Y entonces a Emily le sucedió un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era. No había motivos claros para comprender por qué no le sucedió eso cinco años antes o cinco después; y tampoco era fácil saber por qué le ocurrió precisamente aquella tarde.
Cada vez que movía un brazo o una pierna, este sencillo movimiento le producía una impresión de divertida sorpresa al observar lo pronto que le obedecían sus miembros. La memoria le decía que siempre le habían obedecido, pero no se había dado cuenta nunca de lo sorprendente que resultaba.
Cada consideración acudía a su mente como un fogonazo y sin palabras. Cuando se hubo convencido del hecho asombroso de que ella era “ella”, se puso a calcular el alcance que podía tener ese descubrimiento. En primer lugar, ¿a qué era debido que entre tanta gente como podía haber sido, ella fuera precisamente esta persona determinada, Emily Bas-Thornton, nacida al año tal entre todos los años de todos los tiempos, y encajada en esta determinada envoltura de carne? ¿Lo había escogido ella misma, o lo había hecho Dios? En segundo lugar, ¿por qué no había reparado antes en esto? Llevaba viviendo así un montón de años y nunca antes lo había pensado. Tenía la misma sensación que un individuo que recordase de pronto a las once de la noche, sentado en su sillón, que había aceptado una invitación a cenar aquella noche. ¿Cómo puedo haber estado sentado toda la tarde sin que me inquietase la menor preocupación? ¿Cómo había podido pasado ella tantos años sin haber notado un hecho tan evidente? Las reflexiones de esta protagonista de una novela de Ricard Hughes traen a nuestra consideración una realidad importante e interesante: cada uno de nosotros somos un ser humano irrepetible, y tenemos una misión que cumplir, algo que nadie puede hacer por nosotros, y además en ello está la clave de nuestro acierto en el vivir.
No se trata de convertirse en visionarios ni en quijotes de una extraña misión; y también es cierto que se puede ser feliz de muchas maneras; pero no debemos eludir por pereza o egoísmo esos retos personales que la vida a cada uno nos plantea. Descubrir y aceptar esto es muestra del verdadero despertar a la etapa adulta.
Muchos lo descubren en la adolescencia, pero otros apenas llegan a comprenderlo nunca. Son víctimas de una especie de síndrome de Peter Pan por el que su mente se resiste a hacerse adulta. Les cuesta tomar las riendas de su vida. Se diría que ven la línea divisoria que separa la juventud de la madurez –una línea que les parece una zanja de profundidad insondable–, y buscan algún vado o puente para cruzarla, después de merodearla durante meses o años, pero no se deciden a dejarla atrás de un salto. Lo triste es que no tardan en lamentar los días de su juventud y el modo en que los han malgastado.
Todo esto se manifiesta con claridad en la inmadurez de algunos matrimonios, que resultan no ya un proyecto entre dos seres humanos adultos y conscientes sino –como ha escrito Susanna Tamaro– la fuga en un sueño de dos niños.
Quizá la educación tenga mucho que ver en esto. El miedo a exigir de los padres, ese no advertir que la pequeña infidelidad de ahora conduce a la injusticia flagrante de mañana; ese no hablar de las consecuencias, seguramente por miedo a ser tachados de cenizos; o ese no incitar al esfuerzo personal, para no incomodar. Todos esos errores, si no se atajan a tiempo, conducen a una triste e inconsciente prolongación de la infancia, una de las grandes tragedias de nuestro tiempo, y que siempre acaba en un amargo despertar.