En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivía un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que se fueron inventando, pero, lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar jarabes y baños de lo más curiosos, aplicaron bálsamos y ungüentos con los ingredientes más insólitos, pero su salud no mejoraba.
Sus riquezas y su poder eran tan inmensos como su tristeza y su desazón. Tan desesperado estaba el hombre, que finalmente prometió dar la mitad de sus posesiones a quien fuera capaz de ayudarle a sanar de las angustias de sus tristes noches. El anuncio se propagó rápidamente, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes para intentar devolver la salud al monarca, pero todo fue en vano, nadie sabía cómo curarle.
Una tarde, finalmente, apareció un viejo sabio que les dijo el remedio: “Si encontráis a un hombre completamente feliz, podréis curar al rey. Tiene que ser alguien que se sienta completamente satisfecho, que nada le falte y que tenga todo lo que necesita. Vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.” Partieron emisarios hacia todos los confines del imperio, pero pronto vieron que encontrar a un hombre feliz no era una tarea nada sencilla. Quien tenía salud, echaba en falta riquezas; quien las poseía, carecía de salud; y quien tenía las dos cosas, se quejaba de los hijos, de la mujer o del marido. Nadie se consideraba totalmente feliz.
Finalmente, una noche, muy tarde, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan intensamente buscado. Se trataba de un hombre que vivía humildemente en la zona más árida de sus dominios. El zar se llenó de alegría e inmediatamente mandó que le trajeran la camisa de aquel hombre, a cambio de la cual deberían darle cualquier cosa que pidiera.
Los enviados se presentaron a toda prisa en la casa de aquel hombre para comprarle la camisa y, si era necesario, para quitársela por la fuerza. La impaciencia de todos esperando la vuelta de los emisarios era enorme. Pero, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías: el hombre feliz no tenía camisa.
Este antiguo cuento de Tolstói es una de esas historias que tantas veces se han contado a lo largo de los años para hacer reflexionar sobre la poca incidencia que sobre la felicidad tiene el hecho de acumular necesidades. Es un cuento simple, sin duda, pero encierra una filosofía clara, bajo la cual se han formado muchas personas, y con ello se han sentido ayudadas a sortear una multitud de problemas de su vida cotidiana. Estar contento con lo que se puede tener honesta y dignamente, no ansiar tener más y más, como si fuera un gran objetivo vital, buscar la felicidad en cosas sencillas, alejar los sentimientos de envidia o de comparación constante, todo eso son modos de no dejarse atrapar por la desazón propia de la espiral de los deseos insatisfechos.
Cuando nos abrazamos a lo que tanto nos atrae y nos conmueve, muchas veces, abriendo las puertas de par en par a esos deseos, podemos, sin darnos cuenta, caer en la peor de las dictaduras. A veces perdemos cosas importantes por culpa de pequeñas ráfagas de felicidad envenenada, que nos seducen y nos engañan. Nos lo prometen todo, pero luego viene la decepción, y nos encontramos aprisionados por esa opresión de las avideces o de la codicia, a las que quizá en su día nos entregamos en nombre de una engañosa libertad.