque nos recomiendan no hacerlo. O esa vanidad simple que nos hace pensar que nuestra independencia de criterio nos exige desmarcarnos de lo que nos recomiendan, aún en temas sobre los que no tenemos por qué saber nada. O ese afán de aparecer ante los demás como una persona decidida que minusvalora el saber de los demás, o que habla de un modo que tiene tanto de autoescucha como de deseo de impresionar.
No es infrecuente que cuando nos preocupamos demasiado por quedar bien acabemos haciendo el ridículo de modo notable, o tomando opciones claramente poco ventajosas. Es interesante aprender a detectar cuándo nos pasa. Porque suelen ser errores tristes, pero más triste aún es caer en ellos y ni siquiera advertirlo. Las personas tendemos a pensar que nuestras motivaciones apenas son visibles ante los ojos de los demás, pero en realidad no suele ser así. Nuestros objetivos y nuestras intenciones son más transparentes de lo que pensamos, por lo que la mejor (o quizá la única) solución es rectificar nuestros intereses y hacer un esfuerzo para no dejarse manejar demasiado por nuestra vanidad.
Lo normal es que cuando nos mostramos prepotentes o arrogantes pensemos que estamos quedando bien, pero el resultado suele ser lo contrario: queriendo parecer superiores nos mostramos como personas de baja categoría; queriendo parecer muy seguros dejamos entrever nuestra inseguridad hipercompensada; pretendiendo dar lecciones a los demás demostramos saber muy poco de la vida. Ponerse en un escaparate o subirse a un pedestal es propio de personas no solo orgullosas sino ridículas y poco inteligentes; y es difícil saber, en esos casos, si es más grande el orgullo o la estupidez.
La presunción difícilmente podrá hacer grande a una persona. La inteligencia se lleva mal con arrogancia y la prepotencia. Una persona sensata siempre tiene clara la necesidad de aconsejarse, de intercambiar experiencias y pareceres. Saber escuchar con interés es un eficaz antídoto contra muchas formas de orgullo que son causa de numerosos errores y fracasos.