Transcurre el año 1935 en una pequeña localidad de California. Frank Capra está muy enfermo. Había logrado alcanzar un cierto éxito como director de cine con una productora por entonces modesta, la Columbia Pictures. Pero con el éxito vino la enfermedad. Parecía tuberculosis, pero tampoco estaba claro. El caso es que estuvo bastante cerca de la muerte. Y en esa situación recibió la visita de un curioso personaje. Nunca supo su nombre, solamente que era conocido de un matrimonio amigo, los Winslow, pero de lo que estuvo siempre seguro es de que aquella visita cambió su vida.
El hombrecillo se plantó frente a su cama y le dijo: “Es usted un cobarde. ¿Oye a ese hombre?” (se refería a Hitler, que hablaba por la radio) “¿A cuántos habla? ¿A quince, a veinte millones? ¿Y cuánto tiempo? ¿Veinte minutos? Usted puede hablar a cientos de millones, durante dos horas. Y en la oscuridad. Sus talentos, señor Capra, no son suyos por derecho propio. Dios se los ha dado. Cuando no los usa, defrauda a Dios y a la humanidad. Que tenga un buen día”.
Aquel tipo se fue, y Capra tomó conciencia de su responsabilidad como cineasta y como persona. Aquellas palabras le llevaron incluso a acercarse al confesionario de una iglesia. Y le devolvieron, además, las ganas de vivir.
De vuelta al trabajo, tenía una idea clara: lo más importante no era el dinero, o ganar un Oscar: quería hacer buenas películas, que llegaran a la gente, y que dijeran algo. Dirigió entonces “El secreto de vivir” donde retrata cómo el egoísmo devora a las personas y cómo un hombre corriente se hunde pero logra sobreponerse a los obstáculos.
El cine de Capra tenía algo especial. Supo reflejar con maestría la solidaridad y los buenos sentimientos en una pantalla de cine. Muchos decían, como ahora, que el cine simplemente refleja lo que existe ya en la realidad. Pero también es cierto que se puede presentar la realidad con un tono más optimista y esperanzador, y eso sin caer en simplezas ni en moralinas. Capra dio un sentido de misión a su vida. No una mentalidad mesiánica, propia de quien se considera libre de errores y poseedor de todas las clarividencias, sino una visión de más alcance, que nace de la conciencia de poseer unos talentos y de comprender la responsabilidad de hacerlos rendir. No es mirar a los demás con desdén o con suficiencia, como considerándose por encima de ellos, sino sentirse servidor de los demás, llamado a prestarles toda la ayuda que esté en nuestra mano. Esa actitud nace de la humildad personal, porque la humildad es la verdad, pero es una humildad unida a tener claro que cada uno tenemos una tarea que desempeñar en la vida y hay que llevarla a cabo. Esa tarea es la más digna y más necesaria para nosotros, con independencia de que la sociedad considere que es elevada o sencilla.
Además, si uno no decide pronto lo que quiere hacer con su vida, otros lo decidirán por él. Es preciso “ponerle un titular” a la propia vida, saber hacia dónde nos movemos y por qué. Necesitamos que todo lo que hacemos tenga un sentido, un sentido que siempre será personal e intransferible, por muy compartido que esté con otras personas. Debe haber una razón por la que moverse y motivarse cada día, una clave para poner entusiasmo y energía en las cosas.
No se trata de sobrevalorar las propias capacidades, ni de erigirse en protectores de todo el mundo, ni ser de esos organizadores de lo ajeno que muchas veces encubren con eso un deseo de figuración y de poder. Se trata de despertar la conciencia propia y la de los demás, para que cada uno busquemos nuestro camino, sin ansia de recompensa ni de reconocimiento a corto plazo: ya vendrá, cuando tenga que venir y si tiene que venir, porque la recompensa y el reconocimiento más valiosos son los que se obtienen ante la propia conciencia.