Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de EE UU, había vaticinado que en este experimento el músico recaudaría unos 150 dólares y que, de la multitud de personas que pasarían ante él, al menos un centenar se detendría haciendo un corrillo, absortas por la belleza, y echaría dinero en la funda del violín. Pero no fue eso lo que sucedió.
Joshua Bell, el violinista, había aceptado encantado el reto de tocar en el Metro, y tampoco dudó en llevar su Stradivarius valorado en 3,5 millones de dólares. El artista y ex niño prodigio comenzó su recital de seis melodías de diversos compositores clásicos en la estación de L’Enfant Plaza, epicentro del Washington Federal, entre regueros de personas que se dirigían al trabajo. Arrancó con la Partita número 2 en Re menor de Johann Sebastian Bach y siguió con piezas como el Ave María de Franz Schubert o Estrellita de Manuel Ponce.
A los 43 minutos, habían pasado ante él centenares de personas, pero solo 27 le dieron dinero, la mayoría sin pararse siquiera. En total, recaudó 32 dólares y 17 centavos. No hubo corrillos y solo una mujer le reconoció. Con ese dinero no habría podido pagarse ni una entrada de las más baratas para el concierto que había dado tres días antes. “Era una sensación extraña, la gente me estaba… ignorando —declaró Bell a continuación—. Habitualmente me molesta que la gente tosa en mis recitales, o que suene un teléfono móvil; sin embargo, en la estación de Metro me sentía extrañamente agradecido cuando alguien me tiraba a la funda del violín unos centavos.” El estudio, planificado por Gene Weingarten, redactor del diario, fue completamente filmado y publicado en su dominical de esa semana. La pregunta que lanzó el rotativo era la siguiente: ¿Es capaz el talento y la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado? La realidad es que pasaron tres minutos hasta que alguien advirtió que una melodía sonaba en el subterráneo. Un hombre de mediana edad fue el primero en apartar la vista del suelo por unos segundos para dirigirla hacia Bell. Poco después llegó el primer dólar y a los seis minutos alguien decidió pararse por un momento para apoyarse en una de las paredes de la estación para disfrutar de la música. Sólo una persona se detuvo varios minutos a escucharle. En total, solo siete detuvieron su marcha para escuchar. Cuando terminó de tocar y se hizo silencio, nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni reconocimientos.
La conclusión del periodista era que los ciudadanos de Washington hicieron bueno por un momento el refrán de que la belleza se encuentra en el ojo de quien mira y en el oído de quien escucha. O aquel otro de que el hábito no hace al monje, pero bien que le ayuda.
Parece que con facilidad solo prestamos atención a los asuntos convenientemente publicitados y avalados por criterios de autoridad que no cuestionamos. Pasamos junto a lo sublime y no lo apreciamos. Nos cuesta reconocer el talento en un contexto inesperado. Nos estamos perdiendo muchas cosas valiosas porque solo esperamos encontrarlas dentro de unos ciertos parámetros prefijados.
Quizá debemos poner más empeño en reconocer lo valioso allí donde esté, sin sujetarnos a demasiados prejuicios. Aceptar la verdad, venga de quien venga. Apreciar lo bueno, aunque proceda de quien no nos resulta simpático.
Y, por otro lado, quizá también debemos comprender mejor que, a la hora de poner en valor las cosas, el contexto importa, y mucho.