Colegio Retamar, 13 de septiembre de 2001. Muchas gracias al director de Retamar por esta presentación, y a todos por vuestra presencia aquí (1).
Cuando me habló José Luis Alier de dar esta sesión, lo primero que pensé es que no era fácil hablar de la influencia del Beato Josemaría en la enseñanza en un foro donde hay tantos que sabéis tanto sobre este tema. Es como vender miel al colmenero, pues tengo que hablaros de algo que vivís a diario. Muchos de vosotros sois del Opus Dei, o lleváis tiempo en contacto con el Opus Dei, y sabéis bien lo que es, y conocéis la influencia del Beato Josemaría en la enseñanza, sobre todo porque lo palpáis cada día en la vida del colegio, y ese conocimiento que da la vida es siempre muy significativo.
Valiosas aportaciones El Fundador del Opus Dei ha realizado valiosas aportaciones a la educación. Y las ha realizado sin haberse propuesto escribir ningún tratado sobre el tema, sin hacer ninguna escuela pedagógica. Josemaría Escrivá insistió siempre en que el Opus Dei no tiene opinión o escuela corporativa particular en materias teológicas o filosóficas. Y por tanto tampoco tiene una escuela pedagógica propia. O sea, no hay un estilo pedagógico propio del Opus Dei.
La aportación que hace es de otro orden. No son aportaciones en el orden técnico o metodológico. Se refieren al espíritu que debe informar la educación, al modo de tratar a la persona y de entenderla. De ahí que posean un valor permanente frente a los avances científicos o técnicos. Y por eso son aportaciones que se expresan en valores que no son propios de una época, ni de un lugar, y que por tanto también manifiestan una enorme diversidad según las labores en las que se presenta.
Se manifiesta de modos diversos según los países, las épocas, los tipos de personas. Es bastante distinto cómo se manifiesta ese influjo en una escuela rural en Argentina o en Filipinas, o en un colegio aquí en Madrid o en Chicago, ahora o hace veinte años o dentro de cuarenta o cuatrocientos. El espíritu es y será el mismo, pero dependiendo de las épocas y de las personas se manifestará de forma distinta.
Gran diversidad Y una de las razones por las que se manifiesta de forma distinta es porque son distintas las personas a través de las cuales se ejerce ese influjo. La influencia del espíritu del Opus Dei en una institución educativa es parecida a la influencia de ese mismo espíritu en una persona singular. Entre varias personas de la Obra hay evidentemente cosas comunes, pero no hay un carácter, un estilo propio de las personas del Opus Dei, sino que somos muy diferentes. Josemaría Escrivá solía utilizar esa expresión del “denominador común” y el “numerador diversísimo”, que es una comparación procedente del mundo de las matemáticas, de los quebrados, y sabemos bien que eso del denominador común es algo que permite que los quebrados se puedan sumar, y eso es una característica interesante: ser personas que saben sumar esfuerzos, y que dentro de una gran diversidad saben tener ese espíritu de colaboración, de lograr unas sinergias para conseguir unos objetivos con mayor facilidad que con criterios individualistas.
Un colegio animado por el espíritu del Opus Dei tendrá sus puntos fuertes y sus puntos débiles, sus aciertos y sus errores. Pero siempre tendrá también encendida una luz, la luz de una misión divina, que da a su tarea un sentido de misión. Y tener un sentido de misión no quiere decir que ese colegio sea perfecto. Esto es una cuestión básica al hablar de uno mismo o del propio colegio. Una cuestión previa es no creerse los mejores del mundo, ni menospreciar a los demás como forma de valorar la propia misión, esto es evidente. Siempre hay una distancia entre lo que deberíamos ser y lo que logramos ser, pero lo que debemos ser tiene que estar claro y no hay que cejar en el intento. Y esto sucede tanto para las instituciones como para las personas. Ser del Opus Dei nos ayuda a esforzarnos por ser mejores, pero no es un seguro a todo riesgo contra el error. Una persona, por ser de la Obra, o por querer vivir el espíritu de la Obra, no pasa a ser más inteligente, ni deja de poder equivocarse, ni deja de tener errores personales. Pero sí tiene encendida dentro del alma una luz, la luz de una vocación divina, que da a su vida un sentido de misión, una gracia especial de Dios, una aspiración a la santidad. Y algo parecido podría decirse con una institución educativa, con una obra corporativa del Opus Dei. Tendrá aciertos y errores, puntos fuertes y puntos débiles, pero siempre con ese sentido de misión, con esa luz divina que aporta una conciencia de estar llamados a una misión.
Un sello característico En las actividades educativas animadas por este espíritu puede apreciarse un sello, unos rasgos característicos. Si un observador medianamente perspicaz visitara con detenimiento este colegio, advertiría enseguida unos rasgos de un ambiente y fisonomía característicos, que por cierto no siempre son fáciles de definir. El hecho de que no sean fáciles de definir puede entenderse como positivo, puesto que la mayoría de las realidades en la vida no son sencillas de explicar, se resisten a reducirse a recetas o definiciones simples.
Ese sello común se capta en mil detalles que, uno a uno, quizá son poco perceptibles. Quizá es un modo de entender la vida, una consideración atenta y fraterna de las personas, una escala de valores orientadora, una impronta eminentemente espiritual… Todo esto, repito, compatible con que siempre habrá cosas en que mejorar. Sucede como con la verdad bien adquirida, que queda siempre en la inteligencia, aun cuando a veces, por nuestros errores personales, no informe por entero la conducta.
Unidad de vida Empecemos a hablar de esos rasgos característicos. Uno primero que yo quisiera que fuera la espina dorsal o la columna vertebral de esta sesión, es la unidad de vida. Es una expresión acuñada por el Beato Josemaría. Podría decirse que así como la sinceridad es adecuación entre lo que se piensa o se siente y lo que se dice, la unidad de vida va mucho más allá: sería, por decirlo de una manera sencilla, la adecuación entre lo que se piensa, se dice, se hace… y se debe hacer. Es como la coherencia y la autenticidad integral en la orientación de la vida.
Y digo que quería que la unidad de vida fuera el hilo conductor de esta sesión porque es lo que a mi juicio mejor define la influencia del espíritu del Opus Dei, la influencia de Josemaría Escrivá, en una institución como ésta. Porque todo lo que se hace ha de estar impregnado de esa unidad de vida, que hace manifestarse el espíritu en la vida de cada momento. Es lo que aúna y da juego a todo, la clave del arco.
La educación compromete la vida por entero. El espíritu que anima a cada uno, el ejemplo de su conducta personal, el esmero que pone en su trabajo… todo eso informa e influye en la educación. Por eso no debe haber una división frontal entre los que enseñan y los que aprenden. Educar es una tarea de todos, pues todos contribuyen a educar, y todos resultan beneficiados.
Me parece que, gracias a Dios, cada día hay más conciencia de esto. Educar no debe entenderse como una cuestión unilateral. Todos recibimos formación, educación. Y muchas veces, lo sabemos bien, las grandes lecciones que recibimos nosotros, tanto los padres como los profesores, solemos aprenderlas de los chicos: de los hijos y de los alumnos.
Me viene a la memoria el relato que publicó Peter Berglar –que fue uno de los primeros biógrafos del Fundador del Opus Dei–, narrando su encuentro con Dios y con Josemaría Escrivá, y cuenta cómo todo comenzó a raíz de una pregunta de un alumno en sus clases de historia en la universidad de Colonia. Un alumno, un chico muy joven, que hace una pregunta después de clase a un catedrático de gran prestigio. Y explica que aquello le hizo pensar, le hizo cambiar, y le hizo cambiar su vida por completo. Pienso que esto es una muestra de talante universitario, de disposición abierta, de receptividad ante las lecciones que todas las personas nos dan constantemente con su buen ejemplo. Todos debemos tener el deseo de aprender de todos.
Una escala de valores novedosa Decíamos que todo forma, que todo influye en la educación, y que es tarea de todos. Y en ese sentido, el Beato Josemaría también aportó una idea que todos probablemente habréis oído muchas veces. Es una escala de valores muy novedosa. Dijo muchas veces que en la enseñanza lo primero debían ser los padres; lo segundo, el profesorado; lo tercero, los alumnos.
Y solía añadir, dirigiéndose a los padres: “Vuestros hijos –no os ofendáis– están en tercer lugar. De esta manera marcharán bien”. La importancia de los padres en la educación de los hijos, y la importancia del testimonio personal diario del profesor, hacían que subrayara siempre esa novedosa escala de prioridades, que a muchos resultaba sorprendente.
Espíritu de libertad El espíritu de libertad también ha de ser siempre otro rasgo muy característico en una actividad educativa alentada por el espíritu del Opus Dei. Se trata de que la gente se forme en libertad. Esto es una cosa enormemente difícil, porque educar en libertad, no es simplemente dar libertad, que eso lo hace cualquiera, sino enseñar en libertad a utilizar bien la libertad.
Recuerdo una anécdota, de hace un tiempo, que sucedió en un tren. Dos chicos de trece años, que volvían de Madrid, junto con otros alumnos, y tuvieron que distribuirse entre dos vagones, porque no había otros billetes. Esos dos chicos iban en uno de los vagones sin ningún profesor con ellos, porque iba en el otro con los demás alumnos. Estaban viendo la película que se proyectaba en el tren. Y a medida que pasaba el tiempo la película se fue poniendo peor –en su contenido moral, me refiero–, y entonces aquellos dos chavales, que iban solos, se miraron un momento, se quitaron los auriculares, dejaron de ver la película y se pusieron a charlar animadamente. Todo esto no pasó inadvertido para un pasajero que había cerca de ellos, que lo vio todo. Era un hombre observador, un hombre que reflexionaba sobre las cosas que veía. Y pensó que es una cosa muy sorprendente que dos chavales de trece años sin ningún profesor delante actúen así. Pensó que esos chavales tenían una formación muy especial. Y los estuvo observando todo el resto del viaje. Eran chicos despiertos, activos, alegres, nada apocados. Al llegar a su ciudad los abordó, y les preguntó que dónde estudiaban, en qué colegio. Y supo entonces que estudiaban en un colegio que, como éste, estaba alentado por el espíritu del Opus Dei. Y esa persona fue al día siguiente a matricular a sus hijos en ese colegio, y gracias a eso sabemos esta anécdota. A aquel hombre le cautivó ver cómo dos chicos estaban educados en la libertad. Y eso es un logro enormemente difícil, pero muy importante, y muy propio del espíritu que anima este colegio.
La gente ha de hacer el bien libremente, porque quiere hacerlo, porque cree que debe hacerlo. Y el Beato Josemaría lo decía siempre: “Creo en la libertad como medio de formación; creo en la libertad como medio de eficacia; creo en la confianza como condición de unidad”. Porque nosotros buscamos la unidad basada en la libertad, en dar confianza, en procurar que adquieran responsabilidad, en explicar las razones de las cosas, en invitarles a pensar antes de que adopten decisiones que nosotros consideramos equivocadas, pero respetando la libertad y suscitando la iniciativa personal.
Identidad cristiana Otro rasgo fundamental y evidente es la inspiración cristiana. Y vuelvo a remitirme a lo dicho sobre la unidad de vida. La inspiración cristiana no es meter en la vida del colegio unos añadidos, unos suplementos, de tipo espiritual o doctrinal, porque eso sería algo postizo, sería cargarse la unidad de vida.
La unidad de vida exige que esa inspiración cristiana se manifieste en todas las enseñanzas, y no solamente en las enseñanzas académicas sino en todos los valores que inspiran al colegio, en toda la vida del colegio, en todas las personas que trabajan en el colegio. Esto es importantísimo. Todo el quehacer del colegio ha de proyectar una imagen y una concepción cristiana de la significación del hombre y de toda realidad.
Por eso, entre otras cosas, el Fundador del Opus Dei, al hablar de estos colegios, o de otras labores corporativas de enseñanza semejantes, decía que no llamaba “católicas” a estas instituciones, “porque ya ve todo el mundo que lo son”. La identidad cristiana tiene que ser algo profundo, constitutivo. No un aspecto más, no algo superficial, no cosmético, no parcial, no sectorial, no de nombre, no de imagen.
La identidad cristiana tiene que llegar a todo. Y quizá es más fácil que se manifieste en unas clases de historia, o de filosofía, porque ahí está más claro cómo dejar una impronta cristiana, pero ha de estar presente en todas las asignaturas, en todos los modos de hacer, en la vida entera de cada uno.
Virtudes humanas El Beato Josemaría subrayó también siempre su aprecio por las virtudes humanas: veracidad, sinceridad, naturalidad, confianza, lealtad, optimismo, generosidad, magnanimidad, etc. Y quizá una por la que tenía especial aprecio era la sinceridad, y a esa virtud se refería el lema de la que fue la primera obra corporativa del Opus Dei en la enseñanza media.
Hablando de la sinceridad, me acuerdo ahora de lo que me contaba una persona que trabajaba en una institución semejante a ésta. En una ocasión llegó a su despacho, que compartía con otros profesores, y vio que el cubilete de cerámica donde ponía los bolígrafos y el abrecartas estaba roto. Pero no estaba caído, sino que estaban recogidos los trozos y puestos en orden sobre la mesa. Junto a ellos había una nota que pedía disculpas: “Perdón. Se me ha caído. He sido yo.” Y firmaba. Era de una persona que había ido más tarde allí a trabajar, y se le cayó el cubilete al pasar, y se hizo añicos. Y a esta persona que me lo contaba le pareció que el hecho de que aquel hombre hubiera dejado una nota diciendo que había sido él, pudiendo no haberlo dicho y nadie se habría enterado, era una muestra de salud moral de la institución. Y propuso al departamento regalar a ese hombre una caja de bombones, porque eso de que la gente dijera la verdad sin ningún problema, y asumiera con valentía las cosas que hacía, con total normalidad, era algo que había que premiar. Y lo digo porque aquel gesto les honra, al que tiró el cubilete, al que supo premiar la sinceridad, a la institución que fomenta saber premiar la sinceridad.
Hemos de lograr un ambiente en el que haya una confianza plena en la veracidad. Josemaría Escrivá decía: “Creo en lo que cada uno de vosotros me diga, aunque cien notarios unánimes afirmen lo contrario”. Fiarse de los alumnos, de los hijos. Y que ellos se puedan fiar de nosotros. Hacerles leales, sinceros que no tengan miedo a decir las cosas. Cuando la gente no es sincera, indudablemente tendrán culpa ellos, pero es fácil que la culpa sea también nuestra, de los padres y los profesores.
Porque la sinceridad se educa, se facilita. Leo otro texto, de 1972, aquí en Madrid: “Hacedlos leales, sinceros, que no tengan miedo a deciros las cosas. Para eso, sé tú leal con ellos, trátalos como si fueran personas mayores, acomodándote a sus necesidades y a sus circunstancias de edad y de carácter. Sé amigo suyo, sé bueno y noble con ellos, sé sincero y sencillo.” Trato de amistad El trato de amistad –con los alumnos, con los padres, entre los profesores, etc.– es una característica también muy propia del espíritu del Opus Dei aplicado a la enseñanza. El espíritu cristiano debe traslucirse en una relación humana personal, individual, en evitar que alguien se pueda sentir sofocado en una masa. Así lo explicaba el Beato Josemaría en una ocasión en Pamplona en 1964: “Formad a los alumnos de tal modo que jamás se encuentren solos, que no tengan que experimentar jamás la amargura de la soledad”. Que nadie se encuentre solo. Que haya un trato de gran consideración hacia las personas.
Y añadía en otra ocasión –esta vez en Madrid, en 1972– que “si alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan”. Me acuerdo que me contaron hace poco, de un profesor, un buen profesor, pero que un día en clase le hicieron una pregunta, que a él le pareció una pregunta inoportuna, aunque era correcta, y contestó a ese alumno de una forma poco considerada, como con un alarde de erudición, y puede decirse que lo humilló un poco, quizá sin quererlo. Y lo que sucedió es que a partir de ese día aquel profesor perdió gran parte de su prestigio, porque los alumnos consideraron que tenía un talante dogmático, que se aprovechaba de su posición como profesor para humillar a un alumno. Y lo cuento porque pienso que es algo en lo que todos debemos esmerarnos, tanto los padres como los profesores.
Hemos de tratar a las personas con la consideración que merecen, es decir, hemos de tratar a todos con enorme consideración. Es muy importante la forma en que tratamos a las personas. “El amor a las almas –decía Josemaría Escrivá– nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar… Debéis tener un amor que cubra todas las deficiencias de las miserias humanas”. “Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo”.
Y al final ha de haber amistad, con los alumnos, con los hijos. “No es camino acertado, para la educación –continúo citando al Beato Josemaría–, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable”.
Amor al trabajo El amor al trabajo es otro aspecto muy importante. El espíritu del Opus Dei da a la santificación del trabajo una importancia fundamental. Al trabajo hay que darle una importancia grande, para educar en la necesaria exigencia, para enseñar a vencer la tendencia a la pereza, la tendencia a quedarse en lo fácil, la tendencia a evadirse del cumplimiento de las obligaciones personales (aunque fuera so capa de obligaciones nobles).
El Beato Josemaría siempre resaltó que hemos de ver “en el trabajo –en la noble fatiga creadora de los hombres– no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.” Servicio a los demás Otro aspecto decisivo es la mentalidad de servicio: afán de servicio a la sociedad, de ayuda al prójimo, de fraternidad cristiana. Sabemos que vivir con espíritu de servicio lleva a la auténtica felicidad, la verdadera alegría. Y si les enseñamos desde pequeños a descubrir las posibles necesidades de los demás, hacemos un servicio muy importante a esas personas. Es más eficaz que dar normas o criterios de conducta. Avanzamos más cuando hacemos reflexionar sobre el daño que supone hacia los demás no hacer bien las cosas.
Hemos de lograr que la gente se acostumbre a pensar en la repercusión que sus acciones –o sus omisiones– tienen en los demás. Que nuestro discurso diario lleve a pensar en la consecuencias que en los demás tiene cada acción nuestra. Porque, de lo contrario, o sea, si no se forman en esa sensibilidad, serán de esas personas que van por la vida sin reparar que existen los demás, personas con un egoísmo que se les ha metido en lo más profundo del alma. Y si ya lo tienen, hay que ayudarlas a sacarlo con un esfuerzo diario.
Hemos de enseñar a los alumnos, desde muy pequeños, a descubrir las posibles necesidades de sus compañeros para intentar remediarlas, para acceder a los gustos de los otros, para adelantarse a servir, para darse a los demás, para vencer el egoísmo.
Y no pienso sólo en detalles de servicio directos, sino también en el trabajo ordinario bien hecho, y enlazo con lo que decía antes sobre el trabajo. Cualquier proyecto profesional de cualquier persona debe tener como telón de fondo una idea de servicio, de hacer rendir los propios talentos en servicio de los demás y de la sociedad. El trabajo ha de tener siempre una dedicación a los demás generosa y sacrificada, procurando hacerles grata la vida, nunca un objetivo egoísta.
La vorágine del día a día Tengo un poco la impresión de que los que nos dedicamos –o nos hemos dedicado– a la enseñanza media, cuando uno oye hablar de estos temas, de cómo habría que hacer las cosas, enseguida le viene a la cabeza que todo eso está muy bien, que todos hemos escuchado muchas charlas y sesiones de diverso tipo, pero que ya me gustaría ver al que dice todo eso en mi aula, en el día a día, con un montón de horas de clases a la semana. Y los padres, cuando oyen esto, piensan quizá algo parecido: que cada uno tiene miles de ocupaciones cada día, que le absorben mucho, y que todo lo que estamos diciendo es muy bonito pero a ver quien es capaz de llevarlo a la práctica.
Y es verdad que estamos hablando de algo difícil. No quisiera yo dar la impresión de que hablo de todo esto como si fuera sencillo y fácil, que no lo es. Pero nuestro deber, y nuestra ilusión, es reflexionar un poco sobre nuestro quehacer para ver cómo lograr hacerlo lo mejor que podamos y sepamos.
Por eso voy a procurar a partir de ahora hablar en términos un poco más prácticos. Y ya que estamos tratando sobre algunos rasgos propios de la influencia del Fundador del Opus Dei de la enseñanza, podríamos añadir ahora que el Beato Josemaría siempre procuró no quedarse en la teoría. Recibió de Dios una luz muy especial el 2 de octubre de 1928. Una luz sobre lo que es el Opus Dei y la llamada universal a la santidad. Y quizá entonces podía haberse dedicado a predicar, escribir libros, dar conferencias, asistir a congresos teológicos sobre la llamada universal a la santidad, y pensar que ya surgirían otras personas que se esforzaran por difundir esas ideas. Pero no se quedó en el mundo de las ideas. Escribió y predicó muchísimo, pero, al mismo tiempo, antes y después, llevó a la práctica todo lo que predicaba. Se esforzó por seguir el mandato de Dios, que incluía dedicar todas sus fuerzas a promover una institución que anunciara y testimoniara esa llamada universal a la santidad ante la conciencia de todos los hombres. O sea, pasó enseguida a la práctica. Siempre procuró interpelar, no quedarse en simples consideraciones teóricas. Y en adelante, en esta sesión, procuraré seguir esa misma línea.
La forja de la dificultad Y se me ocurre empezar por esta anécdota, que he encontrado en internet, porque es una de las muchas cosas que uno puede encontrar en la red, donde hay cosas verdaderamente sorprendentes. Es un relato muy simpático, de un paisano, en el campo, que ve asomar el capullo de una mariposa. El hombre se sentó y observó durante bastante tiempo cómo la mariposa se esforzaba para que su cuerpo saliera a través de un pequeño agujero. Le pareció entonces que ella sola no podía avanzar más. Y decidió ayudar a la mariposa. Tomó unas tijeras y cortó el resto del capullo. La mariposa entonces, salió fácilmente. Pero su cuerpo estaba atrofiado, era pequeño y tenía las alas aplastadas y pegadas al tronco. El hombre continuó observándola, esperando que las alas se abrirían, y se agitarían, y serían capaces de soportar el cuerpo, que a su vez iría tomando forma. Pero la realidad es que la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con un cuerpo deforme y unas alas atrofiadas. Nunca fue capaz de volar. Lo que aquel hombre no comprendió en aquel momento, a pesar de su deseo de ayudar, era que ese capullo apretado que observaba aquel día, y el esfuerzo necesario para que la mariposa pasara a través de esa pequeña abertura, era el modo por el cual la naturaleza hacía que el flujo interior desde el cuerpo de la mariposa llegara a las alas, de manera que fuera capaz de volar una vez que estuviera libre del capullo. En su afán de ayudar, de evitar un esfuerzo, o un sufrimiento, lo que consiguió es que saliera del capullo antes de estar totalmente formada, y la dejó lisiada para toda su vida.
En nuestra vida pasa a veces un poco lo mismo. Nuestra existencia está llena de dificultades, y el esfuerzo es justamente lo que más necesitamos en algunos momentos de la vida. Si pasamos a través de nuestra vida sin obstáculos, eso probablemente nos dejaría lisiados. No seríamos tan fuertes como podríamos haber sido, y nunca podríamos volar.
Y ya que estamos hablando de la educación, podríamos decir que sucede algo parecido. Un niño mimado, un niño al que se le da todo hecho, que tiene todo fácil en la vida, que todo le viene dado, será un completo inútil toda su vida. Y nosotros, igual. Gracias a las dificultades nos crecemos, y mejoramos nuestra preparación, y llegamos a hacer cosas grandes. Por eso no podemos pedir un mundo sin dificultades, y quizá hemos de pensar que Dios nos ha dado esas dificultades, y son, en su Providencia, todas necesarias. Quizás recibimos cosas que no hemos pedido a Dios. Porque, como termina la moraleja de ese relato, según la redacción que encontré en internet, muchas veces en nuestra vida podemos decir: “Pedí fuerzas… y Dios me dio dificultades para hacerme fuerte. Pedí sabiduría… y Dios me dio problemas para resolver. Pedí prosperidad… y Dios me dio un cerebro y músculos para trabajar. Pedí coraje… y Dios me dio obstáculos que superar. Pedí amor… y Dios me dio personas para ayudar. Pedí favores… y Dios me dio oportunidades. Quizá incluso no recibí nada de lo que pedí… pero recibí todo lo que precisaba”.
O sea, que puede decirse que en cierta manera las dificultades también juegan a nuestro favor. Me acuerdo ahora de una labor apostólica del Opus Dei que pasó hace un tiempo por unas dificultades enormes, con una auténtica concertación de esfuerzos desde diferentes frentes para intentar hundirla. Lo pasaron mal, muy mal. Pero el resultado final, pasados unos años, fue tal que puede decirse, sin ingenuidad, y sin simplismos, que aquellos ataques fueron un gran favor. Que todas aquellas presiones, todas esas dificultades que pusieron en su camino, todo eso fue un gran servicio que hicieron a esa institución, pues gracias a todo eso tuvieron que poner un esfuerzo extraordinario por renovarse, por superarse, por mejorar su trabajo, y el resultado fue que su competencia profesional mejoró enormemente y no pudieron con ella. Y pensando en el problema actual que tiene la enseñanza media en el sector privado con la bajada de la natalidad, me atrevo a decir que todos los problemas y sufrimientos que todo esto está suponiendo pueden hacer, si sabemos aprovecharlo, que mejoremos mucho gracias a eso, y quizá dentro de no mucho tiempo se compruebe que todas esas dificultades han sido providenciales, porque han hecho entrar en un régimen de mayor competencia profesional, de mayor reflexión sobre el propio trabajo y de mayor eficiencia. Y algo parecido podría decirse de las familias: hay quizá muchos elementos que dificultan la educación, pero son retos que nos pueden hacer espabilar y mejorar mucho, y el resultado final quizá sea mejor que si el ambiente hubiera sido fácil.
La realidad es rica en sorpresas, problemas, cansancios, etc., pero las dificultades pueden enseñarnos mucho. Igual que las personas se curten con las dificultades, y que, por el contrario, la vida fácil convierte a las personas en niños mimados y blanduchos, también la labor educativa se crece y madura ante las dificultades. Muchas de nuestras capacidades afloran, y se desarrollan, y se afianzan, y se descubren, en situaciones costosas.
Hemos de mantener un espíritu joven. Decíamos que las dificultades pueden jugar a nuestro favor. Pero van a nuestro favor si uno las sabe leer, porque la vida por sí sola no enseña, lo que enseña es la lectura que se haga de ella. Es importante entender las dificultades como retos positivos. No caer en la precipitación, en la irreflexión. También escuché a una persona hablar de esto hace tiempo, y decía que estaba cansado de oír a algunas personas hablar de sus “veinte años de experiencia”, porque quizá sería más exacto que hubieran dicho “un año de experiencia y diecinueve de repetición”. Porque si uno se descuida, se encuentra con que está repitiendo siempre lo mismo, no tiene una suficiente reflexión de lo que pasa, que no se esfuerza por renovarse y mejorar.
La falta de tiempo Para poder llevar a cabo todo lo que estamos diciendo, hay que procurar no caer en algunos errores, muy habituales. El primero, por ejemplo, es pensar: “Otra vez se nos habla de tal o cual cosa que se podría hacer… Es muy bonito…, pero la realidad es que no hay tiempo para nada”. Y está claro que a nadie le sobra tiempo. Y es verdad que la vida supone un desgaste grande, y el tiempo es muy corto, pero me parece importante que ninguno de nosotros se quede satisfecho con ese argumento. No nos puede dejar sentados este primer regate. Sería una pena.
Y hay otra objeción que quizá también nos viene a la cabeza: “Se nos pide un esfuerzo más, a sumar a tantos ya… Que no me agobien con más cosas”. Siempre nos hablan de un mayor esfuerzo, a cada uno en su trabajo, y aquí incluyo tanto a padres como a profesores, a lo mejor a uno le puede salir la vena escéptica. Creo que un poco de escepticismo es bueno tener, pero hay que saber controlarlo.
Por poner una imagen que escuché hace poco, nuestra vida es como si uno estuviera en una gran madeja, en una maraña, como si uno estuviera enredado, y tiene las piernas y los brazos y el cuello, todo enredado, y entonces no podemos librarnos completamente de todo el lío, pero hay que procurar librarse de lo más posible, por zonas, y no pensar que no tiene arreglo, y contar con que a veces se volverá a enredar lo que hace poco habíamos desenredado. La vida tiene su complejidad, y nunca vamos a llegar a una liberación total de las complejidades. Siempre habrá cosas complejas, pero hay que abordarlas, hay que tener esa ilusión por trabajar mejor, por educar mejor.
Y no estoy hablando de trabajar más (quizá también tengamos que hacerlo, eso cada uno sabrá), hablo sobre todo de trabajar mejor. Y hablo de trabajar mejor en el sentido de que si aprendemos a trabajar mejor podemos conseguir mejores resultados cansándonos menos. Por poner una comparación, es parecido a lo que ha pasado siempre con los avances tecnológicos. El avance tecnológico sirve para conseguir con menor esfuerzo unos mejores resultados. Y en la educación, aunque no sea algo tecnológico, también hay que ayudarse con pequeños avances que nos haga trabajar más y trabajar mejor. Y al trabajar mejor quizá nos sorprendamos con que podemos hacer más, disfrutar más y cansarnos menos.
No digo que sea sencillo. Por eso hay que ilusionarse con pequeños avances. Hablamos de algo difícil, que tiene algo de misterio, se resiste a resumirse en reglas. No pretendo trivializar lo que es complicado, porque si fuera sencillo no estaríamos hablando de esto hoy aquí, pero algo podemos hacer, quizá mucho, en nuestra labor como profesores o como padres. Porque los alumnos, los hijos, son algo muy importante, como subrayaba el Beato Josemaría: “Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso”.
Orden El cansancio peor no es el del mucho trabajo, sino el del trabajo hecho con rutina, con desorden, con poca ilusión, sin tener presente la grandeza que encierra. E insisto en que me refiero en sentido amplio al trabajo, es decir, que hablo del empeño en educar tanto de los padres como de los profesores, al organizar el propio tiempo, al modo de hacer rendir los talentos que hemos recibido.
Recuerdo a una persona, hace muchos años, que insistía siempre que lo que más cansa no es trabajar, porque estamos trabajando todo el día y todos los días; lo que de verdad cansa –decía– es el desorden. Lo que cansa es trabajar en medio de olvidos, precipitación, imprevisión, atropellos. Hay una toda una serie de detalles que generan una turbulencia interior y un desencanto que es lo que genera cansancio, mucho más que el trabajo como tal. Cuando se trabaja con intensidad y orden, y las cosas salen razonablemente bien, entonces uno se cansa menos.
Poner ilusión en esa tarea Es muy importante poner ilusión. Me viene a la memoria la conocida anécdota de los tres canteros. A uno le preguntan qué está haciendo, y responde: “Pues estoy picando piedra, ¿es que no lo ves?”. Al siguiente le hacen la misma pregunta y contesta: “Estoy haciendo una escalera”. Y al preguntar al tercer cantero, explica con satisfacción. “Estoy construyendo una catedral”. Los tres estaban haciendo exactamente el mismo trabajo. Pero la ilusión era distinta, muy distinta. La ilusión depende del nivel de expectativas con el que uno trabaja.
Hay que ilusionarse con la gran tarea de forjar hombres que tenemos por delante. Es verdad que, a veces, en la vorágine del día a día, quizá no siempre se ve esa trascendencia de nuestro esfuerzo, pero desde fuera se ve con una claridad meridiana. “¿Servirá para algo todo ese esfuerzo…?”. Sí, para muchísimo, no hay que dudarlo. Está muy claro que sirve para mucho, y esto lo repiten infinidad de personas en cuanto tienen la oportunidad de conocer gente formada como es debido. Dicen que encuentran algo especial, distinto, y esto os honra. No lo digo para vuestra vanidad sino para vuestra responsabilidad, pues si lo hacemos bien podemos aportar mucho.
Decía poner ilusión, y digo poner porque pienso que la ilusión no se encuentra, sino que se pone. La ilusión no está en las cosas, ni en las tareas, la ilusión se pone en las cosas y en las tareas. Y pienso que hasta las tareas más arduas, si se pone ilusión en ellas, acaban produciendo muchos dividendos de ilusión.
Quizá, al oír esto que digo, alguno podría pensar: “Además de pedirnos que trabajemos más, encima quiere que trabajemos contentos”. Desde luego, sería no entender lo que quiero decir. Lo que más cansa es el desorden, los olvidos, la imprevisión, el caos, el mal humor, la desmotivación, el pensar en cómo trabajar menos. Hablo de ilusión, y de alegría, porque en todo trabajo hemos de procurar ganar la batalla al desaliento, al cansancio de la vida. Porque a veces el desaliento, o la desilusión, son una gran fuente de omisiones. Uno dice: “yo no intento esto, porque no sirve para nada”; o “no le digo esto porque no va a cambiar, que ya le conozco de hace muchos años”, y sin embargo, todo el mundo que cambia –y esto sucede de modo frecuente– cambia porque hasta ese momento no había cambiado.
Vamos a intentar sacar adelante a todos, a los que nos parece fácil y a los que nos parece difícil. Vamos a generar expectativas de mejora en todos. Con conciencia de la grandeza de la tarea que tenemos entre manos, porque el rumbo de la vida de muchas personas depende de que tomemos nuestra labor educativa con ilusión, y esto creo que no es una forma de hablar, sino algo muy objetivo, a mí por lo menos me parece evidente. De que una persona tenga una buena formación, depende el rumbo de su vida, el rumbo de la familia que va a formar, el rumbo que tomen las responsabilidades profesionales y sociales que tendrá a lo largo de su vida, que pueden que llegan a ser muy importantes. Y todo eso no es poca cosa. Ni para unos padres ni para un profesor.
Y en el caso del profesor, aunque a lo mejor –a lo peor– parece que hoy día un profesor de enseñanza media no está tan considerado socialmente como merece, lo que importa de verdad, entiendo yo, más que la consideración social es la conciencia de que uno está en una tarea importante, en algo grande. ¿Y no es algo grande educar a los hombres del mañana? ¿Qué hay más importante que eso? ¿No palpamos cada día la trascendencia que tiene? Quizá no hay nada como dejar esta profesión para darse cuenta de eso; cuando uno deja la enseñanza se da cuenta de que hay muchas cosas que hasta entonces le parecían ordinarias, y son enormemente extraordinarias, y son una maravilla. Trabajamos con un patrimonio humano muy importante, de gente que nos escucha con interés, que pone esfuerzo en vivir lo que les enseñamos, y que en la preceptuación o la tutoría nos abren su corazón. Todo esto es una cosa bastante extraordinaria, un estilo que se ha ido creando, un espíritu que anima a una institución, del que somos depositarios, un activo, un patrimonio enorme que hay que hacer rendir. Unas cuantas conversaciones bien llevadas pueden cambiar la vida de un chico. Un buen ejemplo, el testimonio de una persona, cambia la vida de un alumno. Y los alumnos nos conocen de maravilla. Nos ven muchas horas a la semana, estamos cada día en clase, ante sus ojos constantemente. La influencia de un profesor es enorme. Y los alumnos, sobre todo en la adolescencia, están constantemente buscando modelos, y por poco que lo hagamos bien despertaremos su deseo de mejorar, y esto tiene una importancia muy grande. Debemos pensar en el gran efecto multiplicador de nuestro trabajo. Podemos liberar de cadenas que entorpecen tantas vidas, destapar grandes fuerzas latentes en muchas personas, porque las personas llevan siempre lastres, inercias, angustias, complejos, falta de horizontes… que están esperando a que les ayudemos a quitarlos, a que les ayudemos a devolver la alegría, la esperanza, a restablecer la comunicación que quizá se había roto…
Sentido positivo El Fundador del Opus Dei decía que teníamos que poner “el signo más”, un sentido positivo a todo lo que hacemos. Y al educar, lo que hacemos es tratar con personas. Y para dar sentido positivo a esa tarea hay que empezar por ver a la gente con buenos ojos. Valorarlos. Creer en ellos.
Creer en los demás tiene efectos sorprendentemente positivos. Todos hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación. Goethe escribió: “Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser”.
Los chicos son más lúcidos y perspicaces de lo que quizá pensamos. Nos conocen mucho mejor de lo que nos creemos. Y esto es tan válido para los padres como para los profesores. No hay disimulo que valga. Nos conocen mejor de lo que pensamos. La única forma de tener buena imagen es ser buena persona. Y la única forma de ayudarles de verdad es creer de verdad en que pueden mejorar.
Y el sentido positivo va siempre unido a un espíritu joven, a un deseo de mejora constante, a un progreso continuo en nuestra propia formación. Todos hemos de tener dentro el “gusanillo de la formación”, con juventud de espíritu. La vida siempre tiene sus cansancios. Hay que abordarla con juventud. Hace poco leí una entrevista a Joaquín Navarro-Valls, el portavoz de la Santa Sede, en la que le preguntaban por la vida del Papa, y le decían que estaba muy anciano… Efectivamente tiene una edad respetable, tiene 81 años, pero Navarro-Valls explicaba cómo Juan Pablo II es joven de espíritu. Y argumentaba: “La gente vieja de espíritu está constantemente hablando del pasado, de sus nostalgias, pero Juan Pablo II está siempre hablando del futuro, de nuevos proyectos”. Creo que es un buen ejemplo para nosotros, para no ceder al cansancio de la vida, ni ahora ni cuando tengamos 81 años.
Dimensión apostólica Vuelvo a la unidad de vida, que es la clave de toda esa influencia educativa. La unidad de vida se construye a base de afirmaciones. Hay que crecer a la vez en todo: en calidad docente, en garbo humano, en nivel cultural, en lo deportivo, en el cuidado material de las cosas, en la atención personal, en nuestra identidad cristiana, etc.
Y una de las formas de construir la unidad de vida es procurar no caer en disyuntivas viciadas. ¿Cuáles? Por ejemplo, la de minimizar lo cristiano para subrayar lo profesional. ¿Por qué? O el error de la alergia de algunos a lo eclesiástico como si estar en la Iglesia fuera algo clerical, de sacristía, que desdijera de la condición laical. Aprovecho para recomendar que sea ése un tema que esté muy presente. Hablar sobre la Iglesia con frecuencia, en la familia y en el colegio; que no se vea la Iglesia como una cosa de los curas, de las parroquias, sino como algo de todos los fieles cristianos, algo que nos concierne a todos, que nos interpela, que es cosa nuestra, siendo laicos. Conviene realzar la misión de los laicos en la Iglesia, que nadie se desentienda. Hablar de la dimensión apostólica del trabajo. Que la gente hable de la Iglesia como de algo propio.
Las disyuntivas viciadas son unas de las cosas más peligrosas que hay en la educación, y en casi todo. Nuestro trabajo tiene que estar lleno de una fuerte y profunda dimensión apostólica. Este colegio nace con una misión de formación humana y cristiana. Nace con una vocación de servicio, de afán de ayudar a muchas personas. Y también con una vocación de apostolado, porque es su consecuencia lógica. Buscamos acercar a las familias a Dios, no es ningún secreto, no hay intenciones ocultas.
Es importante aclarar que cuando hablamos de acercar almas a Dios, buscamos dar luz a las personas para caminar por la vida. Pero son ellos los que caminan. Nuestra labor de orientación y de ayuda debe buscar que cada uno se enfrente con sus propias responsabilidades. No queremos llevar a nadie a remolque a ningún sitio, sino que queremos que vayan por su propio pie.
Los colegios que son obras corporativas del Opus Dei no son sólo una labor profesional de la que tomamos ocasión para hacer una gran labor apostólica. El trabajo tiene que estar lleno de sentido apostólico, tiene que tener de por sí una fuerte y profunda dimensión apostólica, no es una simple ocasión de hacer apostolado, como si fuera algo ajeno o yuxtapuesto a ese trabajo. El Beato Josemaría siempre insistió en que hacemos “apostolado dentro de nuestra profesión”, pero que no hacemos “profesión de apostolado”. No es un instituto con unos capellanes, ni tampoco un simple instrumento para hacer apostolado.
Por eso, entre otras cosas, es tan importante no contraponer lo académico a lo formativo. Se trata de conjugar ambas cosas, y no como cosas yuxtapuestas, o que se toleran mutuamente, sino como cosas que se exigen entre sí. Aparece de nuevo la unidad de vida. Además, también sabemos cómo los diversos aspectos de la formación funcionan como en vasos comunicantes: cuando hay pérdidas en un vaso, los otros empiezan a vaciarse; y cuando crece uno, tira de los demás. Cuando funciona bien la preceptuación y los temas de orientación en una clase, la disciplina y todo lo docente suben sustancialmente. Y al revés. Y si falla la autoridad, o la disciplina, no funciona ni lo docente ni la formación. Y si no hay nivel docente, también acaba fallando todo lo demás. Analizar siempre el conjunto, tanto en las personas como en las clases enteras: ir a las causas de los fracasos.
Lo más material y más externo también forma, y mucho: la puntualidad, la limpieza en la clase, el orden en las perchas o estantes y pupitres, que no haya tizas o papeles en el suelo, no consentir que pinten en lo que está puesto en los corchos, que los chicos cuiden su porte externo, que respeten la uniformidad, que sean educados, que se traten con respeto a todos. Son cosas que suponen mucho, más de lo que parece a primera vista. Y que se aprenden en el día a día del aula, en la familia.
También es importante el espíritu de colaboración de padres y profesores con la labor que hace el sacerdote, facilitándole su tarea, prestigiándole ante los alumnos, recomendando acudir a él. A los que somos creyentes, y estamos convencidos de la importancia de la gracia de Dios, nos ha de parecer una temeridad no contar con la ayuda de esa gracia de Dios en los alumnos: es muy diferente una clase en la que la muchos se esfuerzan por vivir en gracia de Dios y conforme a las exigencias de la fe, y una clase en la que no fuera así.
Una formación cristiana profunda Y en la formación cristiana, hemos de poner empeño en no recurrir innecesariamente a argumentos de autoridad. Es preciso esforzarnos en hacer verosímil la verdad, en hacer atractiva la virtud. Hay que afilar los argumentos, saber qué piensa la gente, qué les mueve, qué les interpela, sin quedarse en las pegas por las que pasamos nosotros hace años, porque muchas serán ahora diferentes.
También hemos de hacer atractiva la virtud. No basta con que sepan lo que está bien o está mal, es preciso transmitir el deseo de vivir esa virtud. Hemos de emplear un discurso positivo, un lenguaje comunicativo y convincente, sabiendo mostrar retos que merezcan la pena, porque la gente joven los espera, y espera que se les exija, y lo agradecen.
Siguiendo esta línea de conjugar cosas diversas en una unidad de vida, podríamos añadir que la religión no puede ser algo ajeno al resto de las asignaturas. Hay que procurar abordar las cuestiones relacionadas con la fe que surgen en las clases de historia, de literatura, de ciencias naturales, de filosofía… y hasta de matemáticas.
Y hay que dar esas clases –y toda la formación cristiana– con un tono muy positivo. Sería un error que mostráramos sólo “la parte áspera del sendero”. Nos equivocaríamos si nuestro discurso se centrara demasiado en lo que está prohibido y lo que es obligatorio. La fe no puede parecer una dura y fría normativa que coarta, un código de pecados y obligaciones. Hemos de resaltar cómo los mandamientos del Señor vigorizan a la persona, le aúpan a su desarrollo más pleno. Nuestro discurso ha de tener un tono que evidencie que la formación mejora la personalidad de cada uno. Ha de abrir horizontes, alentar, impulsar, oxigenar, esperanzar, iluminar, entusiasmar.
Conviene prestar una atención específica a la virtud de la castidad, porque una persona que vive la castidad tiene mucho ganado, y hoy quizá más que en otras épocas. Recuerdo lo que me contaba hace poco un viejo amigo mío, bien situado en la vida y con un cargo profesional importante, al que habían intentado sobornar. Le ofrecieron dinero de forma muy delicada e indirecta, como suele hacerse. No tenía que hacer nada, bastaba con que no preguntara por determinado asunto. La cantidad que le ofrecían era muy importante. “Te puedo asegurar –me contaba unos días después– que esa tentación del dinero no legítimo es muy parecida a la del sexo no legítimo. ¡Es tan fácil, tan seguro, tan apremiante, tan fascinante…! Creo que si lo superas es porque dices inmediatamente que no y pones tierra por medio. Si no, acabas cayendo. Luego quizá te intentes convencer de que es lo normal, que no pasa nada, que no hay que exagerar, que va a ser sólo una vez, que lo hace todo el mundo, que no hace falta darle más vueltas…”. Hay que tener en cuenta que empleamos la misma voluntad para rechazar la lujuria que para rechazar una comisión ilegal, trabajar bien, sacrificarnos por los demás o decir la verdad cuando cuesta hacerlo. Todas esas tentaciones se presenta con los mismos argumentos. Por eso es tan importante que desde jóvenes se curtan en esas luchas. No todo lo que nos apetece nos conviene, y un hombre fortalecido en la educación de sus impulsos será capaz de hacer justicia a la dignidad que como hombre merece.
También hemos de educar en una profunda preocupación social. Ningún drama humano nos puede resultar ajeno. Y hemos de promover muchas actividades relacionadas con la solidaridad, con las obras de misericordia, y sin olvidarnos de empezar por la propia casa. La preocupación social es muy importante, si queremos que de verdad el espíritu cristiano cale en las personas. El Beato Josemaría escribió que “un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo”. Y además de escribirlo, y de predicarlo incansablemente, a lo largo de su vida impulsó y promovió numerosas e importantes labores sociales –bastantes de ellas relacionadas precisamente con la educación y la enseñanza– en muchos países del mundo. Sobre este tema, como en todos, hay que hablar y hacer, predicar y dar trigo.
Importancia de la fe en la educación Quería concluir haciendo una llamada a la importancia de la fe en la educación. Muchos padres y educadores están preocupados por la educación moral de sus hijos, alumnos, etc., porque ven que bastantes de sus actuales problemas tienen la raíz en una deficiente o insuficiente formación básica en las convicciones morales, criterios de conducta, ideales de vida, valores, etc. Pero lo que más me llama la atención es que bastantes de esos padres y educadores, aun considerándose buenos creyentes, no cuentan lo suficiente con la fe a la hora de educar, y eso me parece un error de graves consecuencias. Cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error? Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí.
Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Esto sucede más aún cuando la moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión, sin una vinculación a creencias religiosas, porque entonces es fácil que ese idealismo pronto quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.
Hay ocasiones en que los motivos de conveniencia natural para obrar bien nos impulsan con gran fuerza. Pero hay otras ocasiones –y no son pocas–, en que esos motivos de conveniencia natural pierden peso en nuestra mente, por la razón que sea, y entonces son los motivos sobrenaturales los que toman un mayor protagonismo y nos ayudan a actuar como debemos. Prescindir de unos o de otros es un error moral y un error educativo de gran alcance. Por eso, los padres creyentes que dan poca importancia a la formación religiosa de sus hijos suelen acabar por darse cuenta de su error, pero casi siempre tarde y con amargura.
Tengo anotadas –y con esto quiero terminar– unas palabras que Josemaría Escrivá pronunció aquí, en Retamar, el 28 de octubre de 1972, hablando a un buen grupo de padres del colegio sobre cómo educar a sus hijos en la fe. El Fundador del Opus Dei les hablaba de rezar, de dar ejemplo a sus hijos, de transmitir con la propia vida una formación profunda, de educar en un clima de alegría y de libertad. Y concluía: “No les obligues a nada, pero que os vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres y se me ha quedado en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con cariño de su madre y de su padre, que les obligaron sólo con el ejemplo, con la sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata”.
(1) Mantengo en este texto el tono coloquial de la intervención oral, para resaltar que se trata de la simple transcripción de una sesión impartida en el colegio, sin mayor elaboración. Para profundizar en el tema, lo mejor es acudir a las fuentes, que lógicamente son los propios textos de Josemaría Escrivá. Para encontrar muchos de esos textos, y una reflexión profunda sobre ellos, recomiendo acudir a las siguientes publicaciones: Josemaría Escrivá de Balaguer y la educación (Francisco Ponz, Eunsa, Pamplona, 1988) e Ideas para la educación. Tras las huellas del Beato Josemaría (Víctor García Hoz, Rialp, 2ª ed., Madrid, 2001).