Hay vidas llenas de aparente éxito que son profundamente infelices y están dominadas por el desencanto ante ese estilo de vida, quizá espléndido en sus resultados, pero que se percibe como suplantador del que se hubiera debido tomar.
A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo.
Lo malo es que, si lo retrasan mucho, corren el riesgo de encontrarse un día con la impresión de haber vivido hasta entonces sin apenas sentido. Y cuanto más tarde sucede esto, más difícil resulta corregir el rumbo. Tanto, que a muchos entonces ese descubrimiento les llena de angustia y lo sepultan bajo la adicción al trabajo, una pose escéptica o un activismo irreflexivo.
Hay etapas en la vida que propician más esa tendencia a hacer balance de la propia vida: la adolescencia, el término de los estudios, la crisis de madurez de los cuarenta o cuarenta y cinco años, la jubilación, la pérdida de facultades propia de la entrada en la ancianidad, etc.
En muchos de esos balances existenciales es fácil pensar (en muchas ocasiones con poca objetividad) que se podría haber hecho mucho mejor uso de ese tiempo de vida ya consumido. Y por eso pueden dejar un cierto sabor amargo, de lo que pudo ser y no fue, de tantas limitaciones, de tantos errores y fracasos.
Pero también esas crisis pueden ayudar a rectificar una vida equivocada. Serán útiles en la medida en que ayuden a tomar conciencia de los errores (y descubrir, por ejemplo, que había bastante mediocridad, o que junto a un cierto éxito exterior se ha llegado a una situación de grave empobrecimiento interior, o que se estaba demasiado centrado en uno mismo, etc.). Podemos sacar provecho, y mucho, en la medida en que ese balance se aborde con ilusión y esperanza de cambiar, sin ignorar las conquistas y aciertos pasados, y sin hacer tabla rasa de todos esos empeños que valieron verdaderamente la pena y que también jalonan nuestra vida.
Es cierto que los viejos hábitos ejercen sobre nosotros una inercia muy fuerte, y que romper con modos de ser o de hacer muy arraigados puede resultarnos verdaderamente costoso. A veces, no nos bastará con sólo una firme resolución y nuestra propia fuerza de voluntad, sino que necesitaremos de la ayuda de otros. Para superar hábitos negativos, como por ejemplo los relacionados con la pereza, el egoísmo, la insinceridad, la susceptibilidad, el pesimismo, etc., puede resultar decisiva la ayuda de personas que nos aprecian. Si se logra crear un ambiente en el que resulte fácil comprender al otro y al tiempo decirle lo que debe mejorar, todos se sentirán a un tiempo comprendidos y ayudados, y eso es siempre muy eficaz.
La reflexión sobre la propia vida aleja al hombre de la visión superficial de las cosas y le hace recorrer su propio camino. La vida le presenta numerosos interrogantes, de los que normalmente sólo obtiene respuestas parciales e incompletas, pero con una reflexión frecuente puede lograr que la multitud de preocupaciones, afanes y aspiraciones de la vida diaria no desvíen su atención de lo realmente valioso.
Por eso es importante que el goteo de pequeños esfuerzos cotidianos no ocupe con tal fuerza el primer plano de nuestra atención que deje sin espacio para las cuestiones de verdadera relevancia.
Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”