Aquella tarde llegó a la vieja estación y le informaron de que el tren en que ella viajaba se retrasaría casi media hora. La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua, se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó en un banco dispuesta para la espera.
Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si nada estuviera pasando. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.
Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa. Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la tomó manteniendo de nuevo la mirada sobre aquel muchacho tan atrevido. El dialogo de miradas y pensamientos continuó de modo un tanto grotesco entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho cada vez más divertido.
Finalmente, cuando en el paquete sólo quedaba la última galleta, ella pensó: «No podrá ser tan descarado». El chico alargó la mano, tomó la última galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora. «¡Gracias!», dijo la mujer conteniendo su rabia y al tiempo no queriendo manifestar exteriormente su enfado.
Entonces el tren anunció su llegada. La señora se levantó y subió hasta su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho sentado en el andén y pensó: «¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este mundo con esta juventud!». Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y por el disgusto que aquella situación le había provocado. Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró, dentro del bolso, su paquete de galletas intacto.
No es infrecuente que nos suceda esto. Muchas veces hacemos juicios rotundos, implacables, apodícticos. Pero con un pequeño detalle: están fundamentados sobre un dato supuesto que luego resulta ser equivocado. Y muchas personas tienden a hacer ese tipo de juicios de modo habitual. Presuponen con gran facilidad la mala acción o mala intención ajena, construyen enseguida una explicación de lo que creen que sucede, y deducen con rapidez una conclusión que luego les cuesta mucho variar. Son personas que manifiestan casi siempre un exceso seguridad, una especial predilección por las evidencias que no son tales, sobre todo cuando se trata de malinterpretar lo que hacen los demás. Es un fenómeno que suele ir asociado al victimismo, pues quien se ha acostumbrado a pensar mal de los demás suele ceder pronto a la comodidad del papel de víctima, que, aunque sea triste y amargo, refuerza siempre las explicaciones maquinativas y conduce a conclusiones irreductibles.
Cuando todo nos parece evidente e intolerable, debiéramos tener el valor de preguntarnos si nuestras ideas son tan claras y comprobadas como pensamos, si otorgamos a los demás al menos el beneficio de la duda, y si nosotros mismos resistiríamos un juicio tan demoledor como nosotros hacemos de los demás.