“El fantasma de Canterville” es una simpática parodia de los relatos de terror escrita por Oscar Wilde en 1887.
Un embajador norteamericano llamado Hiram B. Otis se traslada con su familia a un castillo recién comprado en un hermoso lugar en la campiña inglesa a siete millas de Ascot, al sur de Londres. El dueño anterior, Lord Canterville, que no quería engañarle, le avisa de que en el castillo habita un fantasma desde hace más de trescientos años, y que en todo ese tiempo nadie ha logrado vivir en paz en aquel lugar.
Pero el nuevo inquilino, que no creía nada en esas cosas, en vez de asustarse o preocuparse, pensó que era un aliciente más, un extra que venía incluido con el castillo, o sea, que había tenido la suerte de comprar el típico castillo inglés con fantasma y todo, y que eso sería la envidia de sus amigos norteamericanos. Y se fue a vivir allí con su esposa Lucrecia, su hijo mayor Washington, su hermosa hija Virginia y los dos traviesos gemelos.
Desde el primer momento empezaron a suceder cosas extrañas dentro de la casa. El fantasma empezó a pasearse por los pasillos intentando atemorizar a los nuevos inquilinos, pero su sorpresa fue mayúscula cuando se dio cuenta de que nadie tenía miedo ante su presencia. Esto provocó que el fantasma comenzara a deprimirse. Su tristeza iba en aumento, pues no solo no conseguía asustarlos, sino que era objeto de la mofa y sorna de sus nuevos dueños, y en particular de los dos gemelos que siempre estaban ideando alguna travesura contra él. Siempre salía perdiendo el pobre fantasma, que era el que tenía que marchase completamente atemorizado.
El fantasma de Canterville se desinfló, después de trescientos años de aterrorizar a la gente, en cuanto dejó de ser tomado en serio, en cuanto apareció alguien que no le tuvo miedo sino que lo encontró ridículo e incluso divertido.
Hay quizá en nuestra vida miedos que son parecidos a los que, durante trescientos años, tantas personas tuvieron a ese viejo fantasma. Miedos que necesitan ser tenidos un poco menos en serio, reírse un poco de ellos y hacerles frente.
Por ejemplo, el miedo a decir lo que uno piensa, aunque sea un poco contra corriente. O el miedo a decir las cosas a la cara a la gente, con lealtad, en vez de criticarles a sus espaldas. Bien podemos descubrir un día que se vive mejor manteniendo una postura clara y coherente en los diferentes ámbitos de nuestra vida, sin necesidad de tantos cálculos o estrategias según con quien estemos.
O quizá hemos de perder miedo a adquirir más responsabilidades, o a asumir compromisos más duraderos. Quizá llevamos tiempo posponiendo algo que deberíamos haber hecho ya, y no nos atrevemos, o nos ponemos todo tipo de excusas para retrasarlo, o para no hacerlo. Excusas quizá para no abandonar esa zona de confort, bien conocida y cálida, pero que hace tiempo debíamos haber dejado.
Miedo a los cambios. Miedo a lo desconocido. Miedo a cometer errores. Miedo incluso al éxito, por los sacrificios que comporta. Miedo a tomar una decisión equivocada. Miedo al fracaso. Miedo a no estar a la altura. Miedo a formar una familia, a una opción vital que supone asumir obligaciones importantes, perder independencia, hipotecar posibilidades… para ganar evidentemente otras. Algunos tienen demasiado miedo a vivir con independencia territorial y emocional respecto de sus padres, o a hacerse cargo de sí mismos sin el respaldo cercano de otros, o a perder comodidades.
Todo el mundo tiene sus miedos, es lo más normal, y una persona sin miedo sería temeraria y sumamente peligrosa. Lo importante es saber si cada uno de esos miedos que sentimos deben retraernos o, por el contrario, tenemos que actuar a pesar de ellos.