“Mamá, no puedo parar los pensamientos que me llegan a la cabeza”, asegura una niña de apenas cinco años de edad, sentada en su sillita, en el asiento trasero del coche, camino de una fiesta de cumpleaños. La madre se queda sorprendida con el comentario, porque ve a la pequeña agobiada y desconcertada, y sobre todo por el hecho, bastante significativo, de que la niña considera que los pensamientos le llegan desde fuera.
No parece tratarse de ninguna patología especial, sino, por lo que leo, quizá del efecto propio de una situación de sobreestimulación. Hasta hace pocas décadas, los estímulos que recibíamos del exterior eran muy limitados y moderados. Eran estímulos procedentes de nuestro entorno más inmediato, familia y amigos, y a las pocas horas a la semana que podíamos pasar viendo un casi único canal de televisión o escuchando algún programa de radio. Hoy, cualquier niño de diez años en el mundo occidental ha recibido mucha más información que nadie a lo largo de toda la historia pasada. Cosas con las que ningún sabio de la antigüedad se atrevió a soñar, un volumen de información no siempre fácil de gestionar. Estímulos dirigidos a todos sus sentidos: imágenes, sonidos y ritmos de todo tipo. Un tiempo siempre lleno de actividad. Un tiempo libre absolutamente copado, que se combina con numerosas series, largas y absorbentes partidas de videojuegos y todo tipo de aplicaciones para llenar sus móviles, tabletas y cabezas.
No es de extrañar que los niños, en ese hábitat, se encuentran con facilidad sobreestimulados. Toda una industria del entretenimiento que ha sido diseñada para absorber la atención de los niños hasta límites próximos a la adicción. Un breve espacio de tiempo sin nada que reclame su atención les produce enseguida un sentimiento de ansiedad. Es el llamado “horror vacui”, horror al vacío, al silencio, a tener unos segundos sin una pantalla en la que ver o hacer algo, una ocupación que calme la tan temprana aparición de la ansiedad en sus vidas. Incapacidad de pasar unos minutos reflexionando sobre algo, contemplando algo o atendiendo sin prisas a alguien. Su psicología se acostumbra a recibir un elevado ritmo de estímulos, y con frecuencia se encuentra con que esa dosis no le satisface y le demanda una mayor. Se hacen menos sensibles a los estímulos y necesitan más. Se vuelven extremadamente activos o se muestran desmotivados, mientras su imaginación y creatividad se van mermando. Su capacidad de atención y de concentración se reduce. Les cuesta centrarse mucho tiempo en una misma actividad y sienten que sus pensamientos se atropellan unos a otros y no son dueños de su imaginación.
Puede resultar un poco paradójico, pero quizá los niños y niñas necesitan algo de tiempo para aburrirse. El horizonte del aburrimiento es lo que siempre ha empujado a los niños a estimular su imaginación y su creatividad, a salir de sí mismos y buscar relaciones humanas, aficiones, intereses nuevos. Si siempre tienen el fácil escape de las pantallas, esa reacción no se produce o se produce mucho menos.
Sin embargo, nadie piense que soy de los que abominan de las pantallas en la vida de los niños, sino quizá lo contrario, creo que las pantallas deben estar en el aula desde muy temprano, inmersas de modo natural en un ámbito de estudio, de trabajo, de cultura, de enriquecimiento personal, y no de ocio, de entretenimiento casi adictivo o de relaciones vacuas.
“Nunca hemos vivido mejor, y nunca nos hemos sentido peor”, oí decir hace poco. Los niños deben aprender a divertirse, a automotivarse, a relacionarse físicamente con otros. La ilusión no está en las cosas, la ilusión se pone. No estás aburrido porque las cosas sean aburridas, sino que todo te parece aburrido porque no has aprendido afrontar el aburrimiento. Los adultos sabemos hasta qué punto podemos ser enganchados por esos estímulos, y precisamente por eso tenemos que ayudarnos todos, a los niños y a los adultos, a establecer hábitos sanos de gestionar la creciente estimulación en que vivimos. Una estimulación que es digna de celebrar casi siempre, pero que debemos mantener en unos límites razonables, que cada uno debe considerar y establecer.