Jean Bernard es un sacerdote luxemburgués de treinta y cinco años, cautivo en el campo de concentración de Dachau. Lleva diez meses en el “Pfarrerblock”, un pabellón en el que están prisioneros 2771 sacerdotes y religiosos de toda Europa.
Un día de febrero de 1942, Jean Bernard es liberado y devuelto a su Luxemburgo natal. No se le dan explicaciones hasta que ya está allí. En realidad, aquello son sólo nueve días de libertad para que visite a su Obispo y le convenza para que haga una declaración de apoyo a Hitler, con objeto de intentar romper así la total resistencia del clero católico local. A cambio, las autoridades alemanas le ofrecen respetar su vida, la de su familia y la de los demás clérigos prisioneros. Si huye, o si el objetivo no se logra, los veinte sacerdotes luxemburgueses de Dachau serán ejecutados.
El terrible dilema moral planteado a este sacerdote, todavía joven pero con un notable prestigio en su tierra, es un hecho totalmente real y que él mismo describió en unos recuerdos que, a modo de diario, publicó al terminar la Segunda Guerra Mundial. El libro, titulado “Pfarrerblock 25487”, en referencia a su número de recluso, está escrito con sobriedad, sin ningún patetismo, con una cierta distancia respecto a su propio sufrimiento. Habla de manera rigurosa y precisa, como si estuviera describiendo un paisaje, sin pretender convertirlo en literatura.
Esta dolorosa y lacerante vivencia de Jean Bernard protagoniza la película “El Noveno día”, del director alemán Volker Schlöndorff. El momento central del drama de aquel hombre es cuando le dicen que es libre, porque entonces se da cuenta de que es él quien tiene que decidir entre la vida y la muerte. Hasta entonces eran los jefes del campo de concentración los que decidían si vivía o moría, y de repente esa decisión se encuentra en sus propias manos.
Antes sufría las brutalidades de Dachau, pero ahora sufre otra tortura mayor, pues han dejado en sus manos la vida del resto de sacerdotes detenidos. Como prisionero, bastaba con que obedeciese las órdenes de sus vigilantes, pero ahora, su libertad es una pesada losa sobre su conciencia. Un oficial de la Gestapo le presiona con su plan maquiavélico, y los encuentros entre ambos se convierten en un auténtico duelo dialéctico entre dos mundos dispares e irreconciliables.
Bernard sabe que no debe ceder a aquel chantaje, pero sufre enormemente al pensar en las consecuencias. Lo sufre con un heroísmo en soledad, porque va quedándose cada vez más solo ante su conciencia. Recibe presiones del oficial de la Gestapo, de un antiguo teólogo que le enreda con razones ideológicas, del vicario del obispo que pretende salvar a los condenados mediante la postura pro-nazi, y la de su propia familia que le aconseja la huída al extranjero o la simple claudicación, incapaz de comprender el martirio moral que está sufriendo. Cualquiera de las salidas que se le plantean, supone una tragedia. La película es un homenaje a todos esos héroes desconocidos que se enfrentaron a terribles situaciones de conciencia. Sale a relucir, por ejemplo, cómo una pastoral del obispo de Utrecht contra Hitler propició la deportación y muerte de 40.000 católicos holandeses, hecho que explica el prudente silencio por el que tuvo que optar Pío XII en algunas ocasiones, aunque algunos lo hayan considerado después como muestra de debilidad o de apoyo al régimen.
El sacerdote aparece con sus imperfecciones y sus dudas, con silencios que pueden ser entendidos como ambigüedad, pero también con la entereza y honestidad de quien actúa en conciencia. Él, como miles de personas, de entonces o de ahora, se comportó de modo heroico para decidirse por la mejor de las opciones posibles. Jean Bernard plantó cara al miedo y a la muerte, y volvió a Dachau. En el Pfarrerblock murieron más de mil quinientos sacerdotes católicos.
Las decisiones importantes tomadas en conciencia no suelen ser fáciles. Todos somos tentados por la salida cómoda. Todos tememos las consecuencias desagradables de actuar con honestidad. A todos nos asusta la coacción de quienes procuran forzarnos a una decisión a su interés. Son dilemas y decisiones que todos afrontamos casi siempre en soledad, ante el tribunal de nuestra propia conciencia. Y todos sentimos también, como Jean Bernard, el peso de la propia cobardía, de la propia debilidad, del dolor de las consecuencias no queridas de nuestro obrar bien. Pero sabemos también que la honestidad de nuestra conciencia debe estar por encima de todo eso, por mucho que cueste.
Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”