Una mañana de primavera de 1991, Lorraine Monroe entra por vez primera en la Frederick Douglass School, una modesta escuela pública situada en la 149th Street de Harlem, en New York. El lugar no inspira mucho atractivo. Hay baldosas rotas, desperdicios por el suelo, cortinas desgarradas y otras muchas muestras de abandono.
Después de un breve recorrido por las instalaciones, se dirige al despacho de dirección. No se explica cómo las cosas pueden estar tan mal. Aquella escuela tiene una bien ganada fama por sus altos niveles de violencia, absentismo y fracaso escolar. Su misión como nueva directora es remontar aquella situación.
Monroe es una profesora de raza negra. Ha crecido en las calles de Harlem. Ha asistido a escuelas como esa. Su madre trabaja en una fábrica textil y su padre en una siderurgia. Ha sido profesora de inglés, y luego directora del William Howard Taft High School, otro colegio del Bronx con serios problemas.
Lorraine tiene un talento especial para motivar a la gente. Sabe estimular a los alumnos y profesores para sacar más partido de sí mismos. Pero sus técnicas de motivación parten de presupuestos un poco distintos a lo que recomiendan muchas de las “modernas pedagogías”. Y para arrancar a esa escuela del abandono y el descrédito en que se encuentra, Monroe empieza por implantar un reglamento estricto.
Aquello fue lo primero, y fue un rotundo éxito. En poco tiempo restauró el orden y la disciplina gracias a las “Twelve Non-Negotiable Rules and Regulations”, un código con doce reglas bastante sencillas y no negociables: Llegar todos los días puntual a la escuela. Dejar los abrigos en el guardarropa. Dirigirse inmediatamente al aula, sentarse en silencio y ponerse a trabajar. Traer todos los días todo el material escolar necesario. Hacer cada día las tareas en casa, y el que no las hace se queda al día siguiente una hora más en la escuela. Sólo se puede comer en la cafetería, y los chicles están prohibidos incluso allí. No traer a la escuela radio, walkman, móvil, juegos ni nada parecido. Mantener el pupitre siempre limpio y despejado para trabajar. Respetar las instalaciones, sin romper ni pintar nada. Llevar siempre el uniforme escolar completo. Tolerancia cero con cualquier violencia física o verbal.
Al poco tiempo, los alumnos y profesores de la Frederick Douglass School descubrían que empezaban a tener posibilidad de centrar su esfuerzo en las tareas académicas y el aprendizaje. Los resultados de los exámenes empezaron a mejorar. Cinco años más tarde, aquella escuela era considerada una de las mejores de New York. El 96% de los estudiantes lograba acceder a la universidad.
Poco después publicó su primer libro (Nothing’s Impossible: Leadership Lessons from Inside and Outside the Classroom), sobre lo aprendido en esos años dedicados a la enseñanza. Monroe se ha convertido en una pesadilla para muchos pedagogos modernos, pues sus métodos dan excelentes resultados y se presentan en multitud de seminarios y congresos por todo el mundo como una importante innovación pedagógica. Afortunadamente, poco a poco se van cuestionando los dogmáticos principios de esa doctrina que llevaba varias décadas predicando la motivación y el entretenimiento como únicos métodos de aprendizaje, sin prestar atención a la disciplina ni a la autoridad del profesor, y condenando sin debate cualquier manifestación de competitividad o de alto nivel de exigencia o de búsqueda de elitismo intelectual.
Algo está cambiando en el mundo de la educación, tanto en la escuela como en la familia. Quizá debemos seguir profundizando en la eficacia de un sistema tan sencillo y económico para resolver nuestros problemas: normas claras, bien razonadas y bien conocidas, exigencia firme. Es verdad que a veces lo que se escuda en mandatos y prohibiciones es sólo una forma solapada de ocultar ineptitudes, pero hay otras ocasiones en que sucede al revés: la ineptitud se manifiesta precisamente en el miedo a decir alto y claro lo que pensamos que se debe hacer y, si es nuestra responsabilidad, lograr después que se haga.