C. S. Lewis publicó en 1942 un libro muy original. Era un conjunto de cartas breves que un demonio ya anciano escribe a un demonio joven, sobrino suyo, para enseñarle el oficio de tentar a los humanos. Pronto se tradujo al castellano con el título “Cartas del diablo a su sobrino”. La singularidad de su planteamiento, su buen estilo literario y la agudeza del autor, hicieron de este título uno de los más apreciados y brillantes de Lewis.
En esas cartas describe las corrientes de pensamiento, costumbres y contradicciones más extendidas en la vida cotidiana, y las critica con ingenio y sentido del humor. En varias ocasiones, por ejemplo, el diablo veterano recomienda a su sobrino que no se empeñe en tentar a los humanos sugiriéndoles ideas malvadas, puesto que suele ser más eficaz distraerles para que no piensen demasiado. Le explica que la mayoría de los males del mundo no proceden de una maldad premeditada, sino de no haber tenido valor o sosiego suficiente para pensar.
Quizá, efectivamente, muchos de nuestros errores provienen de que nos falta valor para atrevernos a pensar con mayor hondura. Aristóteles decía que es señal de mente educada ser capaz de entretener un pensamiento, aun sin aceptarlo. Es decir, que igual que sabemos tratar educadamente a las personas, aunque no simpaticemos con ellas, podemos tratar educadamente a las ideas que lleguen a nuestra mente, aunque las consideremos equivocadas.
No hace falta ser un experto para saber tratar educadamente a un invitado. Cuando recibimos un visitante, procuramos tener la casa medianamente presentable, procuramos prestarle atención, crear un ambiente acogedor. Cuando llega, procuramos que no se quede esperando, en silencio o incómodo. Le invitamos a pasar, a sentarse, le ofrecemos algo. Procuramos ser atentos y corteses. La misma actitud deberíamos tener frente a una idea que nos visita, porque si recibimos a las ideas habitualmente con escepticismo, miedo, torpeza o indiferencia, poco podremos aprender de ellas. Deben sentirse a gusto mientras permanezcan con nosotros.
Cuando llega un invitado, se hacen las presentaciones correspondientes, facilitamos que se integre con las demás personas presentes, sobre todo con quienes pueda tener algo en común. Las nuevas ideas también deben ser relacionadas con otras. Tanto las personas como las ideas podemos mejorar al entrar en relación con nuevas personas e ideas.
Al invitado se le da una cierta preferencia, un tiempo para explicarse, una oportunidad de responder a las objeciones, una atención a sus argumentos y a sus respuestas. Procuramos escuchar con interés, preguntar con inteligencia para saber más, y sobre todo no caer en la deshonestidad de simplificar las ideas para rebatirlas fácilmente.
A las ideas, y a las personas, a veces hay que darles una nueva oportunidad, una posibilidad de conocerlas mejor, de cambiar nuestra anterior opinión y apreciarlas más…, porque quizá las habíamos juzgado prematura o precipitadamente.
Ser buenos anfitriones, de las personas o de las ideas, es una señal de respeto, educación, amistad. Es indicativo de una mente abierta, que entiende, que aprende. Si las nuevas ideas se sienten a gusto en nuestra mente, no querrán irse, invitarán a otras nuevas, generarán relaciones entre ellas, nos harán mejores.
A veces nos falta coherencia de vida porque no damos entrada a nada que cuestione nuestras propias ideas, cada vez más simples y anquilosadas. Por supuesto que es razonable tener un conjunto de convicciones que no nos cuestionamos, pero el problema es que solemos extender esa actitud a muchas cosas que no son convicciones sino obcecaciones en las que nos encastillamos de un modo poco razonable. Está bien mantener unos principios de honestidad, de servicio, de respeto. O de trascendencia, de fe, de tradición. Pero la fidelidad a esos principios debe ir unida a la capacidad de actualizar nuestras ideas cada día con nuevas aportaciones que las enriquecen.