He releído “La vida sale al encuentro”, una magnífica novela de José Luis Martín Vigil publicada en 1955, que marcó a varias generaciones hasta llegar a ser un clásico de la literatura española de posguerra.
Es una narración en primera persona de Iñaqui, un muchacho de quince años que estudia en el Colegio Apóstol Santiago de Vigo en el año 1951. Su relato es todo un despliegue adolescente que va descubriendo las emociones de la vida y su drama, el amor y la muerte de los seres queridos, las formidables luchas entre su gran corazón y sus incontrolables pasiones. Las descripciones tienen una gran riqueza de matices afectivos, que permiten seguir todo el proceso de interiorización de los conflictos que le van curtiendo en su transformación vital. No es una novela piadosa ni sentimental, pero sí de sentimientos y de ideales. Su impronta pedagógica es muy importante. Quizá llaman la atención algunas cosas que eran normales en los años cincuenta y ahora no lo son. Es obvio que los tiempos han cambiado, pero se mantiene lo principal, pues la juventud sigue siendo etapa de metas elevadas, de exigencias fuertes y de ejemplos claros.
El Padre Urcola orienta a unos muchachos que, como todos, son muy vulnerables a las emociones y a los impulsos propios de su edad, y ellos mismos descubren la importancia de contar con un consejero experto y certero en esa etapa tan decisiva de sus vidas. Les habla de todas esas luchas interiores, de esas pequeñas victorias que los van transformando poco a poco en personas adultas, y les hace ver cómo ninguna de esas victorias queda sin registrar en el libro de la propia vida, esa historia que nunca miente. Les va enseñando a encajar el dolor y les desvela la importancia del sacrificio si quieren conseguir algo que merezca la pena. Sin moralismos simples, les hace comprender que, estando como están, metidos en cuerpos a medio hacer, quizá tenidos en menos por los mayores, o por los que se creen serlo, han de demostrar su verdadera madurez encauzando su inconformismo a combatir en primer lugar su propia mediocridad.
Lo fundamental que describe la novela siegue siendo totalmente válido. La gente joven anhela mucho más, hoy igual que sucedía hace cincuenta o sesenta años, o hace cien. Están forjando sus vidas y han de demostrar su valor. Necesitan que se les hable con sinceridad, con exigencia, con confianza. Hay que darles menos consejos y más responsabilidad, menos teorías y más ejemplo, menos divagaciones y más coherencia. No hay que ponerles las cosas fáciles, hay que hablarles como a adultos, sin sermonear, sin mirarles por encima del hombro, sin darles lecciones, sin añorar viejos tiempos ni creernos mejores que ellos.
No necesitan de explicaciones pazguatas sobre obviedades sexuales que conocen perfectamente, sino ayudarles a descubrir modos mejores de entender el amor. No necesitan dinero sino disciplina que les permita escapar de la trampa de la dependencia en la que muchos han caído. En el trabajo y en su formación necesitan paciencia y oportunidades, y saben que tienen que aprender de sus errores y pagar por ellos si es preciso.
La vida excesivamente confortable ha retrasado la llegada de la madurez y ha infantilizado ya a demasiada gente. Necesitan y aceptan la autoridad y la disciplina, quieren reglas de juego claras, austeridad, más ambiente de trabajo y menos contemplaciones. Entienden la exigencia y la templanza, la necesitan. El problema quizá es que a muchos adultos les cuesta más que a ellos mismos crear ese ambiente sobrio y riguroso que tanta falta hace a todos.