Los Acuerdos de Munich fueron aprobados y firmados durante la noche del 30 de septiembre de 1938. Ante la escalada de violencia y el inminente estado de guerra, el primer ministro británico Neville Chamberlain y el presidente francés Édouard Daladier acudieron dispuestos a darle a Hitler lo que pedía -los Sudetes- para que el Führer dejara en paz a franceses y británicos. Abandonaron a sus aliados, sin formular siquiera una consulta al gobierno checoslovaco, y, como es sabido, Hitler tardó muy poco en incumplir su palabra y anexionarse todo el país.
El pacto supuso la claudicación de las democracias ante un tirano que observaba con satisfacción que nadie ponía freno a sus desmesuradas ambiciones territoriales. Los nazis llevaban años militarizando el país, pero en aquel momento aún no estaban preparados para la guerra mundial que se desataría si invadían a los checos. Con este acuerdo Hitler ganó tiempo para asimilar los recursos que proporcionarían Austria y Checoslovaquia, y que servirían para reforzar su poderosa maquinaria de guerra, que estuvo lista al año siguiente cuando el objetivo fue Polonia y la guerra mundial una realidad ya inevitable.
Es difícil saber si aquella cesión ante Hitler en 1938 fue una decisión razonable, con los datos que entonces tenían. Pero el tiempo pareció demostrar que eludir el conflicto en aquel momento trajo consigo poco después un conflicto bastante mayor.
No significa esto que habitualmente sea mejor el conflicto que la conciliación. Es más, lo habitual es lo contrario. Pero el apaciguamiento como único principio tampoco funciona. Eludir la resistencia debida suele llevar al fracaso. Y cuanto más tarde, con más coste.
Es frecuente escuchar, o simplemente observar, cómo en muchas familias los niños son educados en la sencilla idea de que casi todo da lo mismo mientras nuestro pequeño mundo no se vea alterado. Y entre gente adulta, con frecuencia sucede algo bastante parecido. Se defienden a toda costa los intereses propios o de grupo, coincidan mucho o poco con los principios a los que sirven, y si esos intereses se alejan de las ideas que los han inspirado, no hay mucho problema en esconderlas un poco o incluso abandonarlas sin demasiada reflexión: lo importante es no sufrir daños, y eso a cualquier precio.
Hay quizá demasiadas personas para las que parece que no merece la pena sufrir por casi ninguna causa. Y que basta con una lágrima o un suspiro de vez en cuando lamentando los males y las injusticias que sufren otros, pero sin sacrificar nada de lo suyo. Maldicen a los poderosos, como culpables de todos los males, pero se arriman a ellos siempre que hace falta. Quieren paz para gozar de sus derechos, pero si se presenta alguien con actitudes violentas o amenazantes, les parece que lo lógico es ceder, dar lo que pidan, aunque sea la cabeza del amigo, para evitar complicaciones, para que no peligre en nada nuestra cómoda subsistencia. Como algunos han dicho, en ninguna época ha sido atractivo morir, pero quizá nunca como ahora está la gente dispuesta a todo por seguir vivo.
Muchas veces, lo inteligente, y lo necesario, es eludir el conflicto. Pero, en otras ocasiones, eludir un conflicto supone otro mayor. Cuando nos vence la cobardía, cuando rehuimos algo y en nuestro interior sabemos bien que lo hacemos sobre todo por evitarnos un mal trago, y no por más elevados motivos, entonces estamos escondiéndonos detrás de muros de miedo, de pereza, de orgullo o de egoísmo.