Los almanaques eran una forma muy popular de literatura en aquellos momentos, con predicciones astrológicas sobre el año siguiente. Y uno de los eventos predecidos por el señor Bickerstaff era precisamente la muerte a causa de una extraña fiebre de su astrólogo opositor: “Yo pronostico solemnemente que ese vulgar escritor de almanaques llamado John Partridge, cuyas predicciones son siempre vagas, imprecisas y erróneas, morirá exactamente a las 11 de la noche del 29 de marzo, por lo que le recomiendo que ponga sus asuntos en orden”.
El bulo corrió como la pólvora entre la población londinense aficionada a los almanaques, sorprendida y divertida ante una afirmación tan audaz. Partridge trató de contrarrestar sus efectos con una carta en la que aseguraba que el tal Isaac Bickerstaff no era más que un astrólogo de poca monta, pero eso contribuyó a dar credibilidad a la existencia del falso personaje.
Todo Londres contuvo la respiración a la espera de ver a quién el tiempo iba a dar la razón. ¿Moriría Partridge el 29 de marzo, o sobreviviría? En la noche del 29 de marzo, Bickerstaff editó una elegante nota impresa, enmarcada en negro, con una elegía en la que anunciaba que Partridge había fallecido en su residencia la madrugada del día anterior, tras cuatro días de dolorosa enfermedad. La carta fue reproducida por otros escritores y periódicos, otorgándole absoluta veracidad. Bickerstaff explicó que había ido a visitarle mientras agonizaba en su cama, y que en sus últimas palabras el astrólogo enfermo había admitido que sus predicciones eran un fraude que se veía obligado a hacer con el fin de ganar suficiente dinero para mantener a su familia.
El 30 y 31 de marzo se distribuyó por todo Londres un panfleto anónimo titulado The Accomplishment of the First of Mr. Bickerstaff’s Predictions, que explicaba cómo la predicción de Bickerstaff se había hecho realidad. Pero precisaba que había fallado por cuatro horas, ya que Partridge había muerto a las 7:05 pm, no a las 11:00 pm. Dada la lentitud con que las noticias viajaban, la noticia de la muerte de Partridge se difundió en Londres el 1 de abril, Día de los Inocentes. Partridge seguía vivo, pero ese día fue despertado por el sacristán para saber si la familia quería un sermón fúnebre. Luego, mientras caminaba por la calle, la gente que conocía se le quedaba mirando y le paraba para decirle que era exactamente igual que un conocido suyo que había fallecido.
Enfurecido, Partridge publicó un fascículo en el que insistió en que aún estaba vivo y que Bickerstaff era un impostor. Bickerstaff respondió fríamente diciendo que Partridge obviamente estaba muerto, y que era el propio Partridge quien había predicho que una epidemia de fiebres se extendería por Londres a principios de abril de 1708. El bulo continuó durante todo un año, la carrera de Partridge como astrólogo se vino abajo y su almanaque dejó de publicarse. Partridge murió finalmente en 1715, tratando aún de explicar que estaba vivo, y este famoso bulo de Jonathan Swift (que luego se haría famoso a partir de 1726 con la publicación de “Los viajes de Gulliver”) quedó para la historia como una de las bromas más letales que se recuerdan.
Esta anécdota sirve quizá para ilustrar la sorprendente efectividad que muchas veces tienen los bulos, incluso cuando son sumamente inconsistentes o no aportan casi ninguna prueba. Casi todos tenemos una curiosa y sorprendente credulidad ante los chismes o la murmuración. Nos resulta demasiado fácil pensar mal de los demás. O nos creemos todo lo malo que nos dicen de alguien que no nos cae bien. O somos tan críticos y nos consideramos tan agudos que, al final, resultamos ser demasiado crédulos o ingenuos porque admitimos cualquier cuento con que nos vienen. Quizá no nos damos suficiente cuenta de que, cuando difundimos cosas que no son ciertas, o que, siéndolo, no hay necesidad de difundir, robamos a las personas su buen nombre y atentamos contra su dignidad, y con ello también a la nuestra.