Londres, 22 de mayo de 1787. Después de que los trabajadores han marchado a sus casas, doce hombres se reúnen en una pequeña imprenta del número 2 de la calle George Yard. No son personas poderosas, pero inician un movimiento que, tras mucho trabajo y muchas resistencias, acabaría por transformar el mundo: en menos de cincuenta años lograron que se aboliera la esclavitud en el imperio británico, cuando buena parte de su economía se fundamentaba sobre el trabajo esclavo.
La tarea parecía casi imposible. Vivían en un mundo que aceptaba la esclavitud como algo completamente normal, incluso como un derecho. Decenas de miles de marineros, comerciantes y navieros dependían del tráfico de esclavos, y los aranceles aduaneros sobre numerosas mercancías producidas por esclavos en las colonias eran fundamentales para los presupuestos generales del Imperio. Era un gigantesco negocio dominado por buques británicos, que transportaban más de la mitad de los esclavos capturados en el Nuevo Mundo. La idea de prohibir ese comercio en Gran Bretaña en 1787 era casi tan utópica como podría ser hoy un movimiento para imponer la energía renovable en Arabia Saudita.
Sin embargo, el movimiento antiesclavista cristalizó con rapidez, de una manera jamás lograda en intentos anteriores. Su líder más carismático fue William Wilberforce, un incansable y brillante orador que logró introducir con fuerza esa causa en el Parlamento Británico. Consiguieron generar fuertes sentimientos populares de adhesión a la lucha con aquella vergonzosa lacra, superando barreras geográficas, étnicas o de clase. La esclavitud se convirtió en un tema ineludible para la opinión pública londinense. Y surgieron novedosas formas de comunicar su mensaje. Además de los tradicionales libros y folletos, crearon un sello, distribuyeron pines, organizaron boicots al azúcar procedente del trabajo esclavo, movilizaron a la población femenina como nunca hasta entonces, popularizaron canciones y composiciones poéticas, e incluso recogieron grandes rollos con cientos de miles de firmas y entregaron personalmente argumentarios a cada líder político.
Después de cinco años de extenuante trabajo de aquella “Comisión contra la Trata de Esclavos”, finalmente, en la votación decisiva en el Parlamento británico, en 1792, su propuesta fue derrotada. Además, la coyuntura internacional posterior no fue favorable, y aquellos hombres atravesaron una larga “noche oscura”… hasta que llegó el año 1806.
James Stephen, cuñado de Wilberforce, era abogado marítimo y sugirió un cambio radical de táctica. Convenció a Wilberforce de que no siguiera con los archiconocidos planes y argumentos, que eran sistemáticamente rechazados. Pensaron un camino más largo pero inesperado para sus adversarios, que implicó la introducción de un proyecto de ley para prohibir a los súbditos británicos ayudar o participar en el comercio de esclavos con las colonias francesas o españolas, naciones contra las que en ese momento estaban en guerra. Fue un movimiento astuto, ya que la mayoría de los armadores británicos ocultaban sus barcos esclavistas bajo bandera estadounidense, y ese dato apenas era conocido. El gabinete presentó un “Proyecto de Ley de Comercio de Esclavos Extranjeros”. Wilberforce y los demás abolicionistas procuraron no llamar demasiado la atención sobre el efecto del proyecto. La ley fue aprobada por 283 votos contra 16. Era el 23 de febrero de 1807. Al entrar en vigor, tanto la Royal Navy como los corsarios con patente del Imperio Británico podían atacar a los barcos esclavistas que navegaban bajo bandera neutral, argumentando que los enemigos de Inglaterra se escondían con frecuencia detrás de esas enseñas. Era una iniciativa fundamentada en intereses de guerra, pero fue letal para el comercio esclavista en todo el mundo.
La abolición completa no llegaría hasta 1833, pero aquello fue un enorme paso hacia delante. Un ejemplo de cómo un pequeño grupo de personas comprometidas puede lograr un gran cambio social. Y una muestra de cómo muchas veces las soluciones a grandes problemas pueden venir por caminos inesperados y estar basadas en intereses también inesperados. Una prueba de que la constancia debe ir acompañada de inteligencia y de estrategia, no solo de insistencia. Esa “constancia inteligente” requiere más observación, más trabajo en equipo, entender mejor las ideas de los otros, analizar mejor las causas de los propios fracasos y, sobre todo, mantener siempre la mirada en el largo plazo.