Todos hemos observado cómo algunas personas poseen unas cualidades que les hacen conectar más fácilmente con los demás. No me refiero a los grandes líderes, o a esas personalidades geniales que poseen un carácter tan singular que poco podemos aprender de ellos las personas corrientes. Me refiero más bien a esas personas que viven a nuestro alrededor y tienen una buena capacidad de congeniar con los demás, saben captar sus sentimientos y logran mantener una buena relación habitual con casi todo el mundo.
La capacidad que las personas tienen de entenderse guarda una profunda relación con la educación afectiva, pues las personas no expresamos verbalmente la mayoría de nuestras ideas o sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos, el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo, es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los demás.
Por esa razón, muchos de los problemas de comunicación entre las personas suelen tener su origen en una deficiente percepción de los mensajes emocionales que se reciben (podríamos hablar de problemas de entendederas) o en una deficiente emisión de los que se quieren expresar (problemas de explicaderas).
Es verdad que tanto los problemas de entendederas como de explicaderas pueden ser nuestros o de los demás (de hecho, lo más habitual en la práctica es que ambos problemas vayan unidos), pero normalmente podemos actuar mucho más sobre lo que está más a nuestro alcance, que son nuestros propios defectos.
Por ejemplo, como sugería Antonio Machado, cuando no acertamos a enseñar algo es porque quizá nosotros no lo sabemos bien todavía, y es probable que tengamos que aprender a comprenderlo y expresarlo mejor.
Y si observamos que otras personas suelen ver determinado asunto de modo distinto a como nosotros lo vemos, sería poco inteligente desdeñar por sistema la posibilidad de que los demás tengan razón, o al menos una parte de ella. Si tendemos de inmediato a considerar con rotundidad que están equivocados, y además lo manifestamos de tal manera que esas personas perciben que hay desagrado en nuestra actitud, entonces lo más probable es que levanten una barrera ante nosotros y nos consideren como personas ante las que no deben mostrar receptividad. Como es natural, no se trata de dudar constantemente de nuestros principios o de nuestro modo personal de ser, puesto que la inseguridad en ese sentido puede llegar a ser un defecto ciertamente peligroso, pero sí es preciso aprender a captar mejor el pensamiento de los demás y expresar mejor el nuestro.
Hay toda una serie de actitudes esenciales para mejorar la comunicación con las personas. Es preciso, en primer lugar, partir de una actitud de deseo de conocer los puntos de vista del otro y enriquecerse con ellos. Eso supone estar abierto a ser influido y a cambiar, lo cual es perfectamente compatible con tener convicciones firmes y serias. Después, es preciso concretar esas actitudes siempre en comportamientos. Por ejemplo, escuchar mucho y con atención; hablar sin despertar defensividad en el otro; procurar partir de puntos de acuerdo común y avanzar progresivamente hacia las áreas de desacuerdo; etc.
Nuestro entendimiento —vuelvo a citar a Antonio Machado— tiene una escala gradual: primero, entender las cosas (o creer que las entendemos); segundo, entenderlas bien; tercero, entenderlas mejor; cuarto, entender que no hay manera de entenderlas mejor sin mejorar nuestras entendederas.
Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”