Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chaval delante de miles de personas no era un asunto sin importancia. El jefe del campo leyó el veredicto. Todas las miradas estaban puestas sobre el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, mordisqueándose los labios. La sombra de la horca le recubría.
El jefe del campo se negó en esta ocasión a hacer de verdugo. Le sustituyeron unos SS. Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.
—¡Viva la libertad! —gritaron los dos adultos.
El pequeño se calló.
—¿Dónde está el buen Dios, dónde? —preguntó alguien detrás de mí.
A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre toda la explanada. El sol se ponía en el horizonte.
—¡Descubríos! —rugió el jefe del campo.
Su voz sonó ronca. Nosotros llorábamos. Después comenzó el desfile. Los dos adultos habían dejado de vivir. Su lengua pendía, hinchada, azulada. Pero la tercera cuerda no estaba inmóvil; de tan ligero que era, el niño seguía vivo…
Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando bajo nuestra mirada. Y tuvimos que mirarle a la cara. Cuando pasé frente a él, seguía todavía vivo. Su lengua estaba roja, y su mirada no se había extinguido. Escuché al mismo hombre detrás de mí:
—¿Dónde está el buen Dios?
Y en mi interior escuché una voz que respondía: “¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca…”.
Este conmovedor relato de Élie Wiesel se adentra en uno de los misterios que más han inquietado al hombre de todos los tiempos: el misterio de la maldad humana, del sufrimiento de los inocentes, de las injusticias que claman al cielo y no parecen ser atendidas.
La vida y la historia de los hombres aparece muchas veces como indescifrable, como un enigma incomprensible que se planta con frecuencia ante nuestra mirada. Se presentan situaciones que nos resultan oscuras, desconcertantes, en las que nos extraña el silencio de Dios ante las injusticias y sufrimientos que padecen personas que en absoluto parecen merecerlos. Tantas personas que viven sin lo más indispensable, tantos niños que sufren, tantas familias rotas, tantas vidas humanas a las que parece ser negada la felicidad humana corriente sobre la tierra.
La explicación de este misterio, que interroga con fuerza a todos los hombres desde el inicio de los tiempos, ha sido abordada de un modo muy singular y sorprendente por parte de la fe cristiana. Es una explicación encarnada en la persona misma de Jesucristo. Él también sufrió injustamente. No mereció ese suplicio. Se ofreció a ese sufrimiento para salvar a los hombres. Es un Dios que comparte la suerte del hombre y participa de su destino. Es ésta una realidad central de la fe cristiana, quizá la más misteriosa, pero la más esencial. Una misteriosa solidaridad que une todos esos sufrimientos. Dios está siempre de parte de los que sufren. Su omnipotencia se manifiesta precisamente en el hecho de haber aceptado libremente el sufrimiento. Hubiera podido no hacerlo. Hubiera podido demostrar su omnipotencia incluso en el momento que le proponían: “Baja de la cruz y te creeremos”. Pero no recogió ese desafío.
Es preciso luchar cada día más por evitar el sufrimiento de los inocentes, pero siempre existirá, porque siempre existirá la maldad humana, porque los hombres tenemos libertad. Es un misterio, y su explicación siempre será un tanto oscura, pero si se rechaza esa explicación, o si se buscan otras negando la existencia o la bondad de Dios, pronto se llega a una oscuridad aún mayor. Desearíamos que Dios fuera más fuerte y transformara inmediatamente el mundo, según nuestras ideas, según las necesidades que vemos, pero sería poco conciliable con ese otro misterio de la libertad humana. Dios opta por otro camino, escoge el camino de la transformación de los corazones en el sufrimiento y en la humildad. Quizá por eso decía C. S. Lewis que Dios nos habla por medio de la conciencia, pero nos grita por medio de nuestros dolores, que son como un megáfono para despertar a un mundo sordo.