Hay personas que piensan que formar a otros en unos valores supone una imposición de esos valores. Dicen que debería ser cada uno quien reconozca los que le interesen; que formar a otros en unos valores determinados es forzar a las personas, ahormarlas, someterlas a una influencia más o menos autoritaria y, en esa medida, destructora de la originalidad personal.
Sin embargo, parece claro que toda nuestra existencia está tejida con aportaciones de los demás, y que sería ridículo querer eludir de modo absoluto su influencia. Basta pensar en el proceso que sigue cualquier persona desde su nacimiento: el hombre viene al mundo como el más desvalido de los vivientes, incapacitado para casi todo durante largos años; y así como su desarrollo corporal no se produce sin una alimentación proporcionada por otros, algo parecido ocurre con su inteligencia, cuya potencialidad se desarrolla mediante la influencia de los demás, una influencia que —al menos durante los primeros años— resulta totalmente imprescindible. De hecho, los escasos ejemplos conocidos de niños que se criaron de modo salvaje, al margen de la civilización, muestran a las claras esa realidad.
Los más recientes estudios acerca de los factores que influyen en el desarrollo de la inteligencia coinciden en otorgar un considerable valor —al menos estadísticamente hablando— al medio cultural en que se ha vivido. El hombre apenas puede progresar en su propia vida, intelectual o moral, sin ser auxiliado por la experiencia colectiva que han acumulado y conservado las generaciones pasadas. La pretensión de que todas nuestras acciones fueran realizadas de modo absolutamente autónomo y personal, significa desconocer la limitación del hombre. La búsqueda de la absoluta autonomía personal llevaría a una existencia empobrecida y agobiante, e incluso irracional en la medida en que sólo admitiría soluciones originales, renunciando sistemáticamente a todas las comprobadas y claras realidades que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de los siglos.
Es un triste error pensar que cualquier cosa que hagamos, para que sea verdaderamente personal, debe hacerse de modo totalmente original y solitario, ajeno a toda influencia o colaboración, como si cualquier influencia atentara de inmediato contra nuestra personalidad. Eso supondría confundir el hecho de tener personalidad con adoptar una actitud de autosuficiencia y absolutez, que es un desatino de los más frustrantes en que se puede caer. Es cierto que conviene dejar un margen amplio a la creatividad personal, pero sin confundir la creatividad con esa vanidad pseudoinfantil que a algunos a les hace pensar que están llamados a introducir novedades geniales en todo lo que hacen, y que además lo lograrán partiendo únicamente de sí mismos, sin contar con aportaciones ajenas.
La verdadera creatividad precisa siempre de un equilibrio: no es ni el originalismo necio de quien busca llevar la contraria a todo lo establecido; ni la producción serializada y gris de quien es incapaz de introducir una aportación personal en nada de lo que hace; ni tampoco el originalismo mimético de esa gran oleada de mediocres que suele seguir a los verdaderos creadores, imitando ingenuamente su estilo sin llegar a captar su sustancia.
Ninguno nos hemos dado a nosotros mismos la vida, ni hemos determinado las características de nuestra personalidad. Sin embargo, a nosotros corresponde desarrollarla. La plena realización de nuestra personalidad es como una progresiva colonización de nosotros mismos. Y para lograrlo, no tiene por qué ser obstáculo el hecho de ser ayudado por otros, es decir, recibir estímulo, consejo, ánimo, ejemplo. Ciertamente existe el peligro de que ese consejo acabe transformándose en una cierta dominación por parte de otra persona, y por eso —como ha escrito José Antonio Ibáñez-Martín— una cosa es recibir ayuda, hacer uso de esa segunda mano que se nos ofrece, y otra muy distinta es convertir nuestra vida en una existencia de segunda mano. Son cosas bien distintas, y de una no hay por qué pasar a la otra.
Podríamos compararlo a lo que sucede con otros fenómenos humanos como, por ejemplo, con el lenguaje. El lenguaje puede parecer que coarta la libertad porque obliga a usar un repertorio estereotipado; sin embargo, hay una enormidad de posibilidades de expresarse: basta ver la diferencia que hay entre un buen orador y quien habla torpemente. De la misma manera, recibir de otros una buena formación es muy distinto a ser dominado y manipulado por ellos. Es evidente que el hombre puede abdicar de su personalidad allí donde debía mantenerla, de modo que esa ayuda deje de ser una colaboración para transformarse en una dictadura, pero eso sería una perversión —o al menos una trivialización— del recto sentido que tiene el hecho de formarse.