Todos recordamos en nuestro interior ese gran caudal de pequeños ejemplos aprendidos en la intimidad de la familia o de la escuela. Esas ideas de fondo que se han ido estableciendo en nuestra mente al ver cómo unos y otros se comportaban ante la contrariedad, el sufrimiento o la injusticia; el coraje que se demuestra al no rendirse ante lo que otros ya se han rendido; el esfuerzo por mantener la coherencia personal entre lo que se cree y lo que se dice o se hace, aunque eso suponga pérdidas importantes; o los valores que se transmiten cuando vemos la consideración con que se trata a cada persona, también a las que a veces parecen no merecer esa consideración.
Son lecciones humildes y sencillas, que permanecen el anonimato, que difícilmente saldrán a la luz porque casi no sabemos ni cómo ni cuándo las aprendimos. Es la escondida tarea de tantas personas que dejaron sus fuerzas y consumieron sus vidas sacrificándose por educar a sus hijos o a sus alumnos, como mejor supieron, difundiendo su amor y su misericordia en miles de horas de desvelos, procurando ayudarles a configurar sus vidas. Es la grandeza de la educación, de tantos hombres y mujeres que cada día ponen todos sus conocimientos y su sabiduría en servicio de los demás, cultivando la cabeza y el corazón de a quienes pronto les tocará llevar las riendas de nuestra sociedad.
Por eso, educar bien a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la universidad, o cualquier otra tarea relacionada con la formación de las nuevas generaciones, debería considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.
Transmitir el progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues requiere su asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo, sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran parte el acierto en el vivir.
¿Basta una moral laica? Muchos padres y educadores están preocupados por la educación moral de sus hijos, alumnos, etc. Ven que bastantes de sus actuales problemas tienen la raíz en una deficiente o insuficiente formación básica en las convicciones morales, ideales de vida, valores, etc. Pero bastantes de ellos, aun considerándose buenos creyentes, apenas cuentan con la fe a la hora de educar, y eso puede ser un error de graves consecuencias.
Es cierto que se puede tener una moral muy exigente sin creer en Dios. Y también es cierto que existen personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es verdad también se pueden encontrar doctrinas éticas muy respetables que excluyen la fe. Pero ninguna de esas razones hacen aconsejable que una persona creyente eduque a sus hijos como si no tuviera fe, o que ignore la trascendencia que tiene la religión en la educación moral de una persona.
De entrada, no es fácil fundamentar una ética que prescinda totalmente de Dios, pues la ética se remite a la naturaleza, y ésta a su autor, que difícilmente puede ser otro que Dios. Además, una ética sin Dios, sin un ser superior, una ética basada sólo en un consenso social, o en unas tradiciones culturales, ofrece menos garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser manipulado, pues una referencia a Dios sirve no sólo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. Conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente —y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, se entiende— será más fácil que se observen esas leyes morales, ya que el creyente se dirige a Dios no sólo como legislador sino también como juez.
En cambio, cuando se prescinde de Dios, es más fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error? Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no pueda engañarse nunca; pero al menos está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta.
Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Esto sucede más aún cuando esa “moral laica” se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.
Cuando no se cree en un juicio y una vida después de la muerte, es más fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse, y la rectitud moral se deteriora más fácilmente.
Hay ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones —y no son pocas—, en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos. Prescindir de unos o de otros motivos es un error moral y educativo de gran alcance. Por eso, los padres creyentes que dan poca importancia a la formación religiosa de sus hijos suelen acabar por darse cuenta de su error, pero casi siempre tarde y con amargura.
Educación y evangelización Hemos hablado de la importancia de la educación, y de la importancia que en ella puede tener la fe, que hará a muchos padres desear para sus hijos una educación en la cual la fe tenga un papel de relevancia.
Es obvio que los padres tienen todo el derecho a elegir la educación que quieren para sus hijos. Y esa libertad de elegir supone la correspondiente libertad de creación y dirección de centros docentes que permitan una pluralidad de opciones que haga real ese derecho a elegir. Y es obvio también que la financiación pública debe ofrecerse en igualdad de derechos a unos modelos y a otros, pues, de lo contrario, la pluralidad y la correspondiente igualdad de oportunidades quedarían en papel mojado, ya que solo habría libertad de elección para quien tuviera dinero para elegir los modelos que los gobiernos se niegan a subvencionar.
Una vez que todas las familias puedan acceder en condiciones de igualdad de oportunidades a los diversos tipos de educación, es fundamental que cada uno de esos centros educativos muestre con la máxima transparencia cuáles son sus señas de identidad, de modo que la elección que hagan las familias pueda adecuarse lo más posible a sus convicciones personales.
Dentro de esa pluralidad de modelos y proyectos educativos a los que pueden optar las familias, habrá bastantes que incluyan una identidad o un ideario cristiano. Muchos padres no tienen formación ni capacidad pedagógica ni tiempo para dar la suficiente formación cristiana a sus hijos. Otros sí tendrán esas capacidades, pero son conscientes de que no basta con la formación que se da en casa, sino que ha de complementarse con la que se da en la escuela, donde pueden recibirla con más tiempo y más medios, con una estructura más profesionalizada.
La formación cristiana que se recibe en la escuela no es una simple instrucción académica en una determinada asignatura. La identidad cristiana de una escuela que se presenta como tal, debe estar presente de modo transversal en toda ella. Lo importante no es estar en el nombre, o en los principios básicos del ideario que los padres aceptan y firman y puede leerse en la web del centro (todo eso está muy bien), sino que lo decisivo es que esa identidad cristiana esté en la vida de cada profesor, en el modo de tratar a cada persona, de plantear la enseñanza, de comunicar los valores y conocimientos. Los profesores deben ser profesionales muy competentes y, al mismo tiempo, personas que encarnen en su vida los valores que colegio se propone transmitir. El colegio les pide que así lo vivan, porque el testimonio personal de vida es lo que con más fuerza educa, y un colegio debe transmitir real y eficazmente los valores de su ideario, que son los que las familias han elegido al llevar ahí a sus hijos, ejerciendo un inviolable derecho natural. Como afirma la sentencia popular, el alumno escucha una vez lo que dices, pero escucha siempre y sobre todo lo que haces.
Es preciso que surjan iniciativas educativas que respondan a esa creciente necesidad. Serán nuevos proyectos que pueden partir de instituciones religiosas, diócesis, parroquias, movimientos u otras instituciones católicas, pero también y sobre todo de ciudadanos que comprenden y valoran esa necesidad y promuevan proyectos educativos laicos en los que se compagine la altura profesional con un fuerte testimonio cristiano, como por otra parte debe suceder en su vida personal cualquier ciudadano católico coherente.
Muchos educadores se desaniman al ver los escasos resultados de sus esfuerzos, pero me atrevo a decir que no hay empeño educativo que quede sin fruto. El mundo se arreglaría bastante sólo con que cada uno se esfuerce un poco más en educar mejor a sus hijos o a sus alumnos. En eso todos podemos ser más competentes, más esforzados, más autocríticos. Tenemos que abandonar el consabido lamento sobre lo mal que está todo y entrar decididamente por la senda de la mejora personal, que es la mejor forma de educar a otros.