Charlie Hebdo es el nombre un semanario satírico francés fundado en 1992, que tomó su nombre de una publicación satírica que existió entre 1969 y 1981 (primero como Hara-kiri y Hara-kiri hebdo). Con sus publicaciones consiguió sucesivamente la indignación de musulmanes, judíos y cristianos. Pero cuando la revista cobró relevancia internacional fue al involucrarse en la controversia sobre las caricaturas de Mahoma en el año 2006. Charlie Hebdo republicó las caricaturas aparecidas en el periódico danés Jyllands-Posten. Fue también el medio que publicó el manifiesto de doce intelectuales como Salman Rushdie o Bernard-Henri Lévy a favor de la libertad de expresión y en contra de la autocensura, y fue demandado por autoridades islámicas francesas, acusándole de un delito de “injurias públicas contra un grupo de personas en razón de su religión”.
Pero lo que sin duda tuvo una enorme repercusión mundial fue lo que sucedió en la mañana del 7 de enero de 2015, cuando dos hombres encapuchados y vestidos de negro, portando fusiles automáticos Kalashnikov, irrumpieron en la sede de Charlie Hebdo, en el número 10 de la Rue Nicolas Appert, en París, y mataron a doce personas, dos de ellas policías, e hirieron de gravedad a otras cuatro. La organización terrorista Al-Qaeda en la Península Arábiga reivindicó el atentado “como venganza por el honor” del profeta Mahoma, fundador del Islam.
Aquella horrible matanza recibió una merecida y contundente condena internacional. Lo que no fue unánime ni contundente, sino bastante controvertida, fue la defensa que muchos hicieron entonces sobre el “derecho a la blasfemia”, simplificando bastante el complejo debate en torno a la necesaria conciliación entre la libertad de expresión y el respeto religioso. Que la blasfemia no esté manifiestamente prohibida no significa tener derecho a la ofensa.
La democracia actual sería muy vulnerable si no reconociera que se fundamenta en unos presupuestos que a sí misma no se puede dar, puesto que los valores que exige la democracia se construyen en espacios pre-políticos y pre-democráticos. La convicción de que el otro tiene dignidad y merece nuestro respeto no nace como fruto de un proceso político concertado, sino que se trata siempre de algo previo a todo eso.
Para muchos, la clave para solucionar el conflicto está en rehabilitar el paradigma moral de una ética civil desligada de cualquier trascendencia. Aseguran que todos serían mejores ciudadanos si fueran educados en una ética laica, sin sanciones trascendentes, y no una ética religiosa, que hay que ir “deconstruyendo” para evitar fundamentalismos. Sin embargo, identificar religión con fundamentalismo sería tan simple como identificar la ética civil con los totalitarismos ateos que jalonan nuestra historia.
Resulta positivo abrir un debate sobre la ética civil y la ciudadanía, pero no resulta positivo acompañarlo de un supuesto derecho a la ofensa a las creencias religiosas de grandes colectivos sociales. Para Occidente, vulnerar la conciencia religiosa puede no ser muy ofensivo, pero para un amplio sector radicalizado del mundo islámico esos comportamientos irreverentes de Occidente son una dura provocación que merece una respuesta violenta. Es obvio que se trata de una respuesta inadecuada y condenable, y que matar en nombre de Dios es una clara alienación de la religión, pero Occidente no debe continuar con tan inoportunas ofensas a sus sentimientos religiosos.
Se observan, además, ciertas contradicciones. No es cierto que las sociedades occidentales no limiten la libertad de expresión, ni que exista tan amplio “derecho a la ofensa”. Muchos países consideran delito la apología del terrorismo, el enaltecimiento del nazismo, la ofensa a los sentimientos sionistas o las afirmaciones homófobas. Hay, por tanto, figuras bastante próximas al delito de blasfemia, y no estoy diciendo que me parezcan mal. Pero no está claro por qué puede ser un delito ofender a unos, y un derecho ofender a otros. Nuestro respeto a la cultura del otro está arraigado en nuestro respeto del intento que hace cada cultura para responder a los interrogantes de la vida humana. Esas diferencias entre culturas pueden, mediante el respeto mutuo, transformarse en fuente de un entendimiento más profundo del misterio de la existencia humana. Hay que cultivar la receptividad y el entendimiento en torno a la diferencia cultural y religiosa. Tenemos que ser capaces pensar más en el otro y de ponernos en su lugar.