Una mañana del año 1974, Muhammad Yunus recorría las calles de Jobra, una modesta población de Bangladesh que sufría una feroz hambruna. Yunus era un inquieto profesor universitario de 34 años, formado brillantemente en Estados Unidos y que había vuelto a su país para colaborar en el proceso de construcción nacional que se puso en marcha tras su declaración de independencia en 1971. Era Director del Departamento de Economía de la Universidad de Chittagong, y ansiaba que sus clases se adaptaran a la realidad que tan trágicamente vivía su país. Recorría las aldeas buscando el contacto directo con la gente y se preguntaba constantemente cuál era la raíz de sus dificultades para progresar.
Aquel día de 1974, Yunus se encontró por las calles de Jobra con una mujer llamada Sufia Begur. Tenía 21 años y era madre de tres hijos. Se ganaba la vida trenzando cestos y taburetes de bambú. Estaba avejentada y con las manos callosas. «No podía comprender —comentaba Yunus— cómo era tan pobre haciendo taburetes tan bonitos». Aquella mujer ganaba 9 centavos con cada taburete, pero era tan pobre que no disponía de dinero para comprar nueva materia prima. Eso le obligaba a trabajar para un intermediario que le sometía a unas condiciones de auténtica esclavitud. «Dios mío —pensó Yunus—, esta mujer es esclava por 9 centavos. Cuando vi además que sólo necesitaba 25 centavos para salir de aquel círculo vicioso, me puse muy nervioso, me alteré, me emocioné. Luego me pregunté si aquello sería un caso aislado o habría más gente en esa misma situación.»
Acompañado por sus estudiantes, Yunus volvió al día siguiente al poblado. Allí comprobó que 43 de sus habitantes acumulaban deudas por un total de 27 dólares. «No pude aguantarlo más: saqué los 27 dólares de mi bolsillo y les dije que podían ser libres. Podían devolvérmelos cuando pudieran. Quería que con ese dinero compraran los materiales para trabajar y se liberaran de los intermediarios. En un año, día a día, aquellas personas devolvieron ese dinero.»
Yunus vio que con muy poco se podía cambiar la vida de mucha gente. Pero su capacidad financiera tenía un límite y había mucha gente necesitada de que un pequeño préstamo que les sacara de la pobreza. Los bancos solo prestaban a quienes daban garantías de poder devolverlo, y no era el caso. En vano intentó convencerles de que los pobres devolvían el dinero con más honestidad que los ricos.
Al final, se ofreció como avalista y el resultado fue espectacular. Tuvo entonces una idea revolucionaria. Se lanzó a crear un banco cuyos clientes fuesen pobres y cuya única garantía de pago fuese su palabra. Fue un éxito rotundo. En 1976 se constituyó formalmente el Grameen Bank, basado en conceder microcréditos a personas pobres. Hoy tiene en Bangladesh más de 6 millones de beneficiarios de créditos —el 97% mujeres— repartidos por 18.000 aldeas. El 99% de los préstamos son devueltos.
La idea del Graneen Bank está hoy extendida por todo el mundo y Muhammad Yunus recibió en 2006 el Premio Nobel de la Paz. Su éxito ha estado en descubrir necesidades de las personas, confiar en ellas y ayudarlas a cambiar, sin crear dependencias.
Algo parecido sucede en la vida diaria de muchos de quienes nos rodean. Pasan por situaciones difíciles que se podrían resolver con sólo una pequeña ayuda, otorgándoles un voto de confianza. Pero sólo unos pocos se fijan y lo advierten. Y son menos aún los que se deciden a complicarse la vida, arriesgar un poco y tender la mano ofreciendo ayuda.