Me lo contó hace años el protagonista de la anécdota y no se me ha olvidado. Un profesor de una prestigiosa institución educativa llega a su despacho, que comparte con otros compañeros. Nada más entrar, ve el cubilete de cerámica en el que pone los bolígrafos, que está roto en varios pedazos. Pero no están caídos en el suelo, sino recogidos los trozos y puestos en orden sobre la mesa. Alineados, los lápices, los bolígrafos y el abrecartas. Junto a ellos, una nota pidiendo disculpas: “Perdón. Se me ha caído. He sido yo.” Y su firma.
El “culpable” era una empleada del servicio de limpieza que había ido a trabajar allí más tarde. Se le cayó el cubilete cuando pasaba junto a la mesa, y se hizo añicos contra el suelo.
Quien me lo contaba —el dueño del cubilete— consideró que el hecho de que aquella persona hubiera dejado una nota diciendo que había sido culpa suya, pudiendo no haberlo dicho y pasar inadvertida, era una muestra de salud moral de esa persona y del lugar en que trabajaban.
Pensó eso, y pensó también que aquella muestra de sinceridad merecía un reconocimiento. Y, de acuerdo con los demás profesores del Departamento, regaló a aquella persona una caja de bombones. Porque eso de decir la verdad sin ningún problema, y asumir con valentía las cosas, con total normalidad, era un gesto que había que valorar.
Esta sencilla anécdota dice mucho de quien tiró el cubilete y supo dar la cara sin dudarlo un momento; de quien supo valorar su sinceridad en vez de quejarse por el contratiempo; y también de la institución que facilitó un estilo de trabajo que estimuló esas cualidades. Las instituciones en general, y las personas en particular, deben propiciar un gran aprecio por todas las virtudes que rodean a la verdad: la sinceridad, la veracidad, la lealtad, la naturalidad, la coherencia. Porque la sinceridad —también entre los adultos— se educa, se facilita. Y la mentira, en cualquiera de sus formas, es letal para las personas y para las organizaciones.
La mentira tiene una validez efímera y hace que el mentiroso tenga que estar mintiendo constantemente. Es un escape tan tentador como fugaz. Puede permitir un momentáneo salir del paso, pero, normalmente, sólo para meterse en un callejón aún más angosto, porque la mentira, por su propia naturaleza, tiende a extenderse y a dominar a quien la practica. Y sus engaños distancian también de las personas más próximas, de modo que condena al mentiroso a una terrible soledad, hasta el punto de que quizá uno de los peores castigos que sufren los mentirosos es el oscurecimiento de su propia identidad.
Es muy difícil huir de los efectos de la mentira, sea grande o pequeña. Se puede esquivar o eludir durante algún tiempo, pero después, cuando menos te lo esperas, vuelve a aflorar, y quizá entonces ya no son mentiras piadosas, ni falsedades inocentes, ni exageraciones sin importancia, ni eufemismos tranquilizadores. No son tan dóciles ni tan inofensivas como parecían en el momento en que se dijeron. Se han convertido en monstruos que devoran, que atropellan, que rompen amistades, destrozan familias o arruinan carreras profesionales.
Hay algunas personas que mienten bastante, pero no por interés ni por cálculo, sino por simple debilidad, por un ingenuo deseo de quedar bien, por agradar, por un temor simplón, por dárselas de expertos o de enterados. Y esto les lleva a situaciones un tanto absurdas, en las que se encuentran entretejiendo tontamente mentiras que no les deparan beneficios, sino continuas decepciones y sobresaltos que conducen a nuevas mentiras más arriesgadas todavía.
La mentira debe evitarse hasta en los aspectos más nimios, para así construir alrededor de las personas un ámbito de claridad y de confianza. Y debe ser así desde la más tierna infancia. “Es que los mayores decís tantas mentiras…”, recuerdo haber escuchado contar a un padre cuyo hijo se quejaba de que los adultos, cuando hablan con los niños, suelen mentir con demasiada facilidad, y cuando sus hijos las detectan, se les enciende la sangre de pura indignación.
La sinceridad siempre se encara con la verdad, en cuanto la ve. Por eso el hombre honrado vive tranquilo, porque no tiene que vivir más que una vida, que es la verdadera y la verdaderamente suya.