«Leía mucho. Pero con la lectura sólo obtienes algo si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo aprovechas realmente lo que lees si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que has aprendido, a emplearlo en construir algo en tu vida o en tu trabajo.» »Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo que está boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna.» Este personaje de una novela de Sándor Márai nos invita a ser valientes en nuestras reflexiones, para así adquirir, con ocasión de la lectura, más coherencia y más profundidad interior. Vivir con deseos de ser interpelado por lo que observamos, escuchamos o leemos es quizá una de las cosas que más contribuyen a sacar al hombre de los estratos primeros de la vida, que más le impulsan por encima de la simple inercia de los comportamientos de su entorno, que le previenen ante un dócil encuadre en las costumbres de moda.
Es cierto que se puede tener mayor o menor facilidad natural para profundizar, según la forma de ser de cada uno, pero la hondura de espíritu es algo que puede y debe excavar cada uno, observando, escuchando, leyendo, reflexionando: así se adquiere profundidad, se logra una mejor comprensión de la realidad, nos hacemos más humanos, más preocupados por vivir cercanos a la verdad y al bien.
Esa profundidad interior irá creciendo a medida que vayamos logrando asimilar las vivencias que día a día acumulamos y nos hacen cambiar poco a poco. A quien le falta esa sensibilidad, su carácter superficial no le permite pensar, le hace creer que lo más seguro es dejar las cosas como están y no complicarse la vida.
Es importante poner ilusión en las cosas, crearse un ideal de vida, proponerse seriamente dejar algo de rastro a nuestro paso, no conformarnos con lo rutinario, con lo fácil, con aquello a lo que se llega sin apenas esfuerzo. Ese inconformismo es muy propio del espíritu que aún no ha sucumbido ante ese paralizante conformismo (disfrazado de realismo, de tener los pies en la tierra y algunos otros tópicos) que tanto afecta a quienes han perdido ya el frescor de la juventud. Hay gente que no pierde la juventud de espíritu porque logra enriquecer su interioridad, logra mantener su capacidad de creer, su capacidad de asombro, su ilusión por los ideales.
Porque hay opresiones que vienen de fuera, pero hay una opresión que nace del interior, del propio conformismo, y ésa es la más temible. El mayor grado de decadencia está siempre en uno mismo. Aunque el ambiente siempre contagia, cada persona tiene lo más valioso en su interior, y debe lograr imponer su capacidad para distinguir y elegir su propio camino.
A veces la gente dice que ya no cree en nada, y lo dicen de manera altiva y suficiente. Quizá piensan que diciendo eso quedan muy bien, pues aún quedan ambientes en que a la falta de principios y creencias se le encuentra algo de gracia, pero lo que sucede de modo más habitual es que esas personas no se atreven a salir de su egoísmo, simplemente.