Los niños británicos de clase media-alta tienen peor rendimiento académico que alumnos asiáticos que viven en el umbral de la pobreza. Ese ha sido un destacado titular reciente en los principales diarios británicos, a raíz de un estudio internacional de la OCDE. Los hijos de los trabajadores manuales de las fábricas de numerosas áreas del Lejano Oriente tienen un rendimiento que está al menos un año por delante de los hijos de los médicos y abogados británicos.
El estudio está basado en datos del último informe PISA, y muestra que con mucha frecuencia los adolescentes con menos recursos son más eficientes que los que tienen mucho más fácil las cosas en su vida diaria. No han faltado voces autorizadas que se han apresurado a decir que los países desarrollados deberían centrarse en mejorar sus modos de enseñar en la escuela y en la familia, en vez de achacar con tanta frecuencia sus problemas a la presencia de inmigrantes extranjeros en sus aulas.
El estudio incluye información sobre la ocupación de sus padres, para determinar su efecto sobre el rendimiento en los estudios de sus hijos. Y los hijos de los profesionales británicos de nivel medio y alto, que se encuentran entre los mejor pagados del mundo, obtuvieron un promedio de 526 puntos en matemáticas, mientras sus iguales en Shanghai llegaron a 656. Los hijos de trabajadores británicos de baja cualificación se quedaron en 461 puntos frente a los 569 en Shanghai, equivalente a dos años y medio de diferencia en el ritmo de crecimiento de los resultados en sus estudios.
El hecho es que los estudiantes asiáticos tienen una actitud más positiva para aprender que los estudiantes occidentales. La ministra británica de educación ha sido rotunda: “La realidad es que nuestro bajo rendimiento está debilitando nuestra base de conocimientos y amenazando la productividad y el crecimiento futuros”. El Reino Unido ha quedado en el puesto 26 en matemáticas, 23 en lectura y 21 en ciencias, mientras que Shanghai tuvo las más altas calificaciones en cada materia. Los países asiáticos lideran todas las categorías. Por ejemplo, en matemáticas hay que llegar hasta el 8º puesto para encontrar el primer país europeo: Liechtenstein.
No quiero con esto idealizar la cultura o la educación en los países asiáticos, que tienen, como todas, indudables sombras. Lo que deseo resaltar es que el éxito en educación no es cuestión de dinero. Ni en la familia ni en la escuela puede observarse una relación clara entre el nivel económico y los resultados que se alcanzan. Así como en la producción industrial no todo es cuestión de esfuerzo y de recursos empleados, sino que hay también influye la tecnología o la buena organización, algo parecido sucede en la educación: no basta con gastar más, es preciso gastar mejor, emplear los recursos con más acierto, sin caer en los habituales errores o simplificaciones. No es cuestión de más metros cuadrados de instalaciones, más medios informáticos, mejores sueldos o menos alumnos por aula. Todo eso está bien, y tiene su importancia, pero apenas influye respecto al efecto de la cultura de fondo que subyace en todo el proceso educativo. Es obvio que la solución tampoco está en reducir las partidas económicas, pero desde luego sí en pensar bien dónde emplear los recursos y cómo evaluar sus resultados con un poco de rigor.
Quizá la escuela se queja demasiado de la familia, y la familia de la escuela. Los profesores se quejan de los alumnos y los alumnos de sus profesores. Entre empresarios y sindicatos sucede con demasiada frecuencia algo parecido. Se culpa a las leyes de educación, a los medios de comunicación, a la distracción de las nuevas tecnologías, a la falta de valores de la cultura imperante, a la falta de recursos económicos. Quizá lo que falta es que cada uno procuremos quejarnos menos y logremos implicarnos más en un trabajo mejor conjuntado. Buscar culpables suele ser con demasiada frecuencia un mecanismo reflejo de autojustificación. Y aquí lo que importa no es tanto teorizar sobre la culpa sino trabajar unidos para mejorar.