»Cada vez que esa viejecita se detuvo después, a lo largo de nuestro paseo, sentí una especie de censura interior que me sobrecogía.» Este breve retazo de una de las obras de Miguel Delibes bien puede servirnos para reflexionar sobre la trascendencia que tienen muchas de esas pequeñas cosas, esos detalles que parecen carecer de importancia pero que, en su conjunto, hacen a unas personas diferentes de las otras.
Todos recordamos detalles nimios, como ese, en los que nos fijamos una vez y que han quedado grabados en nuestra memoria porque que nos han llevado a una reflexión que les ha dado relevancia. A otros quizá les parecería absurdo que cuestiones tan pequeñas hayan podido resultarnos importantes, pero lo fueron, y comprendemos que esas menudencias son como el sabor del ser de las cosas.
Sabemos también que la felicidad y el acierto en el vivir dependen en gran medida cómo vivimos muchos de esos detalles mínimos. Por ejemplo, si sabemos reconocer a una persona que ha hecho bien su trabajo y le tratamos como merece, eso nos hace mejores a nosotros y a él. Y si hacemos el propósito de agradecer cualquier favor que recibamos o cualquier servicio que nos hagan, por pequeño que sea, haremos el mundo más habitable. Podemos poner más empeño en hacer la vida agradable a quienes nos rodean. Y proponernos llamar de vez en cuando, sin necesidad grandes motivos, a esos amigos y familiares que quizá tratamos menos. O ayudar económicamente, en la medida de nuestras posibilidades, a esas personas o proyectos que necesitan un apoyo nuestro. No es cuestión de tener mucho tiempo ni mucho dinero, sino de cómo administramos el que tenemos.
No debemos pensar que la felicidad está en los grandes acontecimientos. Hay que rastrearla en esas pequeñas luces que se encuentran y se desperdigan en los detalles. Por ejemplo, en el trabajo, a lo mejor no podemos aspirar hoy a grandes logros, porque quizá no se presente la ocasión, pero sí podemos esperar o pronunciar una palabra inteligente, un diminuto detalle que produce alegra y que no se esperaba. Todo eso es la pequeña llave del detalle, que abre más corazones de lo que imaginamos.
Lógicamente, lo grande de los detalles no es su valor material. Cuenta Hebbel con ironía la historia de aquel hombre que, estando hundiéndose en el mar, recibió la ayuda de un desconocido que le tiró una tabla a la que pudo agarrarse y salvar así su vida. Y añade que el recién salido de las aguas se dirigió a su salvador y le preguntó que cuánto costaba la madera de la tabla, porque quería pagársela y, así, agradecérsela. ¡Como si su salvador le hubiera regalado una madera y no la vida! Hemos de poner creatividad e ingenio para estar en los detalles. La vida tiene, en cierta forma, una dinámica acumulativa: los cambios conducen a otros cambios, la mejora estimula a otras mejoras. Al avanzar, podemos caminar paso a paso, pero debemos ser constantes. Un pequeño detalle, visto retrospectivamente tiempo después, ha dado lugar a progresos importantes. Un pequeño cambio de dirección en el largo viaje de la vida, marca una diferencia cada vez mayor con el paso del tiempo: un resultado final muy diferente, aunque la diferencia inicial fuera casi imperceptible.