Hay mucha literatura sobre los efectos que produce en el aula la presencia de otros compañeros diferentes, mejores o peores, y es interesante observar la diversidad de posibilidades en que se puede traducir esa influencia. Una diversidad y unos efectos que igualmente pueden observarse fuera de la escuela: en la vida familiar, en la empresa, o entre vecinos o amigos.
El modelo más invocado a lo largo de siglos, curiosamente, es el de la “manzana podrida” (“bad apple” en inglés). El ejemplo clásico es el de un alumno indisciplinado o poco estudioso que perjudica a sus compañeros y molesta al profesor, o que corrompe a otros con sus malas ideas o costumbres, o que desune a los demás malmetiendo a unos contra otros.
¿Cómo debe ser un ambiente para que las influencias sean positivas? Unos señalan como decisivo el hecho de que haya un entorno positivo general que sea homogéneo. Aseguran que los estudiantes mejoran cuando están rodeados de otros con similares características. Según este modelo, los que tienen menor rendimiento se sienten más apoyados si están rodeados de estudiantes de un nivel similar, y lo mismo sucede con los que tienen rendimientos más elevados.
Otros aseguran que es mejor que haya una cierta heterogeneidad en el aula, donde la presencia de estudiantes con niveles diversos resulta positiva para unos y para otros.
Otros consideran que la presencia de estudiantes brillantes es importante como referencia y estímulo para los demás. Y no faltan quienes aseguran lo contrario, y afirman que los estudiantes menos dotados se ven perjudicados por la presencia de compañeros que logran buenos resultados con poco esfuerzo, porque eso les lleva a comparaciones odiosas y desesperanzadoras.
Cuando leo estas interpretaciones tan diversas sobre las dinámicas de influencia en el aula, o fuera de ella, veo que todas tienen sus razones y sus objeciones, su cara y su cruz, su parte de verdad y su simplismo.
Está muy bien, sin duda, educar en un ambiente cuidado, estimulante y positivo. Pero también hay que aprender a manejarse cuando el ambiente no es así, pues la educación debe preparar también para eso. Los hijos, o los alumnos, van a presenciar en su vida muchos malos ejemplos, y quizá desde bastante antes de lo que creemos, y alguien les debe preparar para eso. Ellos mismos harán muchas cosas mal, y deben haber sido educados para salir adelante a pesar de no haberse dado buen ejemplo a sí mismos.
Es negativo que haya personas que corrompan a otras, es cierto, pero esas personas siempre existirán, y hay que aprender a desenvolverse cuando eso sucede. Y también hay que pensar en que alguien tendrá que ocuparse de corregir y educar a esos que consideramos “manzanas podridas”: no vale, como regla general, el simple descarte, optar por que los eduque otro.
Los grupos homogéneos tienen su eficacia, pero también su falta de estímulo ante otros mejores, y su falta de preocupación por ayudar a los que van peor.
Es importante el buen ejemplo, sin duda. Pero quizá es más importante que cada uno nos entrenemos en aprender de los buenos ejemplos, y también de los malos. A veces los malos ejemplos pueden llegar a resultarnos más útiles, al ver a dónde nos llevan. Quizá esté ahí uno de los grandes retos de la educación. No puede decirse que la educación ideal sea la que se desarrolla en un ambiente perfecto, libre de malos ejemplos, suponiendo que eso puede lograrse. Tampoco nadie defendería como ideal educativo lo contrario, la exposición permanente al mal ejemplo. Parece claro que no se trata de un tema sencillo ni obvio. Quizá la clave es que cada uno debe educarse aprendiendo a discernir el buen y el mal ejemplo, sin clasificaciones demasiado simplistas, sabiendo formarse juicios cada vez más maduros y más personales, pues al final se trata de formar personas autónomas, que encuentren su propio camino descubriendo en las vidas de los demás, y en la propia, lo que desarrolla y lo que malogra su naturaleza.