Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio contra el líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt parecía un perfil muy adecuado para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la “solución final” del Holocausto. Sin embargo, los artículos que la filósofa redactó acerca de aquel proceso despertaron una gran polémica. Y cuando luego publicó esos reportajes en forma de libro con el título “Eichmann en Jerusalén”, se desató una fuerte campaña contra ella, organizada por varias asociaciones judías norteamericanas e israelíes.
Tanto el fiscal en Jerusalén como la opinión pública del país buscaban retratar a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal. Sin embargo, Arendt no lo veía así, como un demonio, sino más bien como un eficiente y ambicioso burócrata que había hecho suya la ideología nazi, y, orgulloso, la había puesto en práctica hasta el final. Arendt veía en él una terrible muestra de la banalidad que tantas veces reviste el ejercicio del mal.
Otro punto que despertó aún más motivos de indignación fue la crítica de Arendt hacia los líderes de algunas asociaciones judías que, por salvar su propia piel, durante el Holocausto entregaron a los nazis las listas con los nombres de sus afiliados y colaboraron de esta forma en la deportación masiva a los campos de concentración.
En conjunto, lo que provocaba las iras contra Arendt era su “insumisión” a lo que todos esperaban que tenía que hacer. En vez de defender, como buena judía, la causa de su pueblo de manera incondicional, y seguir las pautas señaladas por el aparato judío, la filósofa tuvo la desfachatez de reflexionar, investigar y debatir por su cuenta. Quizá habían esperado de ella un apoyo total al sentimiento de la identidad nacional judía, una adhesión cerrada a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de una persona que no estaba dispuesta a repetir la lección que querían que se aprendiera.
Arendt nunca aceptó la restricción mental de los intelectuales y políticos que intentan vestir de prudencia lo que, para ella, era simplemente una lamentable falta de coraje. A veces, el pensamiento es peligroso, porque puede errar, pero hay un peligro mucho mayor que el hecho de pensar, y es, precisamente, dejar de hacerlo. Arendt veía a Eichmann precisamente así: no como un hombre de firmes y perversas convicciones ideológicas, ni como una persona con motivaciones extraordinariamente malvadas, sino más bien como un hombre banal y terriblemente falto de reflexión. Y es que, en la capacidad de pensar nace la capacidad para poder distinguir el bien del mal. Por eso, es triste que, a veces, quienes diseñan lo que es o no políticamente correcto en los grandes areópagos sociales, acaben participando en un juego de falsedades y engaños, dando la espalda a la verdad para conducirse, con la excusa de un falso patriotismo, hacia su deliberada ocultación.
La apelación al patriotismo de grupo suele ser el principal argumento para esconder la verdad de los hechos. Arendt nos previene contra el peligro de refugiarse en grandes conceptos como la religión, la patria, un partido o una clase social, para convertirlos así en criterios con los que enjuiciar la actuación moral. Hay demasiada tendencia a clasificar a las personas en categorías y, con eso, predeterminar los patrones del juicio moral que se les debe aplicar. Hay que tener el suficiente coraje para desmarcarse, cuando lo veamos necesario, de lo que otros consideran lógico y previsible como pertenecientes al grupo en que cada uno ha sido encuadrado. Las personas, y sus actuaciones, no son buenas o malas por el mero hecho de ser de un grupo o de otro. Es preciso pensar con rectitud, atender a nuestro sentido crítico, sobre todo cuando va contra nuestra comodidad y nuestra conveniencia.
Porque no se trata de tocar a destiempo para significarse y quedar bien. Se trata de ser capaces de decir lo que se piensa, cuando cuesta, no cuando la moda es desmarcarse. Admiro a los que saben salirse de la fila cuando eso no es la moda, cuando tiene un coste personal. Admiro a los que no se prestan a defender las malas acciones de alguien porque “es de los nuestros”. Admiro a los que no critican por sistema a alguien simplemente porque no es de los suyos. A los que se atreven a valorar lo bueno o lo malo que dicen o hacen las personas, con independencia del grupo en que se les encuadre. Amigos de Platón, y de todos nuestros amigos, pero más amigos de la verdad.