Era otoño, y los indios de una remota reserva norteamericana preguntaron a su nuevo jefe si el próximo invierno iba a ser frío o apacible. Como aquel jefe había sido educado en una sociedad moderna, no conocía la vieja sabiduría de su raza. Así que, cuando miró el cielo, se vio incapaz de adivinar qué iba a suceder con el tiempo. Para no parecer inseguro o dubitativo, respondió que el invierno iba a ser verdaderamente frío y que los miembros de la tribu debían recoger leña para estar preparados.
No obstante, como también era un hombre práctico, a los pocos días tuvo la idea de telefonear al Servicio Nacional de Meteorología. «¿Este invierno será muy frío?», preguntó. «Sí, parece que el invierno será bastante frío», respondió el funcionario de guardia.
De modo que el jefe volvió con su gente y les dijo que se dispusieran a reunir todavía más leña, para estar aún mejor preparados. Una semana más tarde, el jefe indio llamó de nuevo al Servicio de Meteorología y preguntó lo mismo. «Sí, va a ser un invierno muy frío», aseguró de nuevo el funcionario. En el poblado siguieron recogiendo toda la leña posible, asustados por lo que se presentaba como un invierno realmente crudo. Dos semanas después, llamó de nuevo al Servicio de Meteorología y volvió a preguntar: «¿Están ustedes seguros de que el invierno va a ser tan frío? ¿Cómo pueden estar tan seguros?». «Sin duda alguna lo será —respondió el funcionario que esta vez atendió su llamada—. Fíjese usted si va a ser frío que los indios están recogiendo leña como locos».
Esta sencilla historia ilumina un efecto muy común entre las personas, de hoy y de siempre. Ante la propia inseguridad, a veces tendemos a opinar lo primero que se nos ocurre, sin mucha fundamentación. Y cada uno se queda tranquilo cuando comprueba que está en la misma opinión que una masa suficientemente amplia de gente. Y ese mimetismo se realimenta de unos a otros hasta construir una “verdad” que todos aceptan como evidente e indiscutible.
Tener criterio propio no es tarea fácil. Hay mucha información, muy accesible, muy disponible, muy extensa… pero lo importante no es tener una gran cantidad de datos, sino saber si son ciertos, saber qué hacer con ellos, y obtener auténticos conocimientos a partir de toda esa masa de información.
Confundir la información con el conocimiento es un grave error. Porque el conocimiento es siempre resultado de un esfuerzo vital, el logro de una vida vivida de modo esforzado y profundo. No basta con tener muchos datos, igual que no basta con saber muchos idiomas si no se tiene nada interesante que decir en ninguno de ellos.
La clave del buen conocimiento de las cosas, del buen criterio, de la prudencia en las valoraciones y las decisiones, no es el saber muchas cosas, sino el saber. Una de sus claves son las buenas lecturas, la capacidad de escuchar, de preguntar, de observar, de cuestionarse las cosas. Y otra, no dejarse arrastrar demasiado por las modas. Porque hay mucha gente convencida de llevar un estilo de vida muy personal, muy original, muy creativo, y siempre dicen que lo tienen todo muy claro, cuando en realidad lo que piensan, hacen y consumen es lo que algunos han diseñado para que todo el mundo piense, haga y consuma.
El aprendizaje no termina nunca. No podemos abandonarnos. Toda la vida hemos de ser personas estudiosas, insatisfechas con las explicaciones que nos dan —y que nos damos—, empeñadas en seguir aprendiendo cada día, de los mayores y de los menores, de los que saben mucho y de los que parece que saben poco, de los que nos caen bien y de los que no, de los que sintonizan con nuestras ideas y de quienes las combaten.