«La chica mentía. Cada palabra que pronunciaba era una gran mentira. Y su madre conocía demasiado bien a su hija para no saber que todo lo que estaba diciendo eran puros embustes.
»Pero no intentó llevarle la contraria. Parecía como si quisiera ayudarla a que siguiera mintiendo: “Mejor no saber que saber demasiado”, solía decir. En el fondo, toda su vida había adoptado el sistema que estaba practicando en aquellos momentos. Cualquier cosa antes que provocar escándalos o fomentar malos humores. Lo esencial para ella siempre había consistido en aceptar, en fingir que comprendía: dejar que la incertidumbre o la ofensa de sentirse engañada se aplacara sola y seguir la trayectoria dialéctica que le marcaban los demás.
»De hecho, nunca había sido mujer aficionada a las discusiones ni a levantar la voz. Le importaba poco que lo que se produjera en torno a ella fuera producto de errores, o de torpezas, o de cualquier catástrofe de consecuencias graves: lo esencial para ella era por encima de todo mantener la calma, justificar incluso lo injustificable y procurar establecer armonías aunque únicamente condujeran a una concordia falsa y llena de lejanías.»
Algunas personas tienden, o tendemos, porque a todos nos pasa en algún momento o en algunos aspectos de nuestra vida, a eludir la realidad que nos cuesta aceptar. Y eso aunque a veces percibamos con bastante claridad nuestro error. A la protagonista de este relato de Mercedes Salisachs le sucedía de modo habitual. Seguía ese mal principio, y ese falso artificio, de obviar algunas cuestiones fundamentales que resultaban desagradables o comprometedoras.
Toda persona desea sentirse feliz, alegre, serena, equilibrada. Pero quizá se siente frustrada, abatida, furiosa o triste. ¿Qué hacer entonces? Quizá, en vez de encarar la realidad, de acometer en lo posible las causas reales de su malestar, prefiere enfrascarse en un entretenimiento, el que sea, que le distraiga. O se refugia en el trabajo, en el activismo. Disfruta un rato de algo más o menos gracioso o interesante, y ya no se encuentra en un estado de tanta frustración. Quizá recurre a comer o beber en exceso, o a estimulantes del tipo que sean. El problema es que todo eso se acaba, y pronto reaparece de nuevo la terca realidad, y vuelve el malestar interior. Mientras, ese exceso de comida o de bebida, o ese estimulante más o menos nocivo, o ese refugio engañoso en el trabajo o en la diversión, ya han producido su daño y toca pagar el precio de ese breve y fugaz engaño.
La gente no se droga porque le guste tomar pastillas o meterse agujas por las venas, sino porque no conocen otro modo mejor de eludir la realidad que les agobia. Dominar los sentimientos interiores, los estados de ánimo, lograr mantenerlos con un cierto aplomo, todo eso es una destreza fundamental para el buen resultado de una vida. Es verdad que muchas veces el mejor modo de combatir nuestra desazón es enfrascarnos en el trabajo o en una tarea que nos descanse, pero otras veces eso no sería otra cosa que engañarnos. Hay veces en que nos sentimos mal porque estamos obrando mal, o al menos equivocadamente. Y ese sentimiento es una advertencia que nos brinda una posibilidad de cambiar, de mejorar. El camino de la mejora personal está siempre en construcción. Es un proceso permanente, no una meta que un día se pueda considerar alcanzada. Y lo que hacemos en la vida está determinado por cómo nos comunicamos con nosotros mismos, cómo aprovechamos esos momentos de crisis para crecer interiormente.
Quizá miramos a la gente que nos parece que les va bien en su vida, y pensamos que son así gracias a un don especial. Pero es más probable que se deba a que han sabido perseverar en esa tarea de afrontar y sacar fruto de sus propias crisis interiores. Todo eso son riquezas esenciales que no se improvisan. Su conquista se alcanza después de un largo trayecto lleno de dificultades, pero una vez conquistadas perfuman con su aroma toda la existencia.