A pesar de vivir a solo ciento sesenta kilómetros de distancia, las diferencias entre las tribus arapesh y mundugumor sorprendieron notablemente a Margaret Mead en aquella famosa estancia que hizo en Papúa Nueva Guinea en los años veinte y treinta del siglo pasado. Los arapesh eran un pueblo conciliador y amistoso. Sus hombres entendían la responsabilidad, el mando o la preeminencia social como deberes que tenían que cumplir, no como un objetivo de poder ni de vanidad.
Trabajaban juntos, se ayudaban unos a otros, compartían las cosas y apenas había conflictos. Los niños eran el centro de atención y crecían en medio de un sentimiento de confianza y de seguridad. El resultado era un pueblo pacífico y trabajador, con una buena relación entre las familias de la tribu.
No muy lejos de allí, también en aquel mismo rincón de la Melanesia, se encontraba la tribu mundugumor. Su estilo de vida era bastante diferente. Vivían en medio de una cultura áspera y malhumorada. Los hombres se observaban con desconfianza, los niños se sentían incómodos ante los mayores y las voces de enojo eran el telón de fondo de su vida. La relación con el sexo opuesto y la organización familiar parecían diseñadas para provocar conflictos, pues los casamientos se organizaban cambiando una novia por una hermana, por lo que cada uno veía en sus hermanos unos rivales que les van a disputar sus hermanas para canjearlas por una o más esposas. También tenían como enemigo a su padre, que podía cambiar una de sus hijas por una esposa joven para él mismo. Los hijos eran un peligro para el padre, que veía su crecimiento como el de unos enemigos. En cada choza mundugumor había una esposa enfadada y unos hijos agresivos, listos para reclamar sus derechos y mantener en contra del padre sus pretensiones sobre las hijas, única moneda para comprar una novia. La educación de los niños era un entrenamiento para ese mundo sin amor. Los tratamientos sociales eran complicados, llenos de precauciones y de susceptibilidades. Todo lo que para los arapesh era motivo de satisfacción, para los mundugumor era motivo de irritación.
Este tipo de contrastes entre pueblos contemporáneos y tan cercanos, puede verse reflejado, en cierta medida, entre las distintas formas de educar y de comportarse en las familias de nuestro entorno. En unos casos, hay una relación amistosa y de confianza entre todos los miembros de la familia, y se resuelven pacíficamente los inevitables conflictos que el roce de la vida siempre produce, de manera que, con sus ciclos mejores y peores, en conjunto impera la afabilidad y la concordia. En otras familias, en cambio, se ha establecido una relación de desconfianza y de antagonismo. Todo es motivo de pugna y oposición. Los agravios no se perdonan ni se olvidan, sino que se suelen devolverse aumentados y con ello se provocan peligrosas espirales de rencor. Los hijos más pequeños aprenden de esa violencia de sus mayores, de modo que consideran naturales ese tipo de reacciones ante los desencuentros ordinarios de la vida.
Lo interesante de ese contraste es que las dificultades y los motivos de conflicto que surgen unas familias y otras, no suelen ser muy diferentes. En todas ellas hay diferencias de carácter, hay escasez de algo que consideran necesario, enfermedades, contratiempos, problemas. Pero unos los gestionan de forma completamente diferente a como lo hacen los otros.
Todo esto puede ayudarnos a pensar en cuál es el estilo en que educamos, el que impera en nuestra familia, en nuestro lugar de trabajo, en nuestras aulas, en nuestra comunidad de vecinos, en nuestra vida social. Porque la educación es, en buena parte, inculcar todos esos valores del perdón, el afecto, el respeto, la comprensión, la misericordia, la empatía, el sacrificio por los demás, y no una dinámica de poder y de provecho personal. Pensando en el resultado final de la vida, ése es uno de los elementos más decisivos, y quizá uno de los que más ha difundido la cultura cristiana desde sus comienzos y que con más fuerza transformó las civilizaciones paganas en las que se asentó.