La historia de Irena Sendler ha estado extraviada entre los pliegues del tiempo durante más de medio siglo. Su hazaña ha permanecido desconocida y oculta de manera inexplicable, como un viejo tesoro esperando a ser descubierto. Durante la Segunda Guerra Mundial, en plena ocupación nazi de Polonia, esta mujer logró salvar a 2.500 niños judíos. Y luego, ni la Gestapo ni sus torturas lograron que desvelara dónde estaban los pequeños.
Mientras la figura de Oskar Schindler era aclamada por medio mundo, Irena Sendler seguía siendo casi ignorada de todos. Fue en 1999 cuando empezó a conocerse. Y fue, curiosamente, gracias a un grupo de alumnos de un instituto norteamericano de Kansas, haciendo un trabajo de final de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con algunas referencias sobre Irena Sendler en publicaciones especializadas. ¿Cómo era posible que hubiera salvado la vida de 2.500 niños y aquello fuera totalmente desconocido?
Otra sorpresa fue descubrir que Irena Sendler aún vivía, en un asilo del centro de Varsovia. «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más», decía ella con total sencillez desde su silla de ruedas, en la que vivía desde hacía años debido a las lesiones producidas por las torturas de la Gestapo, cuando la descubrieron. «Le rompieron los pies y las piernas, pero no lograron que les revelase el paradero de los niños que había escondido, ni la identidad de sus colaboradores», explica su biógrafa, Anna Mieszkwoska.
Irena era una joven trabajadora social que obtuvo permiso para acceder diariamente al Gueto de forma legal en 1942. Cuando vio que era la muerte lo que esperaba a los 400.000 judíos allí encerrados, empezó a sacar a los niños más pequeños, y lo hizo de todas las formas imaginables: dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos de basura, como enfermos de males muy contagiosos, etc. Su actividad era frenética, con un gran riesgo de ser descubierta.
Una vez evacuados, era preciso elaborar documentos falsos para los niños, darles una nueva identidad y trasladarlos a un lugar seguro, normalmente en monasterios y conventos católicos. Irena apuntaba en trozos de papel las verdaderas identidades y sus nuevas ubicaciones, y luego enterraba las notas dentro de frascos bajo un gran manzano en el jardín de su vecino.
Las torturas de la Gestapo no lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban ocultos esos papeles ni las personas que colaboraban con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de Pawlak quebraron su silencio. Ni cuando la condenaron a muerte, una sentencia que nunca llegó a cumplirse porque, camino del lugar de ejecución, el soldado que la custodiaba la dejó escapar. La resistencia le había sobornado, pues no podían dejar que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Así fue como ella pasó a la clandestinidad y, aunque oficialmente figuraba como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta que acabó la guerra, participando activamente en la resistencia.
Con el final de la guerra se desenterraron los frascos escondidos bajo el manzano, y los 2.500 niños recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría habían perdido a sus padres y fueron enviados con otros familiares. Tras los nazis, llegó el comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas doctrinas oficiales. Cuando en 1999 aquellos estudiantes de Kansas se toparon con su historia, decidieron escribir una obra de teatro sobre ella. Desde entonces, los reconocimientos y las visitas aumentaron considerablemente, aunque todos seguían preguntándose cómo aquella historia podía haber permanecido tantos años en el olvido, pese a todo lo que se había hablado sobre el Holocausto en esas décadas.
Las personas valientes hacen mucho y presumen poco. Los vanidosos, en cambio, hacen poco y presumen mucho: ansían reconocimientos, a veces hasta extremos ridículos, y siempre les parecen cortos.
Hacer las cosas para presumir, o presumir tontamente de haberlas hecho, o no hacerlas si no se puede luego presumir de ellas, son diversas formas de caer en la soberbia, de perder rectitud en el obrar y, sobre todo, de olvidar que, como decía Séneca, el mejor premio de la buena obra es haberla realizado. Mendigar elogios, reclamar agradecimientos, reiterar los propios méritos, deformar la realidad para realzar o exagerar nuestras intervenciones, desplazar la conversación hacia lo que nos halaga, dejar caer autoalabanzas, todo eso nos suele alejar del camino de la mejora personal, que nunca se lleva bien con los efluvios de la vanidad.