Según cuenta la conocida leyenda de la mitología griega, los dioses, celosos de la belleza de Pandora, una princesa de la antigua Grecia, le regalaron una misteriosa caja, advirtiéndole que jamás la abriera. Pero un día, la curiosidad y la tentación pudieron más que ella, y abrió la tapa para ver su contenido, liberando así en el mundo todas las grandes aflicciones que hoy existen. Pudo cerrarla justo a tiempo de evitar que se escapara también la esperanza, que es el único valor que hace soportables las numerosas penalidades de la vida.
Y no parece que faltara razón a los hombres de la antigua Grecia cuando valoraban en tanto la esperanza. Porque la esperanza no es una simple ilusión ingenua de que, al final, y no se sabe bien por qué, todo irá bien. Se trata más bien de tener fe en que uno puede, con la ayuda que sea precisa, superar las dificultades.
Como ha señalado Josef Pieper, la pérdida de la esperanza suele tener su raíz en la falta de grandeza de ánimo y en la falta de humildad. La grandeza de ánimo hace a los hombres decidirse por la posibilidad mejor entre las posibles, e impulsa resueltamente a todas las demás virtudes. La humildad coloca a la esperanza ante sus propias posibilidades, previniendo de la realización falsa y ayudando a la realización auténtica. La esperanza lleva de modo natural a la magnanimidad, y la humildad protege todo ese proceso, para que no se pervierta por presunción ni por desesperanza. La desesperanza es como una senilidad del espíritu, y la presunción es lo contrario, como una especie de infantilismo espiritual.
No me estoy refiriendo a la desesperanza como estado de ánimo en que se cae, sino como un acto voluntario por el que el hombre desdeña algo a lo que podría aspirar. Porque quien tiene esperanza, lo mismo que quien tiene dudas, puede adherirse o no a la esperanza o a la duda que de modo natural se les presenta, y eso es lo que hace que las personas podamos construir nuestro carácter de acuerdo con lo que nos parece que debemos ser, y no nos limitemos a abandonarnos a nuestras reacciones espontáneas.
La desesperanza supone siempre un desgarro interior, pues va dirigida contra los anhelos propios de nuestra naturaleza. Y es además un error peligroso para la vida moral del hombre, ya que todas sus realizaciones están ligadas a la esperanza, y, cuando falta, nos dejamos caer en muchos otros extravíos.
El principio y la raíz de la desesperanza suele estar en la pereza. A la desesperanza no se llega de modo repentino, sino por una paulatina dejadez, que a su vez conduce a una tristeza que paraliza, que descorazona, y que refuerza de nuevo la dejadez, en un círculo vicioso muy bien trabado. Quizá por eso se ha dicho tanto que la pereza es la madre de todos los vicios. Y quizá también por eso, para superar esa pereza no basta con la laboriosidad y la diligencia, sino que también hay que fomentar la grandeza de ánimo y el optimismo.
Rendirse a la pereza y la desesperanza es siempre una renuncia malhumorada y triste, que engendra primero indiferencia, y después, tristeza y evasión de la realidad. Pero la pereza y la desesperanza no pierden su terrible fuerza por mirar para otro lado. Se vencen únicamente con la vigilante resistencia de una mirada penetrante y atenta.
El hombre perezoso prefiere sustraerse de la obligación de la grandeza. Es como una humildad pervertida, que no quiere aceptar su verdadera condición y sus talentos, porque implican una exigencia. Es como un enfermo que no quisiera curarse para que no le exijan lo que se exige a una persona sana. Por eso la sabiduría griega daba tanta importancia a cultivar desde muy jóvenes la esperanza.